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La segunda fase del #MeToo: una agenda legislativa bien definida

El rechazo a creer a las mujeres que han sido agredidas sexualmente ha condenado a millones de ellas a una vida de vergüenza y silencio

Rafia Zakaria (The Baffler) 2/01/2019

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Lejos, muy lejos de la sala de conferencias recubierta de roble que alberga al Comité Judicial del Senado de Estados Unidos, compuesto por un panel de obstinados hombres blancos, se encuentra Pakistán. Una de sus leyes fue obra de un general homicida. La Ordenanza contra el Delito de Zina (Aplicación del Hudud) de 1979 estipulaba, entre otras cosas, que un violador solo podía ser condenado si cuatro testigos masculinos testificaban que el acto de penetración no había sido consentido. Si la superviviente de una violación se presentaba sin estos cuatro testigos, podía ser considerada una mentirosa y ser acusada de fornicación o adulterio. Una mujer que fuera juzgada por mentir sobre una violación podría ser encarcelada, multada y azotada 30 veces.

Aunque la Ordenanza Zina (que ha recibido críticas por parte de académicos islámicos por la imprecisión de su contenido) solo tiene efecto en los tribunales de la sharía del lejano Pakistán, los miembros del partido republicano que forman parte del Comité Judicial del Senado han demostrado compartir sus principios, en cuanto a la presentación de pruebas y la protección de los hombres acusados. El 2 de septiembre, una mujer sola, la Dra. Christine Blasey Ford, se vio atrapada por el asfixiante procedimiento que rige las normas del Senado y las preguntas de la acusación. Su credibilidad fue destripada y acorralada, y su historia [denunció al juez Brett Kavanaugh por abuso sexual] diseccionada y puesta en duda por el simple hecho de no tener testigos. Aunque ninguno de los interrogadores republicanos lo dijera expresamente, parecía como si solo el testimonio de cuatro testigos hombres de buena conducta podía contar como prueba creíble para la mayoría de hombres republicanos del Comité Judicial del Senado.

Ford se presentó sin ellos. En consecuencia, se la consideró una “mujer confusa” a la que puede que alguien, en algún lugar y en algún momento hubiera violado, pero no era el hombre que ella señalaba con el dedo, con un cien por cien de seguridad.

De acuerdo con el código del derecho innato masculino, que lubrica desde hace tiempo las carreras profesionales de los miembros estirados y aptos para el poder de la camarilla republicana del Comité Judicial, una mujer que no presente pruebas que ellos consideren aptas solo es una mujer que quiere mancillar a un hombre, o lo que es lo mismo, a uno de los suyos. Y por eso Ford fue metafóricamente azotada, sus verdades analizadas hasta el punto de encontrarlas insuficientes y su sufrimiento público reducido a un espectáculo televisado.

Se supone que no tenía que ser así. Antes de la audiencia, las feministas, que llegaban fortalecidas por las cabezas rodantes de los depredadores sexuales que el movimiento #MeToo había sacado a la luz, confiaban en esos éxitos para que la causa contra Ford fuera diferente: menos rabiosa en su exigencia por obtener pruebas indiscutibles y menos alegre frente a la perspectiva de que su narración fuera considerada finalmente insuficiente. Christine Blasey Ford no sería tratada como Anita Hill, que denunció al futuro juez Clarence Thomas por acoso sexual. En esa ocasión, las palabras de una mujer no habían sido suficientes, pero eso había sido entonces, antes de que el #MeToo consiguiera que las mujeres compartieran sus experiencias sobre cómo ellas soportan la depredación masculina, cómo han sido silenciadas, cómo sufren, y antes de que las mujeres empezaran a ganar batallas contra los hombres que las han herido y acosado.

Pero ahora sabemos que seguimos en el antes. Aquellos acontecimientos (el desenlace ridículamente riguroso de la audiencia en sí, las artificiales palabras de preocupación que emitieron los senadores momentos antes de lanzarse a defender con pasión al “hombre que tanto había sufrido”) demostraron lo poco que hemos avanzado. Aquí no había ningún mundo diferente, tan solo el de siempre, en el que la palabra de una mujer nunca tuvo más peso que la palabra de un hombre.

El movimiento #MeToo posKavanaugh tendrá que ser plenamente consciente de esta desalentadora verdad, entre otras cosas porque el hombre que no ha perdido su credibilidad después de despotricar sin contemplaciones y encubrirse bajo juramento, bien podría ser quien tuviera la última palabra sobre el devenir de la ley estadounidense durante las próximas décadas. Ahora bien, irónicamente, la ley es la que puede proporcionar socorro y un sentimiento de encauzamiento futuro. Hasta el momento, el movimiento #MeToo ha impartido justicia mediante la rabia filtrada de la opinión pública, el cambio cultural y la crítica social. El miedo a proteger acosadores, violadores y depredadores ha llevado a que se produjeran dimisiones y abandonos, y ha convertido a Hollywood en un valle plagado de carreras arruinadas y estrellatos extinguidos. La primera fase del #MeToo ha sido irregular, pero feroz.

