TRIBUNA
Lo queer como respuesta
Queer es un término liminal e incómodo. Ya nació así, evasivo. Su punto de partida son los deseos y las identidades de género no normativas, pero con los años ha trazado complicidades con otras intersecciones
Isaias Fanlo 16/01/2019
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Cada paso adelante en el ámbito de los derechos de la ciudadanía, por pequeño que sea, suele implicar décadas de protestas, de esfuerzos y de activismo. Y sin embargo, qué fácil resulta olvidar cuánto nos costó llegar donde estamos. Las palabras de Javier Maroto, político homosexual, celebrando el pacto de su partido con una extrema derecha que no vacilará a la hora de retirarle el matrimonio igualitario, son indicativas del serio problema de memoria que tenemos como sociedad, así como del egoísmo alarmante y cortoplacista de un buen número de individuos, en nuestro sistema neoliberal. Es aquello de “a mí no me va a tocar”, que llevó a parte de la comunidad judía a apoyar a Adolf Hitler, o a numerosos latinos, afroamericanos y gays a decantarse por Donald Trump en las últimas elecciones en los Estados Unidos.
Olvidamos fácilmente, pero hay algo más. La frontera entre lo que la sociedad acepta y lo que considera inmoral va cambiando según la época. Hoy en día, ser gay o lesbiana, estar fuera del armario, ya no es algo necesariamente revolucionario. No en nuestro país; no en el ámbito urbano. De hecho, el mencionado matrimonio igualitario y el derecho a la adopción han puesto de manifiesto que dentro de la subcultura gay-lésbica también existe un cierto grado de conservadurismo. En el mundo gay vemos plumofobia, rechazo a las relaciones afectivas y eróticas que vayan más allá de la pareja convencional, prejuicios a las personas que viven con VIH, transfobia, racismo, menosprecio hacia determinadas relaciones interraciales o intergeneracionales… Definitivamente, mostrarse como lesbiana, pero sobre todo como gay, ya no implica, de manera automática, un acto de reivindicación social. Hoy en día, se puede ser gay y encajar sin problemas en la normatividad; de hecho, en nuestra sociedad es lo que suele suceder. La identidad gay normativa ha acomodado sus privilegios sobre siglos de lucha activa contra la discriminación, sobre un activismo que, poco a poco, empezamos a olvidar. Y esto abre una grieta dentro de la comunidad.
La identidad gay normativa ha acomodado sus privilegios sobre siglos de lucha activa contra la discriminación, sobre un activismo que empezamos a olvidar
¿Pero somos, realmente, una comunidad? ¿Qué tienen en común el mencionado Javier Maroto con, por nombrar a alguien, Carla Antonelli? ¿Una vivencia del deseo, una identidad de género? El término LGTBQ+ parece un paraguas capaz de albergarnos a todas, y sin embargo, es posible que la acumulación de etiquetas empiece a quitarle razón de ser al acrónimo. La suma indiscriminada de siglas ha acabado transformando el término en una especie de monstruo capaz de fagocitarlo casi todo –probablemente, a excepción del hombre blanco, cisgénero y heterosexual de clase media-alta: el tradicional paradigma del privilegio, vamos–.
Personalmente, hace tiempo que tengo claro que no es lo mismo ser gay o lesbiana que ser queer. Dicho de manera simple: podríamos decir que ser gay, básicamente, es ser un hombre que desea a otros hombres y que lo hace fuera del armario (y ser lesbiana, lo mismo pero con mujeres). La identidad trans, en cambio, no se cimienta en el deseo erótico sino en un género que desafía el sexo biológico asignado al nacer. Hace unas semanas, por ejemplo, coincidí con mi amigo David, un hombre trans gay, en el estreno de la última película de otro amigo, T, que también es hombre trans, pero en este caso heterosexual –de hecho, está casado con una mujer maravillosa, y comparten la educación de sus dos hijas: una familia que pasa, sin problemas, por tradicional.
A mí me gusta el término “queer”. Ser queer implica una actitud de inconformismo hacia la heteronorma, y también hacia esta homonorma de nueva cuña; implica ver que hay muchas luchas vigentes y que el matrimonio igualitario no supone el final del camino, ni a nivel legal, ni por lo que respecta a igualdad social; significa ser crítico respecto al capitalismo y el régimen neoliberal que beneficia a los que tienen poder (adquisitivo y social) a costa de perjudicar y de precarizar a otros individuos; exige una lucha activa contra la transfobia, la serofobia y la plumofobia que todavía existen en nuestra sociedad; invita a luchar codo a codo con otros colectivos minorizados, y a menudo también invisibilizados.
