N. de los T. (VI)
De mayor quiero ser tractor
¿Cuáles son las expectativas de un aspirante a traductor? Entramos en la Facultad de Traducción literaria para buscar algunas respuestas
Verónica Canales 1/06/2018
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Hablemos de futuro. Mi hijo de cuatro años sujetaba entre sus manos una copia de El capítulo de Julian, libro que había visto bajo el brazo de un compañero de clase. Profundamente orgulloso del trabajo de su madre, se replanteó sus opciones laborales. Entonces lo dijo: “De mayor quiero ser tractor”. Hasta ese momento había pensado en ser intérprete de musicales, científico y futbolista. No muy distinto al eclecticismo de su madre “tractora”, que lo mismo tira de la traducción de una nota de prensa sobre una exposición de David Bowie que navega por el proceloso lenguaje de Conrad revisitando su Lord Jim. Miré a mi pequeño loco y recordé la maravillosa viñeta de Quino en la que Libertad, cuya madre es traductora, cuenta a Mafalda que el último pollo que comieron en su casa lo escribió un tal “Yanpol Sartre”. Cuánta razón en tan poco espacio. Pues esto de la traducción es todo: es jugoso muslo, reseca pechuga y el pollo entero, Sartre a l’ast. Cuando una es traductora, lo es siempre, traduzca lo que traduzca, incluso si no lo hace de forma remunerada. Como traductores con la necesidad de prolongar la esperanza de vida del oficio, estamos obligados a inocular el virus del trujamán irredento.
Quiero que nuestro oficio perviva, porque es necesario y debe ser siempre humano
Dedico estas letras y muchas otras al contagio masivo. En ese sentido tengo la suerte de hablar una vez al año en la asignatura de Traducción Literaria de último año de carrera, impartida por mi amigo y antiguo profesor (siempre maestro) Juan Gabriel López Guix, quien me invita a compartir mi vivencia profesional con sus alumnos. Aclaro a la audiencia universitaria que los traductores no tenemos los bolsillos muy llenos, pero que, lejos de instalarnos cómodamente en el victimismo del olvido, debemos hacer todo lo posible por visibilizar nuestra labor para ganar en reconocimiento y derechos. Me mueve el interés: quiero que nuestro oficio perviva, porque es necesario y debe ser siempre humano. Las máquinas ya están aquí, pero, por el momento, la inteligencia artificial no ha alcanzado el grado de locura imprescindible para desempeñar este oficio con el rigor necesario del caos creativo.
Cada año empiezo preguntando algo a los alumnos, porque revisito la universidad con muchas ganas de aprender en ese campo de infinitas posibilidades que es la juventud. Mi pregunta predilecta es: “¿Qué os trajo a esta facultad?” Puntualizo, por cierto, que las respuestas: “el tren”, “BlaBlaCar” o “mi madre/padre” son inadmisibles. La perplejidad cunde en las expresiones, aunque no tardo en sacudirla con mi dedo señalador de voluntarios. “A los doce años me empezó a gustar el mundo del manga y pensé en traducir lo que estaba leyendo”; “Me gusta escribir y en la traducción me regalan la inspiración”; “Siempre he querido ser diseñadora de moda, pero mis padres me dijeron que, como sé chino, estudiara traducción”; “Hice la carrera de filología, pero siempre había querido estudiar traducción”; “A mí me encanta leer y escribir, y la traducción me parece que combina ambas cosas”. Todas respuestas fascinantes, sencillamente, porque les han mantenido cuatro años estudiando el oficio. ¿Por qué?
Busco en las miradas interrogativas de esos estudiantes el brillo en los ojos de mis futuros colegas, y a ellos les sorprende que yo sienta auténtica avidez por lo que tienen que contar. Van cobrando vida razones germinadas por una vocación ya histórica: los traductores en camino desean compartir el conocimiento al que le dan acceso los idiomas; desean meterse en la piel de autores y géneros que admiran; quieren ser algo más que lectores, más que simples espectadores, más que consumidores pasivos de cultura. Afirman que la carrera les ha dado conciencia de lo que supondrá ejercer el oficio: la difícil responsabilidad de ser arte y parte. Los hay que la han vivido como el parvulario de la realidad, pues empiezan a dar sus primeros pasos profesionales y descubren que les queda mucho camino por recorrer. También están los dispuestos a dejarse llevar por la inercia de la inacción, pero ¿es eso algo distinto a lo que ocurre con otras opciones académicas? Hablo de mis futuros compañeros, insisto.