Ha llegado la hora de entrar en la segunda fase. La estrategia utilizada de cambiar el rumbo de la opinión pública para producir una transformación cultural es una herramienta útil pero aún imprecisa, que depende de la fuerza y las circunstancias para conseguir sus objetivos. La ley es justo lo contrario: es precisa y concreta, es directa y específica. Las defensas improvisadas del #MeToo no han incluido una agenda legislativa bien definida. Eso tiene que cambiar en la época posKavanaugh. La ley debería obligar a todos los nominados para la judicatura federal a someterse a una exhaustiva investigación independiente. El actual proceso incluye una investigación personal, además de una verificación de antecedentes por parte del FBI. Sin embargo, el Gobierno de Trump ha sido un caso práctico de lo que sucede con las investigaciones que se inician por motivos políticos. Tendría que existir una ley que obligara a realizar investigaciones independientes, llevadas a cabo quizá por un jurado legislativo compuesto por investigadores profesionales con autoridad para solicitar asistencia a las autoridades federales. Esto ayudaría a crear una tradición de investigaciones judiciales que fuera más allá de la superficial verificación de antecedentes y que tuviera en cuenta las acusaciones de acoso y prácticas predatorias de los nominados. Los boicots de consumidores pueden servir para desbancar a los superseñores corporativos, pero hacen falta sanciones legislativas para garantizar que la hermandad de machotes que domina el sistema burocrático no sigue encubriendo a los depredadores. Como mínimo, el sistema actual de verificación de antecedentes gestionado por el poder ejecutivo debería ser revisado para indagar si un candidato posee un historial de agresiones sexuales, maltrato o acoso.

El rechazo a creer a las mujeres que han sido agredidas sexualmente, junto con las superficiales e hipócritas exigencias de los dirigentes de derechas por aportar pruebas y más pruebas, han condenado a millones de mujeres a una vida de vergüenza y silencio. Si queremos liberarlas y terminar con los espectáculos al estilo de Kavanaugh, que utilizan el dolor y la persecución de las mujeres para diseccionarlas y ridiculizarlas, entonces el movimiento #MeToo debería forzar una redefinición legal de lo que supone una “prueba” en los casos de agresión sexual. Se han descartado estándares menores de evidencias porque los hombres tienen miedo de que se produzcan denuncias falsas. Lo extraño es que esta preocupación por la inocencia nunca ha sido una prioridad para los republicanos cuando se ha tratado de personas de clase baja condenadas injustamente, incluso cuando existe el riesgo de que haya reclusos inocentes en el corredor de la muerte.

No obstante, si dejamos de lado esta descarada hipocresía en la aplicación de la  ley, la manera de evitar injusticias reside en una investigación más minuciosa de la prueba. Un “juicio simulado” al estilo de Anita Hill y Christine Blasey Ford es la peor manera de proceder. Sea como sea, el sistema judicial tiene que cambiar y reestructurarse para que se preocupe ante todo por proteger a todas las mujeres inocentes, y también a todos los testigos que han aportado pruebas creíbles y graves y han salido perjudicados. De todos modos, es difícil imaginar que algo así pueda suceder cuando se elige a tipos enfadados y agraviados como Clarence Thomas y Brett Kavanaugh para que sean los árbitros de la justicia.

Una ley como la Ordenanza Zina de Pakistán, que imagina a cuatro testigos masculinos mirando atentamente, pero que no intervienen en la violación, y exige ese requisito como prueba necesaria para actuar contra el autor del hecho, parece algo extraño, y hasta absurdo, sobre el papel. Es el resultado de imaginar la agresión sexual forzosa como un acto público, en lugar del acto privado que casi siempre es. Sin embargo, seguir insistiendo en que la agresión sexual pueda contar con testigos, y obligar a que cuente con ellos, es un hecho que estuvo presente durante la audiencia contra Kavanaugh tanto como en cualquier tribunal de Karachi, en el que se declara insuficientes a las acusaciones de violación por el mismo motivo.

Esta insistencia en conceptualizar la violación como un acto público ha cosido y sellado los labios de millones de mujeres en el mundo. Es esta misma insistencia la que ha permitido que los caducos payasos del Comité Judicial del Senado redujeran el acto de valor de una mujer a una simple nota al margen que se puede omitir fácilmente del esfuerzo conjunto por elegir a un presunto agresor sexual para la Corte Suprema de los Estados Unidos.

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Rafia Zakaria es la autora de La mujer de arriba: una historia íntima de Pakistán (Beacon, 2015) y Velo (Bloomsbury, 2017). Es columnista de Dawn en Pakistán y escribe con asiduidad para Guardian, Boston Review, The New Republic y The New York Times Book Review.

Este artículo se publicó originalmente en inglés en The Baffler.

Traducción de Álvaro San José

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Rafia Zakaria (The Baffler)

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