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DANIEL MELLA/ NARRADOR URUGUAYO

“Escribo para pensar, para darme cuenta de lo que pienso”

Rubén A. Arribas 15/09/2018

<p>El escritor Daniel Mella.</p>

El escritor Daniel Mella.

Editoril Comba

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La historia de Daniel Mella se cuenta casi siempre más o menos de la misma manera. A los veinticuatro años ya había publicado en Uruguay tres novelas –Pogo (1998), Derretimiento (1999) y Noviembre (2000)–, y lo adornaba, por tanto, la aureola de niño prodigio. También un aire de escritor maldito, en sintonía con el tono duro, frío y violento de su literatura, que remitía a Bret Easton Ellis o al Nick Cave más salvaje.

La prensa uruguaya lo había encuadrado en la llamada “generación de los crueles”, junto con escritores unos diez años mayor que él, como Gustavo Escanlar, Lalo Barrubia, Gabriel Peveroni o, su amigo y mentor, Ricardo Henry. El futuro de la literatura de la generación posdictadura parecía estar en sus manos. Sin embargo, lo que vino después fue más de una década de silencio editorial.

En España supimos de Daniel Mella gracias a Lengua de Trapo en 1999. Fue por partida doble. Por un lado, su cuento “Blanco” apareció incluido en la antología Líneas aéreas, que preparó Eduardo Becerra a modo de “guía de narradores hispanoamericanos para el siglo XXI”. Por otro, la editorial madrileña publicó su novela Derretimiento. Desde entonces hasta hoy, poco o nada supimos de aquel autor veinteañero tan prometedor.

Daniel Mella volvió a la escena literaria uruguaya en 2013. Lo hizo con un libro de cuentos, Lava; luego, en 2016, ese regreso se convirtió en definitivo con la novela El hermano mayor. De hecho, ganó dos veces –una con cada obra– el Premio Bartolomé Hidalgo, otorgado anualmente por la Cámara Uruguaya del Libro. El año pasado, gracias a la editorial barcelonesa Comba, aparecieron ambos títulos aquí, y pudimos por fin apreciar el profundo cambio que ha experimentado la literatura de Mella. De todo eso conversamos con él a principios de agosto.

En su libro, varios narradores miden más de 1,90 m, algo que parece remitir a su propia estatura. ¿En qué momento Uruguay perdió un jugador de baloncesto y ganó un escritor?    

Estuvo muy relacionada una cosa con la otra. Yo tenía dieciocho años y estaba en la selección sub-18. Fuimos a jugar un campeonato sudamericano a Bolivia y, a la vuelta, en mi club, habíamos cambiado de director técnico... El técnico nuevo me sentó en el banco, así que me empecé a deprimir y pedí que me cambiaran de club. En esa época, eso significaba estar un año sin jugar; luego, quedabas libre y podías elegir en qué club jugar. En mitad de ese año de no jugar al básquetbol, en el momento pico de mi crisis, escribí Pogo. Agarré, compré un cuadernito y escribí como un diario personal donde, a medida que iba escribiendo, iba inventando cosas. A los cuatro o cinco días ya tenía algo. Y me dije: “A ver, ¿qué es esto?”. Lo pasé a máquina y se lo di a mi profesor de la universidad. A él le encantó, lo llevó a una editorial y ahí ya dije: “Bueno, ¡a cagar con el básquetbol... Esto es lo que realmente me gusta!”.

En 1999 publicó aquí la novela Derretimiento y su cuento “Blanco”, que apareció en la antología Líneas aéreas. Casi veinte años después, ¿qué recuerdo tiene de todo aquello?  

Esos dos libros se presentaban en un congreso de literatura y estuve una semana en Madrid. La editorial, Lengua de Trapo, también presentaba Velcro y yo, del escritor argentino Martín Rejtman. Yo tenía veintitrés años, y era la primera vez que me invitaban a un lugar así. Fue muy raro: yo era muy chico y no había leído a todos los escritores que estaban ahí, como veinte o treinta. Es raro hablar con gente que no te leyó y a la que no leíste.

Era la época de McOndo, toda una época de cambio: Alberto Fuguet, Ray Loriga, Rodrigo Fresán...

