Tribuna
Punto de inflexión: sí hay violencia, sí hay intimidación
María Concepción Torres Díaz 29/04/2018
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El jueves 27 de abril de 2018 tras el fallo hecho público sobre la sentencia 38/2018, de 20 de marzo, de la Sección Segunda de la Audiencia Provincial de Navarra, algo en la sociedad española (y también internacional) parece haber cambiado. La no calificación de los hechos probados por parte del tribunal juzgador como agresión sexual sino como abuso sexual ha evidenciado el androcentrismo imperante en el Derecho y sus efectos en el [no] reconocimiento (o reconocimiento parcial) de los derechos de las mujeres. Obviamente, esto no es nuevo ya que desde el iusfeminismo –en el marco del llamado derecho antidiscriminatorio– hace años que se viene denunciando. De ahí la necesidad de tener en cuenta entre los criterios de aplicación e interpretación normativa la perspectiva de género en consonancia con el resto de criterios recogidos en el artículo 3 del Código Civil junto a los específicos en materia de derechos fundamentales. La razón no es anodina desde el momento en el que se observan los términos en los que el discurso jurídico ha pensado tradicionalmente a las mujeres (¡Ojo!, y todavía nos sigue pensando).
La lectura de la sentencia del caso La Manada constituye un claro exponente de perpetuación de un discurso jurídico añejo en donde todo gira en torno a un sujeto central (falsamente abstracto) que no es neutro ni permanece ajeno a la construcción socio/sexual de la realidad. Prueba de ello se encuentra en la subsunción de los hechos probados en el tipo penal a tenor de la calificación jurídica de los hechos. Porque –y esto es importante– no se discute la credibilidad de la víctima (mención aparte del voto particular). Y todo ello tras haberse seguido un proceso con todas las garantías procesales y constitucionales –como no podía ser de otra manera– en un Estado social y democrático de Derecho.
La lectura de la sentencia del caso de La Manada constituye un claro exponente de perpetuación de un discurso jurídico añejo en donde todo gira en torno a un sujeto central que no es neutro
Señalaba en líneas anteriores los términos en los que el Derecho –en general– ha pensado a las mujeres [nos ha pensado y sigue pensando]. Un pensamiento articulado en torno a una subjetividad jurídica concretada en una corporeidad sexual y reproductora que a las mujeres les [nos] ha sido ajena porque ha sido construida desde la posición dominante del sujeto normativo de lo humano (varón). En este punto téngase en cuenta, sin ir más lejos, el débil reconocimiento a las mujeres de los derechos sexuales y derechos reproductivos a expensas todavía de la sentencia del Tribunal Constitucional. O piénsese en los intentos de regular la gestación por sustitución y/o maternidad subrogada. Repárese cómo en ambos casos el objeto de regulación/normativización se circunscribe al cuerpo de las mujeres, esto es, a lo que se puede o no hacer con los mismos y/o a lo que resulta aceptable y/o legítimo o no. Los mismos comentarios cabría extrapolar –aunque con matizaciones desde el punto de vista del ámbito subjetivo de aplicación– en el ámbito penal con respecto a los delitos contra la indemnidad y libertad sexual. De ahí que la sentencia del caso de La Manada haya permitido poner el foco de atención en el contenido textual –en tanto que discurso jurídico– de los tipos penales de agresión sexual y/o abuso sexual. Delitos cuyo bien jurídico protegido no es otro que la libertad sexual en el marco del reconocimiento de la autodeterminación sexual y del libre desarrollo de la personalidad. Sin duda, todo un logro si se tiene en cuenta que no es hasta 1989 cuando se deja de hablar de delitos contra la honestidad. No obstante, este avance permite seguir articulando críticas cuando se analiza su aplicación en el caso concreto. Máxime cuando esa aplicación e interpretación permite interpelar al Derecho en clave de género. Pero vayamos por partes y veamos en qué términos se ha concretado la protección penal frente a los delitos contra la libertad sexual:
– Con respecto al delito de agresión sexual, cabe significar que lo relevante a efectos del presente artículo es la exigencia de violencia o intimidación en el tipo básico así como el acceso carnal por vía vaginal, anal o bucal en el tipo agravado. Desde el punto de vista de la perspectiva de género cabría reflexionar seriamente sobre los términos en los que el lenguaje jurídico actual siguen definiendo violencia o intimidación. Y es que la situación de asimetría socio/sexual del sistema sexo/género obliga a posicionarse en el lugar de las mujeres. Máxime en contextos de naturaleza sexual en donde la subordinación y objetualización de las mujeres es clara y manifiesta. En este sentido, se echa en falta una ampliación de miras que permita conceptualizar situaciones de violencia sexual ambiental.
