ETA: el problema de los intelectuales
La mayor parte de la ‘intelligentsia’ española ha renunciado, en relación al conflicto vasco, a la que debería ser su función principal: comprender
Hedoi Etxarte 18/05/2018
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Michel Onfray es fan de Spinoza. A él recurrió para pensar los atentados que la yihad cometió en enero de 2015 contra el semanario satírico Charlie Hebdo. Fue Spinoza quien escribió: “Ni reír, ni llorar, sino comprender”.
Al sur de los Pirineos, en el conflicto entre Euskadi Ta Askatasuna (ETA) y el Reino de España (RE) se ha llorado (800 muertos por las distintas ETAs y 350 por los cuerpos de seguridad del RE y la extrema derecha). Se ha reído (no olvidemos, por ejemplo, aquel submarino del PSOE que fue Vaya semanita en la ETB2 donde, excepto al PSOE, se ridiculizaba a todos los arquetipos de la sociedad vasca: desde los borrokas de la izquierda abertzale hasta los txikiteros del PNV, pasando por los peperos). Pero, con alguna salvedad que luego mencionaré, el affaire ETA vs. RE ha dado pocos o ningún rédito a la filosofía, al pensamiento político. Así las cosas, en el ámbito intelectual ha habido un claro perdedor: cualquiera que haya querido comprender. O peor aún: quienes, queriendo comprender, han acudido a pensadores y filósofos, se han encontrado con una falla, con una imperdonable laguna. Si alguien, alguna vez, quiso pensar, se le dijo lo que a Houellebecq después de publicar Sumisión: que podía ser culpable del siguiente atentado integrista musulmán contra algún judío. Lo que equivale –como señala Onfray (Pensar el islam)– a considerar a Zola responsable de la condición de los mineros, y a Proust de lo insulsa que es la aristocracia; a Céline de la Primera Guerra Mundial o a Malraux de la guerra civil española. En definitiva, acusar a un antropólogo que estudia una tribu caníbal a incitar al canibalismo.
Manuel Valls, ahora vedette de Ciudadanos por la Barcelona naranja, era entonces –cuando el atentado a Charlie Hebdo– ministro de Interior de hierro y solárium. Persiguió en su mandato a gitanos y refugiados con la contundencia digna de la extrema derecha húngara. Onfray insistió en la posible conexión entre la Francia que participó en guerras que causaron la muerte de cuatro millones de musulmanes en las últimas dos décadas –citaba las fuentes del politólogo inglés Nafeez Ahmed, periodista en la BBC y The Guardian– y la Francia golpeada por atentados de la yihad. Intentó entender la yihad y Valls le dijo que “comprender es excusar”. Valls argumentó que comprender era buscar justificaciones. Lo mismo ha sucedido con quien quería comprender el enfrentamiento ETA-RE. Lo que ha hecho que, a la postre, ETA sea un tabú. Y ya se sabe que sobre los tabúes no se puede uno expresar en público. Como comprender lo incomprensible es excusar, Onfray denunció que para los filósofos, los sociólogos, los psicólogos y los psicoanalistas o los historiadores sólo había hoguera o prisión. Consideró que esa relación entre el poder y los que quieren comprender era “la militarización ideológica dentro del destino del régimen liberal”.
Onfray era culpable de lo que decía. Culpable del tono que utilizaba, y “era, de hecho, culpable de existir, simple y llanamente”. Porque su oficio de filósofo ya no consistía en reflexionar, acción que Valls prohibía, sino en obedecer a lo que la esfera de los políticos dictaba.