Yo era más joven que ellos; tenía como diez años menos o por ahí. Estando en Madrid conocí a Alberto Fuguet. Yo había leído Mala onda, que me había gustado mucho, y tuvimos una charla interesante; pero después no seguimos en contacto. Me gustaba mucho entonces Ray Loriga: Héroes me partió la cabeza; me pareció un hermoso libro. Su escritura me parecía novedosa, muy poética, casi épica. Además, conectaba con el rock y con el vivir intensamente. Yo hubiera querido escribir como él. Es más: estando en Madrid, conocí a un fan de Ray Loriga que tenía una camiseta de Tokio ya no nos quiere, negra, que estaba buenísima, ¡y me consiguió una! Durante mucho tiempo la utilicé. Estaba preciosa.

¿Qué papel desempeñó la figura de Mario Levrero en su vida como escritor?

Primero fue un mito. Primero me llegó su leyenda y, casi al mismo tiempo, me llegaron sus libros: La ciudad, El lugar, París... Ya desde La ciudad, me deslumbró, me cautivó, y me hizo sentir que se puede ser uruguayo y escribir bien. 

¿A qué se refiere con “escribir bien”?

A escribir de verdad, a ser alguien que escribe libros mágicos, hechizantes. A estar comprometido, en cada página, con llevar al lector de viaje, a un viaje inusual. También con ser alguien fiel, casi de manera fanática, al texto que está escribiendo. 

Lo ayudó a publicar, ¿no?

Sí, cuando le di el manuscrito de Derretimiento a mi amigo Ricardo Henry para que lo leyera, le encantó y me dijo: “Se lo tenemos que llevar a Levrero”. Y yo me recagué... Para mí, era como la prueba final: llevárselo a Dios. “Si dice que no le gusta, me muero”, pensé. Levrero me llamó a las dos semanas para decirme que nos juntásemos para charlar del libro. Fui a la casa y me dijo que le había encantado, pero que no lo había podido terminar porque le había hecho sentir mal físicamente... Él se lo recomendó a Trilce, que era la editorial que lo publicaba a él, y Trilce lo publicó. Fue muy generoso conmigo. Nos vimos esa sola vez. 

En Lava hay un cuento que lleva por título una canción de Nick Cave, “Tupelo”. También menciona a este músico y escritor australiano en El hermano mayor. ¿Ha tenido alguna influencia en su escritura?   

Me acompañó mucho en mi juventud. Mientras escribía mis primeros libros, lo escuchaba mucho. Nick Cave es salvaje, oscuro, luminoso, religioso, visionario... Hay como una esperanza extraña en sus canciones, por más oscuras que sean; una cosa espiritual. Me parece un gran escritor. De los letristas del rock, está allá arriba. Escribí toda una novela escuchando el álbum Murder Ballads

¿Cuál?

La destruí: era mala. Pero me divertí mucho escribiéndola: todo pasaba en un pueblito chico, había mucho asesinato, mucha sangre, mucha violencia... La escribí entre Derretimiento y Noviembre

Llama la atención la presencia de la religión mormona en su obra. ¿Dónde colocaría esa influencia en su literatura?

Es la experiencia religiosa que tuve desde niño; es difícil que no sea una gran influencia. Por un momento, le eché la culpa de todos mis males y de ciertas disfunciones en la familia. Haber crecido en una religión que tiene un libro sagrado, El libro del mormón –además de la Biblia–, ha debido de estimularme mucho la imaginación. Me refiero a esto de que un libro signifique tanto, que sea tan poderoso que pueda conformar toda una iglesia a su alrededor, que haya gente dispuesta a morir por él... En parte, me hizo encontrarle un lado misterioso y grandioso a lo que un libro puede llegar a ser. De chico he debido desear escribir un libro así: un libro donde esté la respuesta a todas las preguntas, o donde esté la esperanza para la humanidad entera.

El final de los cuentos de Lava, en general, rompe con la expectativa del lector. El crítico uruguayo Ramiro Sanchiz habla de una poética de la inconclusión. ¿Cómo sabe o decide dónde termina un cuento?

