Flamenco
Pepe ‘El Boleco’, nace un icono por seguiriyas
En el jovencísimo cantaor de la Puebla de Cazalla viven la mandíbula del Chocolate, la ronquera del Agujetas, el efecto Doppler de los oles de Caracol por fandangos o los quiebros agudos de Camarón
Esteban Ordóñez Madrid , 25/04/2018
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Es difícil acordarse de una anochecida de Madrid, cuesta reparar en el momento del tránsito. En este laberinto sin horizonte, la oscuridad no asoma, no indaga, aparece siempre de pronto, en lo alto. Atesorar ese instante de un día concreto requiere algún episodio iniciático que aguce los sentidos y obligue a tomar conciencia de que uno existe sobre las aceras. Era final de tarde del sábado 14 de abril, y en este rincón del Sistema Solar tuvimos nuestro rito iniciático: un gitano de 16 años, Pepe El Boleco (José Antonio Laguna), se plantó en pie en el pequeño escenario de un teatro y empezó a cantar. Traje negro mate y un zapato que brillaba. Su voz dolía a la vez que alimentaba, como un masticar de ramas.
Decía Borges que un hombre puede ser todos los hombres. Será cierto: cada hombre contiene a toda la humanidad, pero desde ubicaciones diferentes; unos están por encima de la Historia que les precede, pesan sobre ella, y se sienten ligeros y se atreven a presumir de que se lo deben todo a sí mismos; mientras, otros la sufren como una losa. Este chaval de un barrio humildísimo de la Puebla de Cazalla (Sevilla) vino a recordar que los segundos todavía existen en este país.
Cuando empieza a creerse que, por obra y gracia de la posmodernidad, se ha desgastado el velcro que abrochaba la pobreza al flamenco; cuando algunos empiezan a gourmetizar el género, a producir y reproducir sin agarres, arte sobre arte, concepto sobre concepto; cuando todo eso sucede, llega El Boleco y canta por tonás: “Somos los pobres gitanos más pobres que la alondra”. No es primitivismo impostado ni anacronismo: el 98% de los gitanos españoles vive en la pobreza, lo dijo la UE hace dos años.
Una hora antes del concierto, en La Caleta, un bar cercano a la sala Berlanga, un aficionado, treintañero y profesor de primaria de Vallecas, se desabotonó la camisa y mostró una camiseta negra en la que aparecía El Boleco estampado en pleno quiebro de cante: la imagen, dicen muchos, de un ídolo que nace. El del dibujo era un Boleco más niño distinto al que apareció en la sala. El artista atraviesa todavía esa edad en que se cambia de un día para otro, pero ya contaba con esa arruga sobre el ceño que debe de ser el vórtice por el que accede a lo ancestral. Desde bien pequeño cantaba de una forma que nadie acertaba a comprender.
Pepe Lamarca, fotógrafo de flamencos que captó algunas de las imágenes más emblemáticas de la juventud de Camarón y Paco de Lucía, se quedó perplejo cuando oyó a El Boleco por primera vez. “Lo escuché en una fiesta privada y me impresionó. Se le da muy bien el compás y tiene una cosa… es muy atractivo escucharlo, te estremece, te llega. Si sigue por el camino que va, puede ser un cantaor que haga ruido; es clásico, muy gitano”, cuenta Lamarca. El fotógrafo, de 79 años, apenas trabaja ya, pero al toparse con aquel rasguño melódico de cantaor viejo en un cuerpo de 14 años, quiso fotografiarlo. “Le hice fotos con sus padres en su barrio. Quiero hacer con él como hice con Camarón en los 70, seguirlo, tener un buen archivo de él”.
El Boleco empezó bailando. Hablamos con él con las dificultades que impone una línea telefónica ruidosa, parece que nos separa un océano de maleza: “Era bailaor de chico, es verdad que me pegaba mis pataditas y eso, pero también cantaba, y ya me pegó más el cante que el baile”, recuerda. Luego dice que el apodo de Boleco procede de los Farrucos, que son parientes, primos de su abuelo. Al preguntarle por las diferencias entre cantar en la Puebla y en Madrid, es decir, si se siente más cómodo con un público que con otro, tercia: “Yo canto en todos los sitios… igual de cómodo. Yo donde voy a cantar, voy a cantar”. La conversación dura poco más. El adolescente que canta las seguiriyas como zarpazos responde sin apenas palabras, y de ese modo, sin quererlo, uno entiende que el periodista está desnudo, que detrás de este afán de novelar sobre flamenco, de aplicarle a la cosa un glaseado intelectual, quizá no haya más que un miedo a lo inexplicable y un poquito de vanidad.