En una escena intelectual bien lubricada, sería moneda común analizar los discursos, la geopolítica, la historia de Francia, de sus actividades militares, analizar al PS de Valls y a Mitterrand, al FN de Le Pen padre y Le Pen hija, leer el Corán, entender sus aplicaciones, leer la Biblia y repasar las partes que Hitler prefería del evangelio, pensar sobre la laicidad y el ser ateo hoy, pensar en Europa fuera de la pecera de las elecciones al Parlamento de Bruselas. Dicho con las palabras de Onfray: “La tarea del filósofo consiste, en efecto, en no alimentar los mitos, las fábulas, las leyendas, las ficciones, las fantasías, las historias que se explican a los niños, pero que los adultos creen…”. Porque los adultos suelen preferir “las historias que dan seguridad a las verdades que espantan, producen agonía, las que nos superan y las que nos perturban”. La tarea del filósofo, sin embargo, consiste muchas veces en nombrar esas verdades. Verdades que no son complementos. Verdades que son mazazos. El poder establecido no suele ser amante de los filósofos que hacen eso. No quiere que se comprenda ni que se analice. Ni la yihad en Francia, ni ETA en España.
El poder establecido no suele ser amante de los filósofos que hacen eso. No quiere que se comprenda ni que se analice. Ni la yihad en Francia, ni ETA en España
Política y verdad
En Verdad y mentira en la política, Hannah Arendt reflexionó sobre la mala relación entre política y verdad. Se cuestionaba si la verdad es, en esencia, impotente y si, al contrario, el poder es en esencia falaz. Porque al poder no le interesa tanto el grado de verdad de aquello que dice como el rédito que saca de ello. Dice la verdad con la misma cara que dice la mentira. No porque sienta una debilidad por la mentira, sino porque su relación con la verdad es otra. La política lo convierte todo en finalidad para sí misma.
Lo que se preguntó Arendt era qué merece más nuestro desprecio: si una verdad que no tiene la capacidad para imponerse por sí misma o un poder que se impone aun a costa de la verdad. Era una pregunta que Arendt actualizaba, pero que en pleno Tercer Reich, Bertolt Brecht ya había respondido. En ese clásico de la escritura de combate que es Cinco dificultades para decir la verdad había escrito que no es justo pensar que la verdad implique la debilidad y la derrota, como la lluvia sí implica la humedad. Sus Cinco dificultades para decir la verdad hubieran sido, de haber sido reescritas por Arendt, Cinco dificultades para que la verdad se imponga.
El conflicto entre la verdad y la política es, de nuevo según Arendt, antiguo y complejo. Decir la verdad ha supuesto ciertos riesgos para quien la dice. También ha sido así en el conflicto ETA-RE. Veamos dos de sus extremos. El primer militante de ETA en matar y ser matado fue Txabi Etxebarrieta, todo en un mismo día de 1968. Etxebarrieta fue un poeta nada desdeñable, lector de Valéry, de Baudelaire, de Sartre, de Camus, de Ortega y de Fanon. Además acuñó el término “Pueblo Trabajador Vasco” que fue fundamental en el desarrollo ideológico del Movimiento de Liberación Nacional Vasco (MLNV). En el otro extremo, y ya en el año 2000, ETA asesinó al periodista José Luis López de la Calle. Junto al cadáver de este había dos bolsas con ocho periódicos diferentes en su interior. Desde el ABC al Gara, los leía todos, todos los días.
Así como bajo el membrete de “pertenencia a banda armada” encontramos a poetas, novelistas y escritores conocidos y reconocidos, algunos encarcelados, tanto en España como en Francia o exiliados, en las listas de ETA también ha habido periodistas. Seguimos hablando de los riesgos que entraña el decir la verdad. Los juzgados españoles han cerrado medios de comunicación –Egin, Egin Irratia, Berria, Ardi Beltza–, y la policía ha torturado a directivos de estos medios en pleno siglo XXI (el Tribunal Europeo de Derechos Humanos condenó al Reino España por no investigar esas torturas). ETA asesinó, en 1978, al director de Hoja del Lunes de Bilbao. Un año después, una bomba del ultraderechista Batallón Vasco Español (BVE) haría explosión en la redacción de Egin. Los riegos: esa dificultad, ese obstáculo para decir la verdad y para convertirla en algo útil.
