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Vicente Soto ‘Sordera’ / Cantaor

El ‘swing’ de la ortodoxia flamenca

Esteban Ordóñez 24/03/2018

Manolo Finish

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Le digo a Vicente Soto Sordera (Jerez de la Frontera, 1954) que cuando escucho cantar a cualquier Sordera siempre me lo imagino bailando, dando pequeños brinquitos en la silla. “Claro”, responde, “y con otros no te pasará igual… Eso es nuestro ritmo, que tiene un swing que te mueve; nuestro aire es muy identificativo, aunque cada uno tengamos una voz, los de la casa sonamos igual”. La casa se lleva puesta, no es un concepto material. Se dice casa en lugar de decir Adn, y Adn en lugar de neuronas espejo: un hijo mira a su padre colocar la boca, lo mira acumular el aire en el pecho o en el estómago, lo mira estirar el pescuezo o aplacarlo y, finalmente, lo mira sonar. Ese padre ha sido hijo y nieto y sobrino, y también se gastó bien los ojos en su día. “Las casas cantaoras se están perdiendo, cada vez vemos menos familias que tengan tradición. Esa cosa de escucharlos y notar la herencia… eso es muy bonito”, reflexiona Sordera, nostálgico.

Probablemente, buena parte de la historia del flamenco se sustente en una memoria muscular o pulmonar tan precisa que llega a confundirse con la sangre o con el alma. Quizá se sustente en eso, sí, pero también en algo parecido al último verso en el que se abandonó Antonio Machado antes de morir: “Estos días azules, y este sol de la infancia”. En el caso de Vicente Soto –que celebra ahora sus bodas de oro en el cante con el disco Coplas del desagravio. A la mujer-, fue una calina jerezana.

¿Cómo era ser niño en el barrio de Santiago?

Cuando yo tenía siete años, el juego de los niños eran los cantes de casa-puertas. Había casas de vecinos donde vivían diez familias, como lo que aquí llaman corralas. Eran habitaciones de 25 o 30 metros, en cada una vivía una familia, y la diversión nuestra era cantar y bailar en la calle, en el portal [cada vez que habla de cantar, junta las manos en un principio de palmeo, como si el verbo no significara nada por sí solo]. Y luego oíamos a nuestros mayores. Tuve la suerte de escuchar a tía Anica la Piriñaca, que era comadre de mi abuelo. La casa donde vivíamos tenía un tabanco, un despacho de vinos. Ella llevaba una jarra y decía lléname esto y se subía para arriba y se liaban mi abuelo y ella a hablar de cante y a cantar sin guitarra ni nada, tomándose sus vasitos de vino.

La casa Sordera, a pesar de la disparidad de sus ramas (la ortodoxia de Vicente y la renovación ketamera de su hermano José Sorderita) huele a siembra todavía. “Mi padre [el gran cantaor Manuel Soto El Sordera] trabajó en el campo hasta los veintitantos años y ya luego salió artista y se fue. Ese era el oficio de los gitanos de Santiago, casi todos eran camperos o trabajaban en las bodegas”, recuerda. El niño Vicente Soto conoció a muchos de esos cantaores labradores, a gorriones como el Chozas: “Venía del campo y se colaba en las fiestas. Era un hombre muy, estaba un poquito [hace con apuro un gesto de locura], ¿sabes lo que digo? Pero hizo unas bulerías con una armonía que creó él, que eran muy personales y sonaban a él directamente. Tenía una voz peculiar, muy laína”.

Ese estar en contacto con la tierra, vivir en comunión con los compañeros, ¿aportaba algo distinto al cante?

Ellos cantaban vivencias suyas y que habían escuchado de sus antecesores. Trabajaban de sol a sol. Metían mano a las siete de la mañana y a las tres paraban para comerse un potaje de garbanzos, y otra vez a trabajar hasta las ocho o las nueve que se daban de mano y se iban a la gañanía, la gañanía era el cortijo donde descansaban. Entonces ahí se formaba una fiesta, unos cantes, era su hobby, escucharse cantar unos a otros. Y los mayores contaban cosas de la tradición oral.

Esa misma dinámica comunitaria, pese a no haber trabajado en el campo, se mantuvo en los hijos, en la generación de Vicente. Él, antes de cantar, se hizo tocaor. “Aprendíamos de oído y de estar con la gente, de verlos. Estuve con Paco, con Manolo Sanlúcar, con mi cuñado Enrique de Melchor. Tocábamos todos aprendiendo unos de otros”. Para él, el aprendizaje en la calle (en la vecindad, más bien) glasea la música de una  forma que no se logra con las academias y las escuelas. “Sobre todo se nota en la historia del ritmo, que es algo muy especial. Tú analiza nada más que un niño de tres o cuatro años que no tiene suficiente entendimiento y, sin embargo, tiene ese sentido del ritmo. Hay algo que no se explica. Te pueden enseñar la medida, pero no es eso. Yo no sé enseñar eso, pero sé quién lo tiene y quién no”.

Tú analiza nada más que un niño de tres o cuatro años que no tiene suficiente entendimiento y, sin embargo, tiene ese sentido del ritmo. Hay algo que no se explica

Vicente Soto es hijo de Manuel Soto El Sordera y descendiente del linaje de Paco la Luz, que nadie sabe cómo sonaba porque no dejó grabaciones. Su padre viajó a Madrid en los sesenta porque Manolo Caracol lo quiso contratar en el tablao Los Canasteros. “Cuando lo llamó, mi padre le dijo: tío Manuel, pero es que tengo siete niños. Y Caracol le soltó: tú no has perdido el tiempo”. Sordera se ríe y repite eso de “tú no has perdío el tiempo” imitando la voz del niño de fuego, que sonaba como una maraca de guijarros.

