Análisis
El sol de España no nace en el Esequibo
En una campaña electoral reñida y acre como pocas, parece que vamos a seguir oyendo hablar de ‘Venezuela’ por lo menos durante una buena temporada
Àngel Ferrero 20/03/2019
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Se sorprendía Vicenç Navarro de que en el Latinobarómetro de 2007 del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) el a la sazón presidente de Venezuela, Hugo Chávez, fuese el líder peor valorado del continente (1,27) por detrás del entonces presidente de EE.UU., George W. Bush (1,99), de Colombia, Álvaro Uribe (4,40), o México, Felipe Calderón (4,10). Navarro atribuía estos resultados a la cobertura desfavorable de Venezuela en los principales medios de comunicación y señalaba que, de los cuatro diarios más importantes de España, en el período 2008-2009 hubo hasta 37 artículos de opinión contrarios al gobierno venezolano y ninguno favorable al mismo, una cobertura que, huelga decirlo, aportaba abundante munición a la derecha. Fast forward al año 2019. Venezuela no sólo se ha instalado firmemente en el discurso político español, sino que parece haberse convertido en uno de los principales temas de la campaña de las próximas generales, uno con el que, como es notorio, la derecha espera desgastar al PSOE aprovechando la crisis política que sacude al país latinoamericano.
Casi 7.000 kilómetros separan en línea recta Caracas de Madrid. Según cifras oficiales de 2018, en España residen 91.228 venezolanos, una comunidad inferior en cifras a la marroquí (682.515), la china (183.837), la colombiana (160.111), la ecuatoriana (140.032) o la ucraniana (99.108). Estos son sólo un par de datos que ayudan a poner en perspectiva el papel sobredimensionado que Venezuela ha llegado a ocupar en la política española. Por supuesto, la cosa cambia si este espacio se mide con parámetros ideológicos. Las políticas que el bolivarianismo impulsó a nivel nacional y regional han servido de inspiración para buena parte de una izquierda mundial que carecía de puntos de referencia tras la desintegración del campo socialista en los noventa. Además, la derecha española y sus patrocinadores no sólo mantienen intereses en Venezuela que las políticas socialistas del gobierno ponen evidentemente en riesgo, sino también numerosos lazos de solidaridad de clase con la derecha venezolana, que ha hecho de Madrid, y más en concreto de su mercado inmobiliario, el destino favorito de sus grandes fortunas. Miguel Ángel Capriles, familiar del político opositor Henrique Capriles, dirige por ejemplo el grupo inmobiliario Gran Roque.
Así las cosas, en su escalada verbal, y a propósito de Venezuela, hemos visto estas últimas semanas a Pablo Casado llamar “cobarde” al presidente del Gobierno de España, a quien ha acusado de “agasajar a dictadores sanguinarios” y de “someterse a Podemos” a la hora de decidir su política exterior, y otros cargos del Partido Popular, como su secretario general, Teodoro García Egea, han hecho declaraciones del mismo tenor. Uno de los puntos álgidos de esta ofensiva, aún en curso, fue cuando Esteban González Pons, diputado en el Parlamento Europeo por el PP, decidió ir un paso más allá y llevar la campaña al propio territorio venezolano. Lo hizo creando ad hoc y a toda prisa una comisión de eurodiputados formada por los españoles José Ignacio Salafranca Sánchez-Neyra y Gabriel Mato Adrover, la holandesa Esther de Lange y el portugués Paulo Rangel. El viaje era desde luego una apuesta segura: aunque el motivo declarado de la delegación del Partido Popular Europeo (EPP) era reunirse con Juan Guaidó, su previsible expulsión del país sirvió igualmente a sus intereses propagandísticos. Días después González Pons se reunió finalmente con Guaidó en la ciudad colombiana de Cúcuta, en la frontera con Venezuela.
Casado ha exigido asimismo varias veces al gobierno español que “lidere la acción de Europa frente a Maduro”. También lo ha hecho el presidente de Ciudadanos, Albert Rivera, y desde el aún extraparlamentario Vox se ha abundado en este tipo de afirmaciones. La nostalgia colonial de los líderes de la derecha española detrás de su deseo por recuperar un rol dirigente en los asuntos latinoamericanos –un rol que, por otra parte y como no escapa a nadie por alto, ningún gobierno de la región les ha solicitado– no debería ocultar su disminuido tamaño real a escala europea y transatlántica: señores de sus tierras que otean el horizonte bajo la divisa ‘Plus Ultra’, pero que en Europa son subalternos de políticos y empresarios mucho más poderosos que ellos y que ven a España, en buena medida, como una cabeza de playa para que sus compañías tomen al asalto una región que ha estado para ellos gobernada demasiados años por ejecutivos progresistas.