Se advierte una gran falla cuando, después de conocer en perspectiva la intensidad y las cifras de otros conflictos, se comprueba que, con el conflicto ETA-RE, quienes debían plantearse la complejidad de la que hablaba Arendt no lo han hecho. Ante enfrentamientos de mayor intensidad, con más muertos y, por lo tanto, con un riesgo mayor y con una vinculación emocional más difícil de desatender, sí se ha decidido aceptar el reto de comprender. Podemos pensar en la Primera y Segunda Guerra Mundial, en el holocausto armenio, el tutsi y el judío, en la guerra de Argelia y en la del Rif (conflicto constituyente de las prácticas militares y policiales de la guerra del 36 y de la España de hoy). Es mucho lo que se ha estudiado y debatido en esos casos, y mucho, gracias a ello, lo que hemos podido aprender.
Sin embargo, los intelectuales de oficio españoles sólo han tomado la palabra para solicitar lo mismo que los políticos: que ETA dejara de matar cuando mataba, que se desarmara cuando ya no mataba, que pidiera perdón una vez desarmada; y para, una vez ETA ha pedido perdón, quejarse de que ya es tarde para pedirlo. En todo ello el discurso de los intelectuales no se ha alejado un ápice del discurso de los políticos. Lo cual debería hacernos sospechar, al menos en parte, de su falta de autonomía. Qué poco cariño hacia su oficio. Así pues, los intelectuales han demostrado no ser los autores de sus pensamientos (todo ha venido dado desde posiciones políticas partidistas). De esta forma, con la dificultad para distinguir los textos de intelectuales y de políticos, se ha repetido un vicio antiguo de la intelligentsia española: se ha confundido, como alertaba Arendt, la verdad con la opinión. O, dicho de otro modo y con cierto pesimismo: la verdad ha vuelto a ser pasto de la opinión.
Pensar tras el terror
Cuando un representante de Alemania le preguntó al primer ministro de Francia –Clemenceau– sobre qué pensaba de la I Guerra Mundial, este respondió que lo ignoraba, pero que estaba seguro de que nadie diría que Alemania invadió a Bélgica. Clemenceau confiaba en el efecto dominó que conlleva el análisis de cualquier acontecimiento histórico. Tendría un gran valor literario –implicaría un uso magistral de la elipsis– hablar de ETA sin empezar por hablar de Franco. Por eso, lo mejor que nuestra generación (la de quienes rondan en la actualidad los treinta años) puede hacer es seguir aquel consejo de Arendt: escribir nuestra propia historia, ordenar los acontecimientos según la perspectiva de nuestra generación.
Asumámoslo. Los literatos, como los dioses para Heidegger, nos han abandonado. Han preferido reunirse todos en la taberna de la indignación. Lo ha señalado Coetzee: el ofendido es un constructor de diques a favor de la censura, a favor de que no reflexionemos
Asumámoslo. Los literatos, como los dioses para Heidegger, nos han abandonado. Han preferido reunirse todos en la taberna de la indignación. Lo ha señalado Coetzee: el ofendido es un constructor de diques a favor de la censura, a favor de que no reflexionemos. Es quizá un buen momento para pensar cómo el campo político –sesgado por sus diversas voluntades de poder– va a entrar en contradicción con las distintas formas de verdad. Y que, en consecuencia, nuestro quehacer debería ser, ahora, buscar las verdades singulares, los puntos de sutura, los espejismos de los discursos que se han asentado. Por la repetición se llega a la mitología, como decía aquel polaco.
Comencemos la búsqueda de esas verdades singulares, como lo hizo Arendt mientras el mundo se estremecía en 1968, desde México a Alemania Occidental pasando por París y Praga. Arendt, en lugar de juzgar la contradicción de unos pacifistas que, de pronto, toman las armas, lo que hizo fue ponerse a leer lo que aquellos pacifistas leyeron, en busca de aquellas razones que pudieron moverles a una resolución de tanta resonancia. No en vano titularon una de sus antologías, con textos públicos y privados, Lo que quiero es comprender. Porque, para ella, “el comprender no tiene término y no puede, por tanto, producir resultados definitivos”.
