Belén Gopegui, literatura en común
Se cumplen veinticinco años de la publicación de 'La escala de los mapas', la primera novela de la escritora. Una nueva edición del libro en Literatura Random House da pie a este repaso de su poética y de su trayectoria
Rubén A. Arribas 26/04/2018
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En un artículo publicado en 1995 –incluido en su libro Rompiendo algo (2014)–, Belén Gopegui refería una mutación sucedida en su forma de leer. Según explicaba allí, había incurrido durante años en el tópico de “devorar libros” y había buscado en ellos poder, es decir, el conocimiento que le permitiera adquirir “la identidad, las armas necesarias para estar frente a los otros”. Los libros, venía a decir, sirven en una primera etapa para aguzar nuestro ingenio, volver más sutil nuestra inteligencia o hacernos más fuertes ante la soledad y el miedo. Sin embargo, conquistadas esas armas, insistía, es necesario cambiar de etapa y exigirle algo más a la lectura.
Gopegui (Madrid, 1963) situaba su propio punto de inflexión en algún momento que iba entre la lectura de Job, de Joseph Roth, y la relectura de Ana Karenina, de Tolstoi. “Durante esas dos novelas –podrían haber sido otras–, descubres que ya no lees para aislarte del mundo, sino para estar con él”, señalaba en su artículo. Y, un poco más adelante, concluía: “Los libros que hemos leído están también puestos en nosotros, en nuestras acciones, en nuestro proceder, en ese nombre real que hay detrás de nuestro nombre”.
He ahí una idea que recorre la literatura de Gopegui: los libros como compañía a la hora de construir nuestra relación intelectual y afectiva con el mundo. Y, más en particular, la idea de que la novela puede desempeñar un papel activo en la tarea de pensar quiénes somos, cómo estamos situados ante la realidad o de qué manera construimos sentido ante el oleaje feroz de esta modernidad tan líquida. Pero, sobre todo, la novela como un instrumento que favorezca el paso de la reflexión a la acción; el tránsito de la página a la calle, la casa o el lugar de trabajo.
Probablemente por eso, Gopegui defiende una lectura –y una escritura– donde quepa preguntarse qué valores articula la historia, qué intención tiene quien la está narrando o para qué nos cuenta lo que nos está contado. Es más: defiende la lectura –y, por extensión, la crítica literaria– como una capacidad que va más allá de evaluar la sofisticación formal, el damasquinado retórico, la novedosa elección de estrategias narrativas o el incumplimiento de un puñado de reglas ortográficas.
Gopegui defiende una lectura –y una escritura– donde quepa preguntarse qué valores articula la historia, qué intención tiene quien la está narrando o para qué nos cuenta lo que nos está contado
En definitiva, es como si nos advirtiera de que se empieza por confundir la lectura con engullir libros, con un entretenimiento o con un diálogo entre dos intimidades, y se termina por considerar la literatura como un ente escindido de la realidad. Si nos acostumbramos a leer así, estaremos cada vez más cerca de considerar nuestra vida como un relato escrito por otros, donde apenas tenemos injerencia y donde no hay punto de giro posible a nuestro favor. Bien mirado, para Gopegui, la lectura y la escritura son tareas fundamentales en la construcción de una ciudadanía crítica y democrática.
El probador de la literatura
El prólogo de La conquista del aire (1998) da una medida de la importancia que esta autora le concede a esa lectura/escritura ciudadana. Gopegui explica allí que su texto va dirigido a quienes buscan algo más que “responder a los estímulos de la lectura con obediencia” y consideran que la novela es un “instrumento formador de vida en tanto que propone estructuras, criterios, direcciones para la experiencia de las personas”. Es toda una declaración de principios que parte de una idea clásica: la literatura como argamasa social y como espacio donde ensayar pautas de convivencia. También como espejo donde la comunidad quiere verse narrada.
Según señala Gopegui en Rompiendo algo, “estamos en el mundo a través de las historias que oímos y contamos, y estamos en el mundo, sobre todo, a través de las historias de las que somos parte”. Por tanto, la literatura tiene mucho que decir al respecto. Si hacemos caso de Simón Cátero, ese hermético y carismático profesor de teatro que aparece en Tocarnos la cara (1995), la literatura podría ser como un probador de una tienda de ropa: un cuarto donde “se ensaya la voluntad de ser distinto sin que nadie se dé cuenta”. Así, en silencio y frente a un espejo –a veces descarnado, a veces complaciente–, nos probamos otros yoes hechos de palabras y nos exponemos a la metamorfosis, esto es, a descorrer la cortina y salir transformados en alguien diferente.