– Con respecto al delito de abuso sexual, castiga como responsable de abuso sexual al que sin violencia o intimidación y sin que medie consentimiento realice actos que atenten contra la libertad o indemnidad sexual de otra persona.Desde el iusfeminismo cabe cuestionar la no apreciación de violencia o intimidación en contextos en donde falta el consentimiento. Sobre este punto cabe recordar que el consentimiento sexual (y su articulación jurídica) en el ámbito de los delitos contra la libertad sexual sigue trasladando la responsabilidad a las mujeres a la hora de establecer los límites ante las imposiciones sexuales de los varones. De tal forma que son las mujeres las que cargan con el peso de probar su negativa ante requerimientos sexuales no deseados.
– Se observa cómo el elemento definitorio y diferenciador entre la agresión sexual y el abuso sexual en nuestro ordenamiento jurídico es la violencia o intimidación. Violencia que sustituye a la 'fuerza' exigible en la anterior regulación articulada en contraposición a la exigencia de resistencia de la víctima y que dejaba sin castigar muchos supuestos de agresión sexual al no poder acreditarse la misma. Con respecto a la intimidación cabe reseñar la capacidad de infundir miedo y/o temor a la víctima con una afectación directa al libre desenvolvimiento de la individualidad y el libre desarrollo de la personalidad en el ámbito sexual. En lo que atañe al abuso con prevalimiento cabría apuntar que tiene sus orígenes en las conductas tendentes a obtener favores sexuales por medio de un consentimiento viciado derivado de una situación de superioridad. En este punto cabría reseñar las voces críticas que ponen en cuestión la ubicación del prevalimiento en el tipo de abuso sexual ya que evita que muchas conductas sean calificadas como agresión sexual. Pues bien, descendiendo en el análisis al caso concreto, cabría reseñar los siguientes aspectos:
– La falta de perspectiva de género, esto es, de posicionarse en el lugar de la víctima por parte del tribunal juzgador a la hora de analizar la situación y el contexto en el que se produjeron los hechos probados. Un contexto de clara asimetría socio/sexual que lleva implícita violencia e intimidación.
– La necesidad de abrir un debate jurídico en torno a una posible reforma penal de los delitos tipificados en el Título VIII del Libro II del Código Penal en clave de género. En este punto se hace necesario analizar datos cuantitativos sobre quiénes normalmente son los sujetos pasivos de este tipo de delitos (mujeres y menores) frente a los sujetos activos (varones).
La falta de perspectiva de género, esto es, de posicionarse en el lugar de la víctima por parte del tribunal juzgador a la hora de analizar la situación y el contexto en el que se produjeron los hechos probados
– La necesidad de una nueva redacción del delito de agresión sexual en los términos del Convenio de Estambul de obligado cumplimiento en nuestro ordenamiento jurídico desde agosto de 2014. Y es que dicho cuerpo legal delimita las agresiones sexuales (violación) en los siguientes términos: “La penetración vaginal, anal u oral no consentida, con carácter sexual, del cuerpo de otra persona con cualquier parte del cuerpo o con un objeto”.
– Se observa cómo se obvia cualquier atisbo a exigir violencia o intimidación. Y es que se parte de la base de que la falta de consentimiento en la medida en que fractura la libre autodeterminación sexual de las personas y, en concreto, de las mujeres llevaría implícita violencia y/o intimidación.
Lo expuesto, sin ánimo de agotar todas las posibilidades de análisis, y teniendo en cuenta las movilizaciones sociales y las reacciones ante la sentencia de la Audiencia Provincial de Navarra, evidencia que se está ante un antes y un después en el reconocimiento y tutela de los derechos de las mujeres. Y es que sin perjuicio de los recursos que caben articular frente este pronunciamiento judicial (TSJ Navarra y Tribunal Supremo) se abre un nuevo escenario político, jurídico y social en donde la clave va a estar en pensar el Derecho y los derechos sin sesgos de género.
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María Concepción Torres Díaz es profesora de Derecho Constitucional y abogada. Secretaria de la Red Feminista de Derecho Constitucional
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