Las últimas declaraciones de Casado en materia de inmigración parecen confirmar que su discurso duro no era sólo para consumo interno de partido. Todo el mundo concuerda en que el triunfo de Pablo Casado en el PP supuso una derechización de esa formación. Pero quizá la pregunta sea: ¿Qué significa esa derechización? ¿Qué implica, sobre todo, como discurso de orden para España?

El discurso del orden en España es el de la Transición, que se caracterizó por autopresentarse como “centrista”, “consensual” y “única forma de superación del cainismo”. Esos tres rasgos podrían condensarse en uno: un discurso no ideológico, de sentido común, capaz de integrar todas las demandas “sensatas y racionales”. Este relato ayudó a que el país atribuyera sus desgracias a la saturación ideológica de dos bandos sin techo común. La democracia quedó legitimada como lugar superador de las disputas, como unas “reglas del juego” neutrales. Por fin un orden sin conflicto ni enemigos era posible en el país fratricida.

El discurso de Casado se propone un doble reto: por un lado, restaurar el orden bipartidista pre-2011; por el otro, restablecer la fuerza del PP para esa empresa turnista. La paradoja es que no puede hacer lo segundo sin violentar lo primero. En efecto, para recuperar su lugar de partido de gobierno, el PP se ve obligado a derechizarse, con lo cual impide la consecución del primer objetivo, pues ya no puede presentar el orden como lugar de reconciliación y apaciguamiento de las ideologías radicales. Casado confiesa esa imposibilidad al demandar cincuenta escaños para el partido más votado en las elecciones nacionales, a fin de no depender –como explicitó– de “independentistas” y otras losas, pues está buscando una artimaña –que no respeta el espíritu proporcional de la intocable Constitución del ‘78– para recuperar una fuerza que sabe que ya no tendrá.

El discurso de Casado se ve forzado a movilizar voluntades para torcer el brazo a una relación de fuerzas que debe exhibir como contraria a sus intereses

Casado no puede presentar más el orden como una suerte de convergencia natural del sentido común, sino que debe luchar por él desde posiciones desnudas, abiertamente particulares, que se saben chocantes para ese sentido común. Casado rehabilita el eje izquierda-derecha propio de la Transición, pero no para mostrar el centro como un lugar de concordia sino para antagonizar con el otro polo, condenándose a mostrar que sí había conflicto. Si el discurso de la Transición ocultó tras el consenso la relación de fuerzas que dio lugar al orden, el discurso de Casado se ve forzado, para restaurar ese orden, a movilizar voluntades para torcer el brazo a una relación de fuerzas que debe exhibir como contraria a sus intereses. Y más aún: no lo hace para recuperar aquel lugar centrista y consensual, sino para mostrar las bondades de un equilibrio asimétrico, inclinado agudamente a la derecha.

El nuevo PP es el modo que tiene la derecha de aceptar que el conflicto explícito ha venido a darle forma a la democracia española

Aunque se ha extendido el juicio de que Casado es igual a Rivera, hay elementos para dudar de ello. Rivera es un hijo dilecto, aunque tardío, de la Transición. Habla su idioma y  por eso se entendió con Rajoy, contra el que precisamente Casado se revolvió. Casado parece traer un lenguaje novedoso para España. Quizá su antecedente sea el Aznar de la segunda legislatura. Pero poco más. Lo que ha cambiado es el país. La presencia de Vox así lo atestigua. Algunas de las últimas portadas del ABC con la excusa de la inmigración, también. El nuevo PP es el modo que tiene la derecha de aceptar que el conflicto explícito —merced a una ciudadanía que desde 2003 demanda un lugar contrario a la política cupular de la Transición— ha venido a darle forma a la democracia española.

Verse obligado a abandonar el lugar de la neutralidad para enarbolar un discurso fuerte ideológicamente con el objeto de restaurar la desideologización de la Transición es un contrasentido lógico que, en este caso, también lo es políticamente. La derechización no es más que el síntoma del fin de la operatividad de la despolitización consustancial a la Transición, incluso para conservar su orden.

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Javier Franzé es profesor de Teoría Política en la Universidad Complutense de Madrid.