Hay que decir que la palabra “queer” tiene bastantes detractores. Se la ha criticado por no ser precisa, y desde luego, si pensamos en la taxonomía facilona que nos ofrecen las políticas identitarias tradicionales, la afirmación resulta cierta. ¿Pero esto, en el mundo líquido y fluido en el que vivimos, es necesariamente malo? También hay quien dice que la palabra nos es lingüística y culturalmente ajena, y sí, también es cierto. Y sin embargo, una lengua viva se alimenta de términos y expresiones de otras culturas, las digiere y las incorpora. Dicho de otra manera: si no tenemos problemas en tomarnos selfies, hablar del lífting que tal millenial se ha hecho, y participar en flashmobs, pero en cambio fruncimos el ceño a la hora de hablar de lo queer, el problema no está en el anglicismo, sino en nuestro recelo respecto a lo que significa ser queer.
Lo queer difícilmente va a encontrar una traducción satisfactoria. Algunos teóricos culturales, dentro del ámbito del latinoamericanismo, han adoptado el neologismo “cuir”, pero la cosa no ha acabado de cuajar, al igual que los intentos de pensadores como Ricardo Llamas de hablar de “lo torcido”. Teóricos y activistas como el desaparecido Paco Vidarte hablaron de “lo marica”, término que tendría una trayectoria de apropiación léxica similar a lo queer, pero lo marica está demasiado vinculado al mundo gay masculino, y deja de lado al resto de identidades que se aglutinan dentro de lo queer. Otra alternativa, vinculada a los espacios de pensamiento surgidos del 15M, es “Transmaricabollo”, pero es una palabra poco práctica, por extensa. ¿Entonces, por qué no lo dejamos en “queer”?
Vivimos en un mundo globalizado en el que las palabras fluyen de cultura en cultura. Un neologismo, al final, es una incursión en la frontera de lo que somos. En un contexto global, el activismo y la cultura queer nos obligan a pensar en tensiones y dinámicas internacionales, en neocolonialismos derivados del capitalismo, en la dinámica de opresión de los Nortes contra los Sures. Sólo hace falta leer al chileno Pedro Lemebel o al argentino Néstor Perlongher para entender a qué me refiero.
“Queer” es un término liminal e incómodo. Su punto de partida son los deseos y las identidades de género no normativas, pero con los años ha trazado complicidades con otras intersecciones
“Queer” es un término liminal e incómodo. Ya nació así, evasivo, y cuesta de fijar. Su punto de partida son los deseos y las identidades de género no normativas, pero con los años ha trazado complicidades con otras intersecciones. En los Estados Unidos, por ejemplo, se estudia la negritud queer, o lo queer latino (incluso lo queer blacktino): nombres como Gloria Anzaldúa, Cherríe Moraga o Essex Hemphill se sitúan en estos cruces interesantísimos, y esta manera de pensar, creo, no va a tardar a llegar a nuestra propia cultura. Ser queer implica un posicionamiento crítico con el sistema, una manera de ser, de pensar y de convivir en el mundo. Ser un hombre que se va a la cama con otros hombres no te hace queer (te hace gay, bisexual, homosexual, como Maroto). Ser queer es algo más: implica cuestionar la dinámica entre centro y periferia, pensar en los mecanismos sociales que hacen que algunas personas tengan privilegios y otras no.
En esta Europa donde la extrema derecha va ganando territorio (y donde incluso hay homosexuales que lo celebran), pensar y actuar desde lo queer, desde la frontera, se está convirtiendo en algo necesario, en un acto de responsabilidad ética. Unir fuerzas con nuestras hermanas feministas y racializadas, para alzar las voces de la periferia y reivindicar una sociedad verdaderamente plural, en la que no haya lugar para manadas, para ataques racistas ni para agresiones homófobas como la que acaba de tener lugar en el metro de Barcelona. Nos preguntamos qué se puede hacer para frenar el avance de la extrema derecha; quizá la respuesta venga de las preguntas, de las incomodidades, y de la presión ética que se formula desde el ámbito de lo queer.
Cada paso adelante en el ámbito de los derechos de la ciudadanía, por pequeño que sea, suele implicar décadas de protestas, de esfuerzos y de activismo. Y sin embargo, qué fácil resulta olvidar cuánto nos costó llegar donde estamos. Las palabras de Javier Maroto, político homosexual, celebrando el pacto de su...
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Isaias Fanlo
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