CINE
Scorsese, el profeta
El mejor homenaje para este gran, enorme, artista es ver cualquiera de sus casi 40 películas
Pilar Ruiz 1/05/2018
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El gran cineasta, el católico cinéfilo, el toro salvaje, recibe un premio en España con nombre monárquico. No le hace falta: Martin Scorsese reina como uno de los más grandes cineastas vivos. De milagro. Nunca creyó que llegaría a los 40.
A pesar de la fiesta eterna con farlopa, orgías y amoríos autodestructivos, subidos a la ola del flower power, Vietnam, el rock, el pop, la Nouvelle Vague y el neorrealismo italiano, los integrantes del Nuevo Hollywood traían por vez primera y oficialmente a las pantallas estadounidenses el cine de autor, revitalizando una cinematografía marchita, cambiando la Historia del cine. John Cassavetes, Peter Bogdanovich, Robert Altman, William Friedkin, Bob Rafelson, Richard Lester, John Milius, Brian de Palma, Arthur Penn, Mike Nichols, Alan J. Pakula, Paul Mazursky, Sidney Pollack, Woody Allen, Bob Fosse, Richard Lester, Stanley Kubrick, Dennis Hopper, Dustin Hoffman, Robert de Niro, Diane Keaton, Susan Sarandon, Faye Dunaway, Gene Hackman, Al pacino, Meryl Streep, Robert Duvall y muchos otros, incluyendo a los europeos que se incorporaron a la gran industria como Milos Forman, Bernardo Bertolucci, John Schlesinger, John Boorman… Nombres que forjan el cine contemporáneo, con el que crecieron varias generaciones de espectadores. Y entre todos ellos, destacando, Steven Spielberg, Terrence Malick, George Lucas, Paul Schrader, Francis F. Coppola y, por supuesto, Martin Scorsese.
La revolución cinematográfica que trajeron los aires subversivos de los 70 acabó un buen día, cuando uno de aquellos “moteros tranquilos, toros salvajes” reconstruyó el sistema de estudios que su pandilla había despedazado: era George Lucas y había hecho una película de aventuras y ciencia ficción llamada Star Wars (1977). Su desorbitado éxito supuso el fin de los creadores rebeldes y del cine de adultos; desde entonces Hollywood ha sido un parque infantil gobernado con mano firme por ejecutivos de corporaciones que se jactan de no saber quién fue David O. Selznick. Una contrarrevolución que supuso el fin de muchos cineastas, pero no de Scorsese: sigue haciendo el cine que quiere, recibe premios por su carrera y por la labor titánica de su The Film Foundation, creada en 1990 para preservar, recuperar y restaurar el patrimonio fílmico mundial, incluido el norteamericano. En EEUU el número de películas perdidas y destruidas desde el periodo mudo hasta hoy resulta incalculable: los grandes estudios –tan odiados por la banda de rebeldes–, dejaron claro con su desidia y desprecio el concepto que tiene la gran empresa de legado cultural: ninguno.
Scorsese, profeta de sí mismo, reparte bendiciones de celuloide desde su fundación ejerciendo una cinefilia proselitista, como si fuera uno de los jesuitas de Silencio (2016), donde la violencia y la espiritualidad se dan la mano en una apología del martirio. (Sin llegar a los extremos de su imitador Mel Gibson). En Hollywood, más que en ningún otro sitio, el camino a la gloria está sembrado de tentaciones y fracasos, hay que estar dispuesto al sacrificio. Ahora le recibe la realeza, pero en los tiempos duros y tras el fracaso de New York, New York (1977) creyó que el sistema le había crucificado y no podría volver a dirigir una película. “¡¡Estoy arruinado, no tengo un centavo!!” soltó a Coppola que venía de endeudarse hasta las cejas para poder terminar Apocalypse Now (1979) Francis agarró a Scorsese de las solapas: “Marty ¿Te quieres calmar? ¿Qué tú estás arruinado? ¡Yo debo cincuenta millones!” Luego rodó Raging Bull (Toro salvaje, 1980). Una de las mejores películas de todos los tiempos.
“Pese al éxito, la vida de Marty era un caos. Seguía siendo frágil desde el punto de vista emocional, algo que hundía sus raíces en los trastornos de su infancia; su diminuta estatura, su físico, su percepción de sí mismo como poco atractivo. Era fácil herir sus sentimientos: se ofendía rápido y era lento en olvidar. Alimentaba rencores durante años, levantaba un muro a su alrededor”. (Extracto del libro Moteros tranquilos, toros salvajes de Peter Biskind) “Sin coca no hay entrevistas”, dijo en Cannes, durante la promoción de El último vals (1978). Iba de mal en peor, hasta para ganarse una bronca de Casavettes, alcohólico a su vez: “¡Marty, estás desperdiciando tu talento!”
