A la espera de investigaciones que den cuenta de los sentidos del voto por Vox, cabe pensar el efecto de esta irrupción en la ya conflictiva relación entre nación y democracia en España

Si algo ha puesto encima de la mesa Vox ha sido un concepto de nación. Justo lo  que la transición no logró resignificar en clave democrática. 

La transición pareció creerse su propio discurso de que la democracia equivale a unas meras reglas del juego “neutrales” en las que todo el mundo cabe. Esto debilitó la creación de sujetos democráticos. Es en buena medida lo que estamos viendo, de Trump a Bolsonaro, pasando por Le Pen, el Brexit y Hungría. Basta cumplir con esas reglas formales para quedar sin más dentro de la democracia.

Pero las reglas nunca son neutrales. Por una parte, porque la democracia –como cualquier otro régimen– es un modo de vida que crea sujetos y establece una relación específica entre estos, la comunidad y el poder político. Por otra, porque el cemento social no está compuesto sólo del material democrático, sino también de la argamasa nacional, comunitaria. Ésta perdura y es transversal a distintos regímenes. Pero no por ser una esencia: se trata más bien de un significado imaginado afectado por el régimen político.

Si la democracia fuera unas meras reglas del juego racionales, universales y humanas, al menos Europa podría ser ya una comunidad política. Pero ni aún queriéndolo puede serlo. Entre otras cosas, por la presencia de las identidades nacionales, que no son sostenidas sólo por los habitualmente identificados como nacionalistas.

En España el discurso despolitizador liberal ha elegido denominar al nacionalismo de matriz castellana “constitucionalismo”. Para éste, el nacionalismo de verdad –asumiendo así que se trata de una identidad vergonzante– es el periférico, el de los otros: vascos, catalanes, acaso gallegos. Para este discurso, ser “constitucionalista” no es tener una identidad, sino una meta-identidad: la democracia como reglas del juego, en la que caben las identidades. Así se autopresenta como moderno y europeo frente a lo otro, un resabio del pasado lindante incluso con la mentalidad franquista.

La transición no encaró la democratización de la idea de nación. Tal es la negación, que el problema es denominado “cuestión territorial”. Territorial, como si se tratara de un asunto administrativo de límites, provincias o fronteras. El concepto de nación presupone la voluntad política de ser comunidad. Problemas territoriales tienen las naciones. Si no, se llama de otro modo: identidad nacional.

A tal punto la idea de nación no fue democratizada que el propio discurso de la transición traza su frontera política –nunca mejor dicho– en la potencial recaída en el cainismo de la guerra civil. En efecto, si el orden del 78 se trastoca, la vida colectiva puede caer en el Estado de naturaleza fratricida. Lo ha dicho Casado: “La Constitución no se toca”. Toda una confesión de fragilidad política.

Hoy parece haber tres ideas fundamentales de nación en el mapa político español. La autodenominada “constitucionalista”, que comparten PP y PSOE, éste último con un matiz federalista en algunos casos. Los cimbronazos internos del PSOE a raíz de este asunto evidencian la profundidad del problema. La otra sería la del llamado nacionalismo histórico o periférico, que va desde la nación de naciones —y ahí confluye con la izquierda del PSOE— a la idea de independencia, pasando por formas de libre asociación, soberanismo no puramente nacionalista y autonomismo. Muchas incluyen el derecho a decidir (más del 70% de catalanes lo quieren, aunque no más del 49% desea la independencia). Y, finalmente, ha aparecido una idea de nación explícitamente anti-autonómica y centralista, estatalista y esencialista, anticontractualista y castellana: la de Vox, no ajena a ciertas bases del PP y de Ciudadanos. El carácter estatalista de Vox le permite anudar dos elementos intuitivamente alejados: un concepto tradicionalista de nación y el neoliberalismo. En efecto, el neoliberalismo –como han mostrado Laval y Dardot– no cree en el mercado como fruto de la naturaleza, sino como construcción estatal de condiciones de competencia y de sujetos adaptados a ésta.

El desencuentro entre democracia y nación en España no es un problema exclusivo del ‘régimen del 78’ De hecho, la cuestión catalana se desbocó con el rechazo por parte del PP del Estatut promovido por Zapatero. Entre los partidos nuevos, Ciudadanos ha repetido el ademán de UpyD. Podemos sí ha producido resignificaciones de lo nacional asociando patria a lo público y al Estado de Bienestar, pero se ha mostrado más cómodo criticando el nacionalismo españolista que produciendo un nuevo horizonte general capaz de integrar la cuestión catalana. Tampoco se trata de mentar el significante “constituyente”, como gusta cierta izquierda, como si portara per se la solución de todos los males. De una constituyente puede resultar la abolición de las autonomías, como propone Vox.

En España está en juego la reunión de democracia y nación. Quizá la recurrente pregunta por “el encaje de Cataluña/País Vasco en España” no sea más que el modo de interrogarse por el encaje entre nación y democracia en España. La democracia moderna no ha podido prescindir de la idea de nación, no por ésta en sí, sino porque una democracia sin demos no es posible, pese a los esfuerzos despolitizadores. Incluso cabría preguntarse si la democracia puede desembarazarse hoy de una idea de nación libre de toda sustancialidad. (La propia democracia y los derechos humanos se legitiman, en pleno siglo XXI, presentándose como esenciales a lo humano.) Si esto es así, el problema es de grado: no es que queramos vivir juntos porque simplemente preferimos unas reglas del juego asépticas. Hay algo más. Ese algo más no es un añadido, ni un residuo, ni una esencia. Sí algo clave, pero no necesariamente un ser eterno que acabe doblegando a la propia democracia. En la negociación de esos sentidos radica hoy el desafío y la democraticidad de nuestra democracia.

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Javier Franzé es profesor de Teoría Política, Universidad Complutense de Madrid.