La apuesta de Gopegui es clara: sus libros deben aportar razones y sentimientos que hagan sumarse a quienes se los prueben a la causa del bien común. O dicho de otro modo: no pueden funcionar como coartada de quienes alimentan la maquinaria narrativa que impone los valores sociales dominantes: injusticia, insolidaridad, precariedad, narcisismo, machismo o falta de respeto por la naturaleza. En el probador, según ella, no hay neutralidad posible.
De ahí que sus novelas exijan predisposición a responder preguntas incómodas, a confrontar pareceres políticos y, en definitiva, a dejarse alcanzar por una inteligencia que argumenta su punto de vista a través de las historias de gente común que se rebela. El premio a su lectura es una fecunda –y algo aristotélica– compañía intelectual a la hora de contestarse la gran pregunta gopeguiana: ¿de qué tratan nuestras vidas?
Un destello de sentido en mitad del desconcierto
¿De qué trata la vida de Belén Gopegui? Su más de una decena de títulos publicados puede contestar por ella. En estos 25 años como escritora, Gopegui ha respondido puntualmente, libro tras libro, a su compromiso político: narrar historias que nos ayuden a seguir imaginando la posibilidad de un mundo mejor que este. Y lo ha hecho convencida de que, si logramos imaginarlo, estaremos un paso más cerca de ponernos manos a la obra para conseguirlo.
En estos 25 años como escritora, Gopegui ha respondido puntualmente, libro tras libro, a su compromiso político: narrar historias que nos ayuden a seguir imaginando la posibilidad de un mundo mejor que este
Ahí están para refrendarlo el “coro de asalariados y asalariadas de renta media reticentes” en Lo real (2001); el colectivo que fabricaba espirulina en El padre de Blancanieves (2007); las treintañeras Álex y Carla en su pelea contra la compraventa de sangre en El comité de la noche (2014); o Mateo y Olga, dos amigos que podrían ser nieto y abuela, en su desafío a Google en Quédate este día y esta noche conmigo (2017). Ellas y ellos pelean por un mundo donde palabras como bien común, inteligencia colectiva, vida buena, feminismo, vulnerabilidad, dependencia, cuidados o acción política tengan todavía sentido, y el Poder no las haya vampirizado hasta convertirlas en retórica hueca al servicio del lenguaje políticamente correcto.
Si Flaubert era Emma Bovary, Gopegui es Martina, esa adolescente que se rebela en Deseo de ser punk (2009) contra la inexistencia de espacios públicos donde estar sin necesidad de consumir. También es ese hacker de Acceso no autorizado (2011) que se cuela en el ordenador de la vicepresidenta del Gobierno para obligarla a pensar si este expolio de lo común que vivimos desde hace años es, de verdad, la única alternativa. Y, por supuesto, es Laura Bahía, aquella espía española de origen cubano que tanta polvareda levantó a raíz de El lado frío de la almohada (2006).
Gopegui es incluso Sergio Prim, aquel geógrafo introvertido, solitario y letraherido de La escala de los mapas (1993), la primera novela. Al principio, Prim parecía un hombre sensible que combatía el arañazo frío y poderoso de la realidad cantándole a Brezo –un antiguo amor platónico– con voz torrencial y aérea, digna de Nabokov, Umbral y Panero. Sin embargo, cuando Brezo reaparecía y se mostraba dispuesta a forjar con Prim ese amor tan anhelado, él rehuía el compromiso y se atrincheraba en su refinada soledad. De repente, Prim se volvía metáfora de un narcisismo donde solo cabían el yo y su deseo, y nadie más. En el aire, quedaba flotando la pregunta: ¿aquella metáfora amorosa era también literaria?
En conjunto, los personajes de Gopegui nos recuerdan, cada cual a su modo y en su esfera de acción, que conservamos la capacidad de romper con ese conformismo fatalista con que nos bombardean a diario los juglares y publicistas del Poder. También que debemos salir de nuestro cascarón y hacernos personas en la polis, en contacto con los demás, y no en soledad. Asimismo, y pese al estado de apocalipsis permanente declarado, esos personajes insisten en que no olvidemos aquello que cantaban Crosby, Still & Nash: Teach your children what / you believe in / make a world that / we can live in.
Por todo ello, hay algo profundo y admirable en la literatura de Gopegui; algo que escasea en estos tiempos donde el éxito mediático o el número de libros vendidos funcionan como los valores legitimadores por excelencia. Ese algo es una férrea voluntad para ser coherente con sus ideas y trazar un camino a contracorriente de todo un dispositivo cultural que prefiere la política como decorado y telón de fondo en las historias, y no en el corazón de quienes las protagonizan. Quizá por eso mismo Gopegui se ha convertido en un faro ineludible: sus novelas son un destello de sentido en mitad de este desconcierto en que vivimos. Nadie ha narrado mejor que ella aquello de “Nos quieren en soledad; nos tendrán en común”.
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