Hace poco contó que llegó a estar al borde de la muerte en 1978. "Después de terminar el rodaje de New York, New York estaba fuera de tiempo y fuera de lugar, además de un barullo en mi propia vida y abrazando otro mundo, por así decirlo, abrazando un lado peligroso de la existencia. Me encontré a mí mismo en un hospital, sorprendido de haber estado cerca de la muerte”. Como Saulo, se cayó del caballo –o de la coca– y abrazó la Fe: “En el Nuevo Testamento todos se quejaban de Jesús, que andaba con los publicanos, los recaudadores de impuestos y las prostitutas. Y ellos decían: 'Todo lo que sé es que antes estaba ciego y ahora puedo ver”.
Una sensibilidad a flor de piel que muta en paranoia, destila violencia carnal y que, finalmente, se eleva hacia la trascendencia: quizá claves de su cine. Su primer cortometraje, The big shave (1967) es toda una declaración de intenciones –bajo el ojo de Buñuel, el padre de todos– que seguro haría las delicias de su psicoanalista. Un hombre se afeita frente a un espejo; bajo la música de jazz, el gesto cotidiano ritualizado se convierte en corte, empieza a brotar la sangre, corte tras corte, a raudales. Fundido a rojo.
Paranoia, desdoblamiento, violencia y ritual. El católico italoamericano que fue seminarista, obsesionado por la puesta en escena fastuosa que caracteriza a la religión del Estado Vaticano, hasta convertirse –imagen y semejanza– en un santo del cine imbuido de exceso y un profeta de la perfección formal. ¿Es la violencia una forma de comunión con la verdadera esencia del ser humano? Esa pregunta parece estar siempre presente en el –mejor– cine de Scorsese. Siempre violencia, hasta en La edad de la inocencia (1993) La espléndida novela de Edith Warton pasó por sus manos dejando a la platea pasmada: ¿este neoyorquino barriobajero se cree Visconti? Con una cámara de seda, Marty estaba contando de nuevo su New York –de forma mucho más profunda que Woody Allen, rey de la Gran Manzana de postal– escarbando en su pasado como luego haría con Gangs of New York (2002), buscando y encontrando una violencia más sutil pero también aterradora: la clase social superior destruye la vida no solo de los que están por debajo de su escalafón, sino de sus propios miembros cuando estos traicionan a su casta. La mafia de la clase alta con sus propias reglas inviolables y cuya capacidad letal supera la de los personajes de un Joe Pesci desatado. Al menos con él sabemos que estamos ante un psicópata.
Y por supuesto, en La última tentación de Cristo (1988) o Uno de los nuestros crucificado: historia sobre una banda de ilegales comandada por un paranoico delirante, en la que la traición, la duda o el chivatazo se castiga con la muerte espiritual y material, tortura mediante. “No os invito a una celebración, sino a una guerra”, dice Cristo-Dafoe antes de arrancarse el corazón y provocar un río de sangre. En vez de drogas o dinero, aquí se trafica con religión y el que castiga inexorablemente es el Padrino Máximo: Dios.
“Estos marginados eran más grandes que la vida: el mundo se quedaba demasiado pequeño para ellos. Sus deseos de vivir eran insaciables incluso cuando sus acciones precipitaban su trágico destino”, dice a propósito de los personajes de Raoul Walsh, uno de sus cineastas favoritos. Es obvio que podría aplicarse estas máximas a De Niro, Keitel, Dafoe, Pesci, Stone, Bracco, Day-Lewis o Di Caprio cuando despliegan ante nosotros y con apabullante brillantez, la humanidad de su dios-creador: seres contradictorios, peligrosos, brutales y equivocados pero más grandes que la vida. Como su creador, como el cine mismo.
Sin olvidar nunca a los demonios que acechan: a medida que pasa tiempo y filmografía, Marty parece más convencido de que la culpa –católica– es siempre de los mismos. De ahí El lobo de Wall Street (2013), un Goodfellas (1990) o un Casino (1995) con psicópatas de postín que juegan con el dinero limpio de la Bolsa como otros, los de abajo, con el dinero sucio del juego, las drogas o las malas calles. Su inmoralidad es mucho más dañina que la de cualquier mafiosete, ellos no son simples asesinos: como la crisis global ha demostrado, son genocidas. Puede que el diablo gane casi siempre, avisa, pero podéis contar conmigo: seguiré haciendo cine, Martin Scorsese siempre será uno de los vuestros.
El mejor homenaje para este gran, enorme, artista es ver cualquiera de sus casi 40 películas, y si el público agradecido quiere, aportar un donativo a su fundación: pasa el cepillo a menudo y no desprecia la calderilla.
http://www.film-foundation.org/donation
El espectador también puede acudir al profeta para escucharle hablar de su pasión, el cine: esa es su verdad, su palabra, que regala a quien quiera oír, a quien quiera ver. Todo sabiduría y amor. Por ello, siempre será correspondido.
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).
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