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Los resultados de las elecciones autonómicas andaluzas del pasado diciembre han sido traumáticos: Vox recibió casi 400.000 votos (11 por 100) y se convirtió en el tercer partido político de una derecha que, hasta 2015, se había mantenido unida bajo las riendas del Partido Popular. Aunque las encuestas no son muy fiables estos días, se proyecta que el voto de Vox en las próximas elecciones generales podría ascender al 10-11 por 100 (entre 26 y 32 diputados). El shock ha sido tal que hasta el centro y la izquierda han tenido que resucitar discursos condenatorios de orden civilizacional y geológico: “Llegan los bárbaros” (El País), es un “terremoto” (La Vanguardia). Incluso antes de las elecciones, El Diario ya avanzaba titulares como “Descabalgar a Vox, en Andalucía, por España y la Humanidad” en respuesta al vídeo de dicho partido donde su dirigente, Santiago Abascal, aparecía montado a caballo (imagen a la que volveremos ya que es la clave para el análisis del fenómeno Vox, fenómeno que nos retrotrae a la “gloriosa Reconquista” y al comienzo del imperialismo castellano que inaugura la primera globalización del siglo XVI).
La irrupción de Vox, y su discurso decididamente autoritario, reaccionario y antidemocrático se ha convertido en el polo central de la nueva ideología de derechas que ha forzado a redefinirse al Partido Popular de Casado y al Ciudadanos de Rivera. Dicha ideología parece un multiculturalismo invertido o negativo, donde los independentistas, las feministas, los LGBT o los inmigrantes se convierten en enemigos existenciales y, por defecto, el único sujeto político válido que queda es hombre, heterosexual, exento de leyes de violencia machista, admirador de las fuerzas de seguridad y del ejército, y decidido defensor de un centralismo cuyos símbolos son la corrida de toros y la pistola personal. Y aunque Vox no va a formar ninguna nueva mayoría por sí mismo, sí ha conseguido cambiar el juego del tablero político español: de ahí la importancia de comprender el fenómeno.
Frente a la sorpresa traumática (o frente a la confirmación traumática de predicciones preelectorales), lo primero que hay que afirmar, como lo han hecho varios comentaristas, es que Vox representa la llegada de la “normalidad neoliberal” a España (un Estado siempre obsesionado con su falta de normalidad y de convalidación internacional). De forma similar al United Kingdom Independence Party en el Reino Unido, el Frente Nacional en Francia, o el Alternative für Deutschland en Alemania, Vox también ha conseguido implantar una ideología neoliberal reaccionaria o de ultraderecha (neofascista o no) cuya articulación más exitosa está al otro lado del Atlántico: en Estados Unidos y Brasil. Por lo tanto, y si nos vamos a enfrentar a Vox y a su golpe maestro de popularizar la extrema derecha, lo primero que hay que hacer es aceptar su “normalidad” en el presente neoliberal y, una vez superado el trauma político, dejar de condenar a Vox con retóricas fundamentalistas (desde fascismo a barbarie) que lo único que terminan haciendo es situar a este partido más allá de todo análisis racional y político. Como ha dicho el historiador Xavier Casals, “para frenar el crecimiento de partidos como Vox no basta con criticarlos, sino que hay que ir a la raíz del problema que no es otro que la crisis del sistema político”.
Hay que entender por qué Vox ha convencido de manera democrática a 400.000 andaluces de que tiene razón. Tampoco se le puede echar la culpa al procés catalán, ya que, aunque evidentemente es parte de los síntomas que han contribuido a la popularidad de Vox, no explica la raíz de un problema más profundo que no es catalán. Lo que en filosofía se denomina “otrificación” del sujeto (convertirlo en un Otro que es radicalmente diferente e incomprensible) es el final de toda posibilidad de análisis y explicación de una situación que no es simplemente española, sino global.
Y esto nos lleva al siguiente paso que, siendo el más delicado, es así mismo inevitable. Aceptar que el discurso de Vox, por usar la expresión žižekiana de origen lacaniano, guarda un grano de verdad que, precisamente, en su carácter traumático, se nos hace difícil de aceptar como tal. Es decir, hay que analizar, más allá de toda retórica otrificante o fundamentalista, cuál es la verdad que se esconde tras Vox, una verdad que, en su traumatismo, es el fundamento de cualquier análisis de la política española contemporánea en su totalidad. O, parafraseando de una manera más consonante las teorías populistas de Laclau, hay que explicar por qué Vox ha sabido articular de manera ideológica una realidad histórica, económica y política que de otra manera no se comprende como verdad. Y si no, que les pregunten a dos de los grandes perdedores de las elecciones andaluzas, Podemos y PSOE, que darían la mano derecha por saber representar dicha complejidad histórica y política en forma de ideología progresista de izquierdas o de centro (derecha). Dicho de otro modo, Vox es el síntoma de una verdad para la cual el resto de los partidos, y especialmente la izquierda, no tiene una explicación coherente y convincente. En estos momentos, la verdad se les escapa a la izquierda y al neoliberalismo ortodoxo de origen socialdemócrata (Partido Socialista Obrero Español) o democristiano (Partido Popular, Ciudadanos).