Antonio Valle, maestro del colegio de El Boleco y uno de sus grandes apoyos, lo conoció cuando tenía seis años: “Entonces bailaba, era brutal, un baile salvaje, y yo se lo decía a los aficionados del pueblo. Luego empezó a cantar, y lo llevamos a fiestas privadas. Recuerdo que trajimos a la Cañeta y cuando lo oyó empezó a darle besos. Él tendría entonces 11 añillos. Siempre que venía algún cantaor lo invitábamos para que los escuchara y viera, y él acababa cantando también y liando el taco”, rememora Valle.
Dentro de la Puebla de Cazalla, patria blanca del poeta y pintor Francisco Moreno Galván y del coloso clásico José Menese, El Boleco pertenece al barrio Molino El Serio: “Una zona donde vive gente de pocos recursos, digamos que de aquella manera. Pepe vive en su casa con nueve más. Lamarca decía: a este niño lo salvará la música”, explica Valle. El mundo de la escuela reglada, de las asignaturas y los deberes, no lo seducía. “El flamenco es la alternativa de Pepe, que no estudia; desde que cumplió los 16 no va al colegio. Yo he visto a maestros suyos llorando en actuaciones porque no se explicaban cómo podía memorizar todos los cantes de un recital”. El grupo de aficionados y vecinos que lo rodean habló con una empresa del pueblo para que pagaran su formación. “Somos unos cuantos apoyándolo de manera altruista; bueno, altruista no, cobramos en especie porque ver un ensayo de El Boleco no tiene precio”. Le regalaron un ordenador con conexión a internet para que pudiera ver vídeos de cantaores, investigar, aprender. La generación milenial queda atrás para este artista. Nació en 2001 y, por lo tanto, se integra en la generación Z, la de nativos de la red, la que vive en la nube; pero él no usa teléfono móvil.
José Antonio Laguna pesca en las aguas de los grandes cantaores: Agujetas, Chocolate, Caracol, Manuel Torre... Al principio conocía unos cuantos palos, ahora, con la barca a mano, aprende a navegar solo por las llanuras abisales del flamenco. “Si la letra le gusta y le duele, ya la tiene aprendida. Ha montado seguiriyas él solo, a base de internet”. Algo del compás y los abanicos sonoros de la seguiriya pinza el alma de este adolescente. Aprendió las alegrías, las malagueñas, y le gustaban, estaban bien… pero al adentrarse en la seguiriya “se quedó pillado”. Algo hay dentro de las seguiriyas que los demás no vemos: un animal, un caballo meditando y pugnando con algún rencor, remansándose y rebelándose… imposible saberlo, pero es seguro que hay algo sobre lo que El Boleco sabe posar la mano y escuchar y comprender de forma única e inusual.
Un caballo que, tal vez, era el mismo del que habló por tientos aquel sábado esquinado en el Sistema Solar: “Señor que vas a caballo, no endiñabas los buenos días. No dabas los buenos días; si el caballo cojeara, otro gallo cantaría”. Ese caballo más humano que el señor.
En muchas de las letras, el cantaor, junto a la guitarra de Antonio García, propagó con convicción su patrimonio emocional. Demostró una afinación ajustadísima, un oído y una capacidad de absorción de matices poco común. En él viven la mandíbula inferior del Chocolate, la ronquera del Agujetas, el efecto Doppler de los oles de Caracol por fandangos, los quiebros agudos de Camarón: esa claridad repentina al cierre de un compás, ese levantar la costra para comprobar que la sangre, debajo, resiste y sigue viva, es decir, para honrar la sangre y reprochar la herida. El Boleco mantuvo una seriedad impoluta durante todo el recital. Cuando llegaron las bulerías, al final, amagó un par de sonrisas, y nos dimos cuenta, por cómo nos refrescó, de que nos hacía mucha falta.
Entre cante y cante, El Boleco no mediaba discursos, solo indicaba el palo: “seguiriya”, sin más. Había ido a cantar, y cantó. Al terminar y encenderse de nuevo las luces, se vieron caras recién lloradas entre el público.
Es difícil acordarse de una anochecida de Madrid, cuesta reparar en el momento del tránsito. En este laberinto sin horizonte, la oscuridad no asoma, no indaga, aparece siempre de pronto, en lo alto. Atesorar ese instante de un día concreto requiere algún episodio iniciático que aguce los sentidos y...
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Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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