Podemos y Venezuela
Venezuela –aunque habría que escribir más bien “Venezuela”, por lo que semánticamente ha llegado a significar el término en el discurso político español y que poco tiene que ver ya con la realidad del país– cumple además con otro papel: el de disciplinar a la izquierda. Greg Gandin ha analizado bien esta función en un reciente artículo para The Nation traducido para este mismo medio. Donald Trump, escribía Grandin, “preside una nación que sufre una crisis al parecer insuperable y es cuestionado por una oposición unida (o suficientemente unida)”, por lo que “está desesperado por encontrar algo que le saque del estancamiento”. “Irán es demasiado arriesgado, por el momento, y sus predecesores han exprimido lo que queda de Oriente Medio y el Golfo Pérsico”, por lo que “Venezuela es tentadora”. Mientras, “los demócratas de izquierdas quieren que el debate político se centre en las medidas políticas nacionales”. Sin embargo, continúa el autor, “una coalición política no puede dominar el debate de la política nacional a menos que también domine el debate de la política exterior”, que describe como “el lugar en el que, en términos gramscianos, se establece la hegemonía, y no en otras naciones, sino dentro de esta nación; el lugar donde se resuelven las ideas normativas respecto al mejor modo de organizar la sociedad; el lugar donde las contradicciones –entre ideas, intereses, grupos sociales– se reconcilian”.
Los paralelismos son claros. No es éste el lugar para entrar en detalle en el papel de la política exterior en la política española ni en la relación de los dirigentes de Podemos con Venezuela a través de la Fundación CEPS. Los medios de comunicación y la derecha no han perdido oportunidad, como es sabido, por utilizar “Venezuela” como ariete contra la formación (también, por cierto, contra la izquierda abertzale y la izquierda independentista catalana). Cabe añadir que con bastante éxito. Las intervenciones del portavoz de Podemos en la Comisión de Asuntos Exteriores del Congreso, Pablo Bustinduy, son más la excepción que la norma. Sin necesidad de acudir al extremo de la alcaldesa de Madrid, que solicitó desde televisión el reconocimiento de Guaidó como presidente de Venezuela, ni a las inevitables muestras de “ninismo” –“ni Maduro ni Guaidó”– (una exquisita equidistancia que sirve ante todo a quien la enuncia para salvaguardarse de los conflictos de la política cotidiana y conservar intacta su supuesta pureza política), las declaraciones del secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, en la comisión del Senado sobre financiación de partidos, son, quizá, el ejemplo más claro. “Ya no comparto algunas de las cosas del pasado, y la situación política y económica en Venezuela es nefasta”, dijo Iglesias. “He podido decir cosas en política que ahora no comparto”, insistió una vez, y en una segunda volvió sobre el tema: “A veces uno puede decir que lo que dije hace algunos años no se corresponde con lo que pienso ahora”. Si la situación recuerda a aquel adagio de “si a los veinte no eres de izquierdas, no tienes corazón, y si a los cuarenta no eres conservador, no tienes cerebro” es porque, efectivamente, se le parece.
Resulta interesante comparar qué hizo ante una disyuntiva similar el antiguo co-presidente de La Izquierda, Oskar Lafontaine. En 2007, ante las acusaciones del secretario general del partido liberal alemán, Guido Westerwelle, de “flirtear” con el socialismo latinoamericano, Lafontaine decidió no amedrentarse, tomar partido y defender la política del gobierno venezolano en un artículo para el diario Die Welt. “No se trata, para nosotros, de poner como ejemplo para Europa a los nuevos gobiernos socialistas progresistas en Venezuela y en Bolivia”, explicaba Lafontaine al señalar que “demasiado distintas son las bases de partida sociales y económicas”. “Es, empero, bienvenida allí la llegada al poder de políticos que quieren poner las riquezas del subsuelo de su país al servicio de los pobres y de los expoliados”, añadía.
Cualquier intento de Podemos por huir de “Venezuela” con declaraciones ambiguas tiene visos de terminar en fracaso: los votos que pueda ganar por el centro, si alguno, los perderá a buen seguro por la izquierda, y la diferencia seguramente no servirá para compensar la pérdida. Peor aún, tanto los medios de comunicación como la derecha considerarán que sus tácticas de intimidación cumplen a la perfección sus objetivos, y las seguirán empleando con intensidad redoblada. Y, por el camino, se desdibuja que en la situación actual hay un agresor y un agredido, y la solidaridad con el último se diluye. Quedan menos de dos meses para el 28 de abril. En una campaña reñida y acre como pocas, parece que vamos a seguir oyendo hablar de “Venezuela” por lo menos durante una buena temporada.
¡Hola! El proceso al procés arranca en el Supremo y CTXT tira la casa through the window. El relator Guillem Martínez se desplaza tres meses a vivir a Madrid. ¿Nos ayudas a sufragar sus largas y merecidas noches de...
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