Es una cuestión intuitiva. En realidad, no sé donde va a terminar un cuento: lo voy siguiendo, y el final es cuando sentís que lo que fue prometido al principio se cumplió –sea lo que sea eso que prometiste–, y que ya no tenés más nada que agregarle; que si le pusieras una palabra más, sobraría. Para mí, la escritura es una especie de entidad; la escritura hace sus cosas: se mueve, busca, explora, se desarrolla. Uno es también una entidad que interviene en la escritura, pero el juego es de a dos, por lo menos.

¿Podría ponerme un ejemplo?

Me pasó con el cuento de “Túpelo”. Para lo que yo hubiera considerado bien, terminaba por la mitad; sin embargo, seguían pasando cosas y yo quería escribirlas. Entonces dije: “Manda el cuento”. Y por eso termina cinco o seis páginas después de donde debería. Había ahí una cosa de fidelidad a ese cuento: si ese cuento quería ser el doble de largo, tenía que dejar que fuera así. No sé si es que estoy tan enamorado de la manera de contar de Chéjov, Hemingway, Carver, Cheever o Salinger que cualquier cuento que cierre perfectamente, como un mecanismo de relojería, me parece una ridiculez. El final imperfecto, misterioso o poético permanece más en la mente del lector. Los personajes y la historia tienen permiso para seguir viviendo más allá del cuento y de la página; su vida no era solo para venir a decirme algo a mí.

En “El Lámpara”, el último cuento de Lava, el narrador reflexiona sobre el exhibicionismo y la intimidad. ¿Dónde está la frontera entre lo uno y lo otro cuando se practica la autoficción?

Cuando estoy escribiendo algo que me gusta realmente, siempre siento que es muy íntimo, aunque no esté revelando datos de mi vida así llamada real. Por eso, no me interesa el lector como voyeur: es la contracara del exhibicionista. Quiero que el lector esté metido en la escena, no que la esté mirando como quien ve algo desde el lado del morbo. El morbo no me interesa. Me siento más inclinado hacia lo íntimo. 

Su hermano Sebastián, como Alejandro en El hermano mayor, murió debido a un rayo que cayó en la caseta de playa donde dormía. ¿Por qué eligió la autoficción para hablar de la muerte de su hermano?

No siento que haya elegido la autoficción. Entiendo que existe la autoficción, pero no tengo muy claro qué es y qué no lo es. Mi primera experiencia con Pogo, mi primer libro, fue muy parecida a esta. Ya conocía, digamos, el secreto de que uno puede escribir lo que le pasa e inventar alrededor de eso. Lo que nunca había hecho era escribir a raíz de un suceso puntual, como la muerte de mi hermano. Pero no fue una decisión consciente del estilo “Voy a hacer autoficción”.

¿Y cómo terminó escribiendo así?

Venía escribiendo desde que había muerto mi hermano, pero eso que escribía no era una novela, sino más bien una descarga, un procesar. Un día, como seis meses después de la muerte de Sebastián, me acordé de la mañana en que él había muerto y que mi madre dijo: “¿Por qué habrá muerto él, con todo lo que le gustaba la vida?”. En aquel momento, no dije nada; pero, cuando lo recordé seis meses después, dije: “¿Y qué hubiera pasado si le hubiera respondido: 'Tenés razón, mamá: tendría que haber sido yo'?”. Ahí me di cuenta de que tenía el comienzo de una narración. También me di cuenta de que yo, en realidad, estaba sintiendo una culpa que no admitía en la vida real. Eso me habilitó a escribir todo lo que no pasó, pero podría haber pasado; qué no se dijo y hubiera estado bueno que se dijera cuando murió mi hermano. 

¿A qué se refiere exactamente?

Ayer me escribió una lectora por Facebook para decirme que le había gustado el libro. Ella tenía un hermano que se le había muerto, y se sintió identificada. Al final del mensaje, me decía: “El narrador es un gran hijo de puta”. 

Estoy de acuerdo: dan ganas de matarlo cada tanto. 

Y sí, ese narrador está diciendo todo lo que no se puede decir; todo lo que no se dijo, pero podría haberse dicho... Es tremendo hijo de puta en un punto. Es como un nene caprichoso, y tener que enfrentarse con esa parte de uno es bravo. 

Compite con su hermano muerto, ¿no?

En un sueño que tuve, mi hermano me dijo dos cosas: “No te olvides de todo lo que no te gustaba de mí y acordate de cómo nos divertíamos”. Ahí me di cuenta de que el libro debía tener un lado como de comedia, gracioso. Es un libro, de alguna manera, escrito a cuatro manos; las manos de mi hermano también están ahí. Es un libro escrito tal vez para estar un rato más con mi hermano. Entonces, su espíritu tiene que ver con cómo es el libro. En algún punto, mi hermano me estaba diciendo en ese sueño: “Acordate también de que sos terrible hijo de puta y que tuviste sentimientos oscuros, como cualquiera, y que siempre hubo competencia entre nosotros. No te olvides de eso”.

En la novela, el narrador revisa ampliamente cómo se gestaron sus tres primeros libros: Pogo, Derretimiento y Noviembre. ¿Por qué?  Parecería que no es el lugar más indicado...

El narrador venía hablando de su pesimismo y de su obsesión con la muerte, y de cómo eso estuvo merodeando en su vida y en su relación con la escritura. También es una parte donde compito con mi hermano por el protagonismo. Es uno de los lugares donde me ayudaron sus consejos en el sueño; es una especie de venganza por haberme robado el lugar del hermano mayor (el que se debería haber muerto primero...). Es una manera de decir: “Voy a hablar sobre mí para que el libro no sea solo sobre vos”.

Esos tres libros, según el narrador de El hermano mayor, están escritos desde una dureza de corazón, desde el frío. ¿Es esa la distancia que va entre la primera parte de su obra –más exhibicionista– y esta segunda –más íntima–?

Sí, tiene que ver con eso. Mi periodo de los diecinueve a los veinticuatro estuve muy frío de corazón. Era un frío emocional: estaba enojado, ansioso, tenía el corazón bastante cerrado. Cuando me di cuenta de eso, me avergoncé un poco de esos primeros libros. Sentí que había algo incompleto, limitado, teledirigido. Algo como “La vida es una mierda. Ya está. No hay futuro y todo está mal”. Y así se pueden hacer buenas cosas, pero ese lugar se agota enseguida. Vos mismo te agotás enseguida de mirar la vida de esa manera. El paso del tiempo te da otra perspectiva sobre la vida, la familia, tus padres, sobre todo eso a lo que alguna vez supiste echarle la culpa de todas tus desdichas. Hasta cierto punto, en El hermano mayor, la escritura tendría que empezar a reflejar eso.

Además de la muerte de su hermano, la novela habla sobre muchas otras muertes importantes para el narrador. ¿Qué le ha aportado darle un espacio tan grande a ese tema?

En un principio, tuve el deseo de que escribir El hermano mayor me ayudara atravesar el miedo a mi propia muerte y a la muerte en general. Y casi que me lo propuse: “Voy a usar este libro para curarme”. Luego, me di cuenta de que era demasiado pedirle a un libro; que eso me lo tenía que pedir a mí. Me tomé unos meses de descanso porque no podía acercarme a la computadora. Fue un tiempo interesante para hablar con los muertos: mi hermano, mi abuelo, mis abuelas, mi sobrina, mis amigos... De algún modo, quería que este fuese el libro donde terminara con mi necesidad de hablar sobre la muerte, mi familia, todo eso de lo que venía hablando. Quería que fuera el último libro de un Daniel que yo había venido siendo. 

Lo suyo son los temas espinosos: si tener hijos o no, si seremos capaces de cuidar a la persona con quien envejecemos... ¿Escribe para intentar entender la vida?

Sí, tiendo a procesar ciertas cosas que me pasan a través de la escritura. Escribo para pensar, para darme cuenta de lo que pienso; escribo sobre las cosas que me importan. Si me inquietan los hijos –que ahora ocupan mucho mi cerebro– empiezo a tener imágenes estéticas de eso. También soy muy consciente de mi vida como una historia y de las historias que suceden a mi alrededor. Hace poco tuve una entrevista en la radio y me dijeron: “Vos escribís sobre cosas importantes, ¿no?”. Y me impresionó porque nunca me había parado a considerarlo así... ¿Sobre qué se puede escribir si no? Me interesan mucho la literatura y los temas literarios; pero, literariamente, lo que me interesa tratar es la vida.

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@estoy_que_trino

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