estamos siendo testigos de la emergencia de una aristocracia global que se entiende a sí misma legitimada más allá de toda sanción democrática local
La respuesta es simple, aunque no su comprensión: Vox representa la continuidad del franquismo en una globalización neoliberal que hay que concebir como intrínsecamente (neo)medieval. Autores tan dispares como Emmanuel Rodríguez y José Luis Villacañas han recalcado que las élites españolas han gobernado históricamente sin consenso nacional y que, en la historia posdictatorial reciente, las élites franquistas han sabido reciclarse y legitimarse sin renunciar al privilegio no democrático. Como varios autores señalan (habría que citar a Carlos Blanco Aguinaga entre otros), no estamos en un periodo democrático liberal con un orden socialdemócrata en crisis, sino en una segunda Restauración, tan similar a la primera de 1872-1931. Y si a algo apunta el retorno de dicha restauración decimonónica es precisamente a un horizonte no democrático donde “el pueblo” ya no es sujeto constituyente de la nación. Muy al contrario, “el pueblo” se ha convertido en sujeto no político de un orden neoliberal donde las elites de todos los Estados del mundo han reorientado sus intereses al mantenimiento de dicho orden, por encima de cualquier realidad o interés nacional.
Es decir, estamos siendo testigos de la emergencia de una aristocracia global que se entiende a sí misma legitimada más allá de toda sanción democrática local (aquí se puede empezar a vislumbrar el carácter [neo]medieval de la globalización, pero volveremos a este tema más adelante). Evidentemente esto ha llevado a la crisis de la soberanía de los Estados. Dependiendo de la escuela o teoría política que se defienda, se puede afirmar que después del tratado de Westfalia (1648) o de la crisis del imperialismo europeo y la independización de sus colonias tras la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), los Estados del mundo habrían ganado una soberanía nacional e internacional incuestionable que, en el peor de los casos, las potencias del momento podían alterar pero no desarticular de forma directa (el Reino Unido en el siglo XIX, Estados Unidos y la Unión Soviética en el XX).
Y aquí comienza la verdad de Vox. A diferencia del resto de los partidos políticos, Vox ha retomado cierto pensamiento aznariano y ha afirmado, sin vergüenzas o complejos, la soberanía española a nivel global y local (una soberanía tan imposible como necesaria). Y aquí empieza la complejidad de la verdad de Vox, ya que ha afirmado dicha soberanía por encima del marco democrático formal establecido por la Constitución, de tal manera que ha pasado a afirmar de forma indirecta la legitimidad de la violencia política y simbólica contra mujeres, catalanes independentistas, inmigrantes, e incluso europeístas. Y es esa afirmación absoluta de la soberanía del sujeto español en la globalización, más allá incluso de “formalidades” democráticas como los derechos humanos, la que Vox ha articulado en plena consonancia con un discurso imperialista de la historia “española” más rancia cuyo último gran defensor era precisamente Franco. Es esta verdad no negociable, esta afirmación incondicional de soberanía española frente a la globalización, que asume la violencia y el pasado imperialista “español” sin reservas, la que ha convencido a una parte importante de la población andaluza de que precisamente Vox está en la posesión de la verdad (una verdad imposible, pero no por eso menos verdadera). Es la afirmación violenta e imperialista de la soberanía española la que ha dado una posición políticamente verdadera a los y las votantes de Vox, ya que entienden que la renuncia a dicha soberanía (asumida por el resto de los partidos) es precisamente el acto político que justifica todas las injusticias económicas, políticas y sociales que el neoliberalismo ha impuesto en España desde finales de la década de los ochenta y, de forma más violenta y dolorosa, después de la crisis de 2008. Dicha afirmación soberana cobra incluso más verosimilitud en Andalucía, la región con la mayor tasa de desempleo de toda la Unión Europea. Como ha sucedido en otras partes de Europa, Vox dista mucho de conseguir una mayoría electoral, pero sí ha cambiado la lógica y el terreno de la política española en su totalidad ya que, a diferencia del resto de los partidos, ha desafiado con su “verdad” el orden neoliberal global al proclamar la supremacía innegociable de España (Make Spain Great Again!). Dicha verdad voxiana es tan impactante que incluso la supuesta financiación iraní parece no afectar a su doctrina soberanista española.