Arendt leyó lo que aquellos pacifistas que tomaron las armas leyeron. Sobre quienes, reflexionando con Fanon, fueron más allá de lo que Fanon insinuaba. Deberíamos hacer, como Arendt, un ejercicio por entender a quien lee a Lenin y toma un fusil en Alemania Occidental o en París. A quien deja de ser periodista de prestigio y organiza atentados. A quien, leyendo a Rosa Luxemburgo cincuenta años después de que la mataran y su revolución perdiera, tomó un cóctel molotov en un campus estadounidense. Comprender, como Arendt, a Sartre (quien apoyó, la lucha armada, también la de ETA). Sin ser un juntaletras vestido de juez. Comprender cómo se lee a Mao Zedong en la Sorbona. Averiguar qué ven los chavales de la metrópoli industrial en las citas de aquel revolucionario de un país asiático agrícola. Releer a Clausewitz y entender la guerra, entender las bases del Estado moderno, la de su violencia sistémica y la de quienes se enfrentan, de manera violenta, a ella. Volver a distinguir y actualizar en nuestro mundo las diferencias entre “poder”, “fuerza”, “potencia”, “autoridad” y “violencia”. Volver a preguntarnos por el rol de la ley, el de la legitimidad.
Sentarse a comprender. A pensar qué es un atentado terrorista. Qué es el terrorismo. Hacer una genealogía. No una colección de adjetivos in crescendo. Buscar el contexto europeo de ETA en las guerrillas urbanas de la Europa Occidental de los treinta gloriosos. Su conexión con la Alemania Federal y con su 68, su RAF, su RZ, su autonomía; con Italia, sus autónomos, sus Brigadas Rojas; con Irlanda y su IRA; con Francia y su AD, y su trotskismo. Buscar los enlaces históricos, genealógicos y discursivos entre ETA y la extrema izquierda española. Analizar, en clave sociológica, de clase, de género, quién participa, cuándo y cómo, en ETA. Cuáles son las razones para entrar. Para salir. Investigar como un criminólogo: ¿cambiaron los armamentos en su historia? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Tuvo que ver con coyunturas tecnológicas o decisiones estratégicas? Y la policía que combatía a ETA, ¿modificó sus técnicas de detonación controlada? ¿Consiguieron información útil torturando? ¿Quién torturó? ¿Hay sentimientos de culpa en el entorno de la Guardia Civil por esas torturas? ¿Por qué fueron los integrantes del GAL de aquella determinada manera? ¿Nos atrevemos a leer esta misma noche, en el Paseo de la Castellana, Crítica a la violencia de Walter Benjamin? ¿Y Violencia de Slavoj Zizek en la entrada de la torre BBVA de Bilbao?
Es cierto. No todo es erial. Hay cinco libros que, parcialmente, comienzan un esbozo de estas cuestiones. Los dos últimos de Imanol Murua (traducidos ya al castellano); el clásico de Gregorio Morán (Los españoles que dejaron de serlo), redactado con una ligereza y una pasión por la narración envidiables; ¿Somos como moros en la niebla? de Joseba Sarrionandia, y Barkamena, kondena, tortura de Joxe Azurmendi (de lo poco que se ha escrito de forma rigurosa, desde la filosofía, sobre el perdón, la condena del terrorismo y la tortura). También hay una reflexión desde la teoría política, una lectura más general, de Emmanuel Rodríguez (Por qué fracasó la democracia en España).
Así pues, probablemente, podamos y debamos seguir reflexionando sobre este asunto con la actitud que Edward Said recomendaba para quienes entienden como suya esta labor: “Sin prebendas que proteger ni territorio que consolidar” (Representaciones del intelectual). Esto es, sin preocuparse por ganar o perder amigos en las altas instancias y a sabiendas de que la lucidez entraña el riesgo de ser abandonado por la escena o el de ser arropado por los sedientos. Comprender es una batalla constante.
Queremos sacar a Guillem Martínez a ver mundo y a contarlo. Todos los meses hará dos viajes y dos grandes reportajes sobre el terreno. Ayúdanos a sufragar los gastos y sugiérenos temas
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Hedoi Etxarte
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