Caracol cantaba más clarito de lo que hablaba…

Me decía, eeeh, sobrino, ven para acá, coge la guitarrita y toca [lo imita de nuevo], y te imponía. Era un hombre que impactaba, tenía tanta personalidad y tanta fuerza que daba miedo. Yo creo que ha sido para mí el hombre más importante que he conocido. Un personaje histórico. Un genio.

Cuando mira atrás, Vicente Soto recuerda a los grandes artistas con admiración y guasa. A los 13 años, cantó en la Fiesta de la Bulería de Jerez. Allí se encontró con figuras como Agujetas el Viejo, padre del cantaor de los dientes de oro. “Me hizo mucha gracia porque mientras el guitarrista hacía la falseta él se entretenía hurgándose la nariz. Mientras estaba la falseta, él se liaba y se liaba. Le molestarían los pelos o algo, y yo lo miraba y decía: hay que ver, este hombre… [a Soto la risa le desaparece los ojos]. Pero fíjate cómo cantaba, era maravilloso”.

Llegó a Madrid con 9 años y una tristeza de caballo. “Lo pasé muy mal. Yo no quería venir porque allí estaba todo el día en la calle, con los niños, íbamos al colegio lo justo... Jerez era un pueblo y cuando llegué a la capital tan grande, yo miraba y decía: Dios mío dónde estamos”. Pero Madrid estaba repleto de artistas. Era la emblemática época de los tablaos: Canasteros, Torres Bermejas, Corral de la Morería, Zambra… En aquellos años se veían circular flamencos por la ciudad como después de la colonización de América se verían loros en algunos balcones. Un espectáculo de color, música, plumas y libertad.

La vivienda de Vicente Soto se convirtió en centro de juergas. “Mi casa era de mucha alegría porque mi padre y mi madre eran personas muy abiertas. Cuando los chavales decían adónde vamos, yo decía vamos a mi casa: en mi casa había casa para todo el mundo. Nos metíamos allí y hacíamos fiesta y  gloria todos los días [da un par de palmas sordas]”.

¿Es que los flamencos no se pueden juntar en ningún sitio sin acabar bailando?

Hombre, a ver, nos gusta a todos y si te juntas con cuatro o cinco y te tomas dos copitas [marca el compás con los nudillos en la mesa; tiene las manos oscuras como la camisa]… Una Nochebuena estuvo Paco de Lucía en mi casa y tocó una guitarra con cuatro cuerdas. Le faltaban dos. Era una guitarra con un golpeador blanco, una guitarra muy mala, pero como estábamos todos tan a gusto… Pasamos un rato que no veas.

Una Nochebuena estuvo Paco de Lucía en mi casa y tocó una guitarra con cuatro cuerdas. Le faltaban dos

Gracias a su padre, transitó por todos los lugares donde estaba “el cocido” flamenco. A los 11 años visitaba Los Canasteros cada día. Su primer sueldo, como guitarrista, se lo pagó Caracol. A los 16 empezó a trabajar en Torres Bermejas. Al terminar el bolo volvía a Los Canasteros con los demás artistas. En aquel tiempo circulaban durante la noche de tablao en tablao figuras como Camarón, José Mercé, Lebrijano, Manzanita, Juan Morao, El Güito… En Madrid había flamenco para todos los gustos, “de primera división, segunda, tercera, cuarta y regional”.

Vicente Soto ha cantado en grandes teatros de Italia, Francia, Argentina, Estados Unidos, Canadá, Japón… Ha lanzado discos como Estar alegre, Verea del camino, Colores distintos, El ritmo de la sangre… Ya su primer LP de 1986, Pessoa Flamenco, mostró uno de los valores diferenciales de su trabajo: el interés por los poetas. En Entre dos mundos, por ejemplo, ató su quejido a Unamuno, Martí, Valle Inclán, Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez, Alfonso Reyes o Antonio Machado.  

¿Qué busca en los poetas?

Me gustan mucho. Hay textos ortodoxos de toda la vida, populares que hemos venido escuchando… Pero la poesía es una manera de abrir el vocabulario sin perder la esencia. Me fui metiendo gracias a mi compadre Pedro Atienza, un hombre de libros. Yo era hombre de cante: cuando tenía 18 años no sabía bien quién era Lorca. Pero él me daba textos para leer y me gustaban y yo los iba adaptando.

¿Fue complicado adaptar a Pessoa al flamenco?

Para mí no porque lo que suelo cantar de poesía siempre ha tenido ritmo y cuadratura para llevarlo al flamenco ortodoxo. En el caso del disco de Pessoa, las letras son flamencas y basadas en el fado, que es música popular, mediterránea; nuestra.

Ahora cumple 50 años como profesional y edita el disco Coplas del desagravio. A la mujer, un trabajo que pretende pronunciarse contra el maltrato y el machismo pero cuyo mensaje llega de manera errática. Un disco, no obstante, de guitarras bellísimas (como Manuel Valencia, Parrilla o Diego el Morao) y donde se descubre el timbre de Lela Soto, su hija, por alegrías.  A sus 62 años, ha dejado la tierra que lo vio crecer como artista y ha regresado a Jerez. Se junta con los jóvenes. “La mayoría de mis amigos de antes ya no están, no existen, ya se han perdido muchos; ahora tengo amigos nuevos, jóvenes que son casi todos familia”. Allí recibe de nuevo ese sol de una infancia de casa-puertas y el azul de la voz de la Piriñaca saliendo del balcón como un loro, aquí sí, en su propia selva.

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Esteban Ordóñez

Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.

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