Vox dista mucho de conseguir una mayoría electoral, pero sí ha cambiado la lógica y el terreno de la política española en su totalidad
No hay mejor imagen que la del vídeo de Santiago Abascal a caballo, en terreno abierto andaluz, con banda sonora de El Señor de los Anillos y un grupo de jinetes con aires de posse de película de vaqueros o Western, para desentrañar esta afirmación incondicional de soberanía española en la globalización. Dicho vídeo captura, evoca y sintetiza un imaginario andaluz-español que es “acervo” central de la memoria histórica española. Esta imagen condensa al señorito de cortijo o latifundio, al Curro Jiménez antifrancés defensor del pueblo, y al nuevo Cid irónicamente vasco de la Neorreconquista española en la globalización (ya que por lo menos desde Unamuno la nueva reconquista de la meseta y el sur es obsesión muy vasca). Es una afirmación antidemocrática y autoritaria, de una soberanía “claramente” masculina, barbuda, joven y pistolera que, y esto sería lo más importante, retoma estatura global y hollywoodense con la banda sonora señor-anillera, cual humano de Tierra Media que emprende un viaje épico para derrotar al Señor de los anillos del nuevo Mordor neoliberal en que vivimos. El que este tipo de imagen no haya creado ningún escándalo, y sí mucho interés, apunta a que dicho imaginario ideológico ha continuado impertérrito desde el franquismo, debido en parte a la Ley de Amnistía de 1977 y a la resistencia de la derecha a facilitar la creación de una memoria histórica no franquista de la historia española desde 1936. A diferencia de la opinión de muchos intelectuales, hay que afirmar que dicho imaginario histórico reaccionario ha estado presente de manera central en la cultura española y ha constituido la única memoria histórica compartida por la mayoría de la población (y por tanto es, desgraciadamente, la única memoria histórica “democrática”).
Veamos algunos de los hitos recientes de dicho imaginario de memoria histórica. La irrupción tan exitosa de la saga cinematográfica Torrente nunca fue tomada en serio, sobre todo cuando se constata que surgió durante la presidencia de Aznar, en lo que supondría la elevación de la figura del paleto franquista a héroe global. Torrente reemerge en un Madrid global como paleto franquista desfasado y desprovisto de las claves culturales necesarias para comprender el presente; de ahí que su comicidad resida en su negación activa y violenta de dicho presente. De la misma manera paleta, Aznar también quiso negar durante su presidencia el presente globalizado español y la voluntad de la mayoría de sus ciudadanos; recurrió así a la violencia de Estado (la invasión de Iraq) para reinscribirla dentro de un marco global imperialista de colaboración con Estados Unidos. Por fin, gracias a Aznar, el sol tampoco se ponía en la nueva área de influencia española Iraq-Madrid-Washington (trasunto paleto y neoimperialista en última instancia). Aunque Almodóvar (y más generalmente la Movida) proclamó que filmaba como si Franco no existiera, la verdad es que lo contrario es más cierto: dicho director resucitó el deseo por una masculinidad trasnochada y violenta (el Banderas de Kika o Átame) que se enmarcaba dentro de un reciclamiento global de todo elemento kitsch franquista, desde las gallinas y el gazpacho de Maura en Mujeres al borde de un ataque de nervios a la representación explícita del pueblo franquista a través de la imagen de Chus Lampreave como abuela o madre en sus películas más recientes.
Incluso Juan Goytisolo se entregó a fantasías orientalistas de violación sexual y humillación en un marco negativo donde lo que verdaderamente deseaba, pero no podía explicitar, era precisamente esa imagen cultural del padre franquista y violento con la cual se crió (y del que su padre biológico parecía ser un modelo negativo y decepcionante, a diferencia del abuelo vasco-cubano colonial). Incluso en los noventa, la glorificación de un asesinato homosexual a manos de un joven privilegiado pero sin memoria histórica, obsesionado con compensar dicha memoria con la cultura de masas masculina y violenta estadounidense, es decir, el trasunto de Historias del Kronen, se recibió como gran acontecimiento literario; pero nadie apuntó que lo que se narraba era una nueva forma de paletismo joven, resentido y no preparado para la globalización que intentaba encontrar las respuestas a una violencia franquista no explicitada en la cultura americana de los asