Cuando me preguntan sobre feminismo me entra –no sé si es la palabra indicada– un cierto “pudor” a la hora de responder. Soy consciente de que entro en un terreno movedizo, en el que se mezclan sentimientos ambivalentes, en particular la sensación de que los hombres hacemos relativamente poco por la causa de la igualdad. Y esto me retrotrae a los años vividos durante la transición, mis dieciocho años, en los que un nuevo movimiento feminista emergía con poderío en la escena política y algunos hablaban de ese mayo del 68 venido tardíamente a la España antifranquista. Lo que sí sé es que a muchos de nosotros nos transformó: en la forma de relacionarnos con nuestras amigas y compañeras, más humilde y respetuosa; sabiendo que teníamos que escuchar y que aprender.   

Se trataba de nuestro personal y particular aprendizaje en la igualdad y eso conllevaba una tensión interna que se manifestaba en enfrentarnos a tomas de postura sobre asuntos novedosos para nosotros: la homosexualidad, el deseo, el placer enfocado en una sexualidad que desde el bando femenino cuestionaba la mera satisfacción del placer masculino y descubría nuevos modos de sentir el propio cuerpo. 

Fueron años en los que aprendimos que lo personal es político. Años intensos, de tensión e incluso de confrontación entre géneros, en parcelas que afectaban a nuestra cotidianidad.  Probablemente hablo más de vivencias personales que de un fenómeno con trascendencia política como tal. No lo sé, pero quiero creer que un grupo de jóvenes, desde algunas formaciones de la izquierda radical (otras no, eran muy cuadriculadas y machistas), cuestionamos nuestra educación y perseguimos, en paralelo al aprendizaje político, nuestra propia transformación personal. 

Ha pasado mucho tiempo, esa tensión decayó y, en este resurgir de una nueva generación de mujeres luchadoras, pienso que la sensibilidad forjada en esos años dejó un poso que me ha permitido manejarme por la vida con un mayor respeto a las diferencias personales. Los hombres deberíamos dejarnos contagiar y ser conscientes de que debemos hacer propia la lucha contra las discriminaciones –que más allá de lo jurídico persisten en la vida cotidiana bajo modelos culturales y prácticas sociales– como factor de enriquecimiento personal, de crecimiento en dignidad y autoestima.

Ahora, con estas jornadas, tenemos una gran oportunidad. Cuánta riqueza y diversidad. Queridas lectoras, suscriptoras, inscritas y ponentes de estas jornadas. Gracias por poner a Zaragoza en el centro del debate feminista. 

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Pedro Santisteve es alcalde de Zaragoza.