Lo hago desde mis diecinueve años de experiencia y la clara conciencia de las dificultades que implica tener que saltar a un mundo incierto, pero eso añade emoción a la búsqueda. Esos jóvenes llenos de dudas, ya con un pie en el abismo del vacío laboral, llegan a cuestionarse su decisión académica. Han invertido muchos años y esfuerzo, y solo oyen el eco de sus preguntas sobre la situación de la traducción, rebotadas desde un desierto plagado de traductores que les cuentan lo difícil que es acceder a su mundo. No les falta razón, pero insisto, la traducción es todo. Cada paso que den nuestros nuevos colegas puede reconducirse hacia un futuro trujamán. Los conocimientos que adquieran en su trayectoria llenarán siempre su maletín de herramientas al que recurrirán en el momento de traducir. No importa que sus tablas sean las del suelo de una oficina de ventas internacionales, las de un departamento de servicio al cliente extranjero, las de un aula de inglés para adultos o las de un McDonald’s; cada término especializado, modismo empresarial o expresión coloquial acabará sirviéndoles el día que traduzcan de forma remunerada.
Por otra parte, sé qué es creerse traicionada por la traducción (y no solo ser traduttrice, traditora), abandonada por ella, prácticamente expulsada de su territorio. Tras casi dos décadas de oficio, he llegado a pasar cerca de dos meses sin recibir ningún encargo editorial y he llamado de nuevo a muchas puertas. He tocado con insistencia y he conseguido que se reabrieran las cubiertas de los libros. Ese volver a empezar no es nada excepcional en nuestro gremio y puede llevar a la frustración. A pesar de todo, estos años de recorrido me han revelado que mi desazón jamás ha sido provocada por el oficio, sino por el desequilibrio entre esfuerzo y remuneración; por la discontinuidad de las ofertas editoriales a pesar de los numerosos libros que nos avalan. En definitiva, por este sambenito de la invisibilidad tan próximo a la desesperación del literario Griffin, parido por H. G. Wells. Por eso, hace ya tiempo que me quité las vendas de momia de los ojos y decidí que lo mejor para dejar de ser invisible era explicar a mis futuros colegas, y a quien esté dispuesto a escuchar, cómo ejercer el oficio sin olvidar exigir todo lo que merecemos a cambio. En el cambio, precisamente, debe iniciarse la búsqueda. Busquemos el nombre del traductor, aprendamos de sus habilidades y no solo recordemos su identidad para tuitear alguna crítica incendiaria. Como traductores, recomendemos a nuestros colegas, seamos lectores activos, atentos, exigentes con las publicaciones que no invierten en buenas traducciones. Hablemos de traducción, del proceso traductor, de los juegos que nos propone la traducción. Es una invitación para todos.
La traducción es viaje, es oficio técnico, es documentación, conversación, disfraz, parapeto de escritores, escuela de letras y aridez de las jergas profesionales
Innovación y tradición van siempre de la mano, conviven y se enseñan. Los traductores expertos y los recién llegados a esta tierra de letras debemos caminar juntos, convivir y retroalimentarnos. La traducción es viaje, es oficio técnico, es documentación, conversación, disfraz, parapeto de escritores, escuela de letras y aridez de las jergas profesionales que una jamás soñó tener que manejar, ni en sus peores pesadillas. Este oficio universal pervivirá mientras seamos capaces de inocular el virus de la transmutación autoral. Sartre acabará convertido en pollo en su versión española, pero qué pollo, señoras y señores, ¡qué pollo! Mejor asado a fuego lento, tras mil vueltas, que frito o refrito. Para eso hace falta tiempo, y el tiempo se compra con la mejora de las condiciones laborales.
A la postre, mi hijo tenía razón: soy “tractora”. Esa fuerza de tracción que pretende avanzar para seguir arando el suelo del conocimiento en colaboración con las energías renovadas de mis futuros colegas y los lectores potenciales. Porque para fertilizar hace falta remover y, sobre todo, porque “sin traducción habitaríamos provincias lindantes con el silencio”, como aseguró George Steiner.
P.S.: Mi más sincero agradecimiento y apoyo profesional a Carla López, Denis Torres, Carol Hoffmann y a todos los jóvenes estudiantes de traducción que me han inspirado con sus palabras e ilusiones.
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Verónica Canales. Desde pequeña me fascinó la habilidad de la carnicera para destripar carnes y clientes afilando los cuchillos y su lengua. Pensé en estudiar periodismo, pero… me aterraban los cortes. Al final descubrí el oficio perfecto para una destripadora con miedo a hacer sangre: la traducción. Tras veinte años despiezando a Conrad, Kipling, Hawthorne, Stephen King, Patricia Highsmith, Doris Lessing, Ken Follett y un centenar más para servirlos en otra lengua, he dejado de resistirme a la llamada de la creación propia. Cuando no ando con las manos en vísceras foráneas, meto del dedo en mis llagas o fileteo por encargo, y escribo. Mientras tanto vivo feliz entre más de mil libros y con mis hijos, que, por suerte, son menos de mil. www.veronicacanales.com
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