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Solo los árboles tienen majestad. Las banderas son trapos.
Carlos Oroza
Uno de los supervivientes –aunque no en la militancia– de aquel comité central del PCE que se reunió por primera vez de forma pública en abril de 1977, apenas cinco días después de la legalización del partido, me contó no hace mucho cómo se había decidido la aceptación de la bandera bicolor monárquica. El hecho es sobradamente conocido, pero tal y cómo me contó las circunstancias, tiene su gracia. “Estábamos en plena reunión y le llegó un aviso a Carrillo. Tenía que personarse de forma urgente en Moncloa. ‘Seguid y vuelvo en cuanto pueda’. No tardó más de hora y media, y cuando llegó nos dijo: ‘Tenemos que aceptar la bandera monárquica sí o sí. Hay riesgo de un golpe de estado'”. ¿No se discutió?, pregunté a mi confidente. “No solo no se discutió sino que salimos todos, mundo adelante como apóstoles, justificándolo”, sonrió. Al día siguiente, Carrillo y su plana mayor daban una rueda de prensa presidida por dos banderas, la bicolor (supongo que de diseño indeterminado, puesto que todavía no se había fijado la enseña constitucional) y la del PCE. Probablemente ni Carrillo ni ninguno de aquellos militantes creerían que cuatro décadas después todavía seguimos empeñados en esas disputas. O peor todavía, que hemos vuelto a ellas. Y que la respuesta de parte del progresismo, sea reivindicar otra manera de ver la patria como dique de contención ante las viejas banderas victoriosas que están de vuelta.
La función primigenia de las banderas era que los jefes distinguiesen a los suyos de los de los contrarios en medio de las refriegas y los enviasen a morir o a retirarse para dejarlo para mejor ocasión, y para que los muertos o candidatos a serlo supiesen exactamente por quién lo hacían. Exactamente el mismo uso que la de los paraguas de los guías turísticos o las indicaciones de “está Vd. aquí” en la señalética. Que alguien considere que es un honor morir envuelto en una bandera, o por sus colores, está en su derecho, aunque en realidad, suelen preferir que los demás tengan el honor de morir por la suya, y poner todo su empeño en ello. Es curioso además el apego a un símbolo que solía cambiar según el capricho del que en su momento mandaba. Las insignias del reino eran los que cada monarca se traía y se llevaba. De los últimos dos mil años, los habitantes de la Península han matado y se han dejado matar por las enseñas de los señores de turno, y como mucho los últimos doscientos han identificado como propia la rojigualda. Recuerdo que de pequeño me enseñaron que la bandera española era gualda (ese color que en el resto de las cosas es el amarillo) por el oro o la riqueza de España y roja por la sangre derramada. Ahora resulta que la escogió Carlos III a finales del siglo XVIII para distinguir a los barcos de “Mi Armada Naval” (sic).
Las generaciones más jóvenes asocian esa combinación de colores un tanto rechinante –admitámoslo, al fin y al cabo era para que resaltasen en alta mar– a los éxitos de la selección de la Real Federación Española de Fútbol. A los no tan jóvenes les trae recuerdos cuando menos ambivalentes, y a los definitivamente ancianos, unos la asocian a las libertades y a los familiares que perdieron, y otros a todo lo que ganaron, además de la guerra. El sentimiento de pertenencia es libre, pero el hecho real es que, a diferencia de lo que ocurrió en buena parte de las naciones de nuestra liga, en esos doscientos años, salvo un pequeño lapso alrededor de 1812, la enseña naval de Carlos III, adoptada después por el ejército, fue usada casi siempre en prácticas non sanctas: guerras coloniales o de exterminio del rival interno.
Lo mismo pasa con el concepto “patria”, objeto también de una tímida reivindicación por parte de ciertos sectores de la izquierda, ansiosos de quitarse la mancha infamante de amigos con derecho a roce de los secesionistas, o necesitados también de encontrar unas referencias decentes. El primer intento de entronizar aquello del patriotismo constitucional lo protagonizó Rodríguez Zapatero, hasta que lo engulló el patriotismo de toda la vida. Zapatero, o quien sea que se lo había sugerido, retomaba la teorización que había hecho en la posguerra el jurista alemán Dolf Sternberger, difundida sobre todo por Habermas. La diferencia es que, después del horror del nazismo, la sociedad alemana no podía poner los cimientos del nuevo sentimiento de pertenencia en la nación, y quiso hacerlo en otra serie de valores. Pero Alemania pudo hacerlo porque ajustó cuentas con su pasado y lo sepultó. Aquí la Constitución fue lo que surgió mientras el viejo mundo desaparecía y el nuevo emergía, sin que al final sucediese ni lo uno ni lo otro. El Día Nacional en España ni siquiera es el de la aprobación de la Constitución, sino ese 12 de octubre que no sabemos muy bien como llamar sin que dé un poco de vergüenza.
La primera vez que se habló aquí de patria fue precisamente en 1812, en las Cortes de Cádiz, que es más o menos cuando se entiende que surge España como nación, por mucho que Superlópez Abascal o el extinto Mariano aseguren que cuando llegaron los romanos ya había España y españoles y mucho españoles. Sin embargo, la patria como concepto decimonónico de comunidad de hombres libres no tuvo aquí demasiado recorrido y acabó siendo un lema que presidía los acuartelamientos y un sentimiento obligatorio (Como decía Jardiel Poncela, la dictadura es el sistema de gobierno en el que lo que no está prohibido es obligatorio). Pero además de la contaminación semántica del concepto, hay un error de partida por parte de los neopatriotas de buena fue, que es el considerar que la desafección de parte de los ciudadanos hacia el concepto-kit patria/España su sustenta única o principalmente en lo identitario.
Las naciones americanas, del norte o del sur, no nacieron por un problema de identidades. No tenían una religión distinta en la que refugiarse frente a la impuesta, ni unas fronteras históricas que reivindicar, ni pretendían ni mucho menos preservar el aymará o el guaraní, ni constituían –con la excepción de los mapuches y poco más– una comunidad originaria que quisiera recuperar el dominio de su territorio expoliado por el invasor. No se hicieron peruanistas o sintieron la llamada de la ecuatorianidad en un momento dado. La chispa que prendió la independencia norteamericana fue algo tan poco épico como la protesta por unos impuestos al té y otros artículos de primera necesidad. Simplemente, con todo el apoyo popular que se quiera, fueron rebeliones de unas clases dirigentes cultivadas que consideraron que les iba a ir mejor si lo suyo lo administraban ellos.
Trasladándonos al hoy y aquí, como no me quiero meter en el berenjenal de las cuentas Cataluña-Resto peninsular, simplemente decir que las estructuras de comunicación radiales y el efecto sede (aunque moleste a gente como Javier Marías, por la profusión de manifestaciones en la capital) han hecho que la de Madrid haya sido la comunidad que más se ha beneficiado de la descentralización autonómica desde que se instauró el invento. Y a lo mejor es que en Santiago o en Valencia quieren escoger ellos a quienes se le adjudica la obra pública, y que no se decida en el Palco del Bernabéu. O que los afectados de EREs están hartos de que la oferta final cuando no es la calle sea el traslado a Madrid. O que algunos sectores productivos prefieren confiar en sus propias fuerzas negociadoras en Europa que seguir formando parte de una cesta múltiple de intereses. En resumen, las sociedades de los distintos territorios tienen y han tenido siempre unos intereses determinados, a veces opuestos a los de otras. Unas se dotan más o menos de herramientas para defenderlos y otras no tanto, o les viene bien.
Ante el regreso de las viejas banderas victoriosas las aportaciones teóricas del progresismo más imaginativo deberían ir más en el sentido de elaborar alternativas que calentar paños. No tiene demasiado sentido ahora debatir si el PCE de 1977 hizo bien o no entonces aceptando el pulpo bicolor como animal de compañía. Lo que sí es cierto es que rápidamente pasó página, y desde hace bastante en esos ambientes no se suelen prodigar las enseñas monárquicas, con todo lo constitucionales que sean. Supongo que porque enseguida llegaron a la conclusión de que los consumidores de banderas y de patriotismos suelen preferir el original a la copia.
Solo los árboles tienen majestad. Las banderas son trapos.
Carlos Oroza
Uno de los supervivientes –aunque no en la militancia– de aquel comité central del PCE que se reunió por primera vez de forma pública en abril de 1977, apenas cinco...
Autor >
Xosé Manuel Pereiro
Es periodista y codirector de 'Luzes'. Tiene una banda de rock y ha publicado los libros 'Si, home si', 'Prestige. Tal como fuimos' y 'Diario de un repugnante'. Favores por los que se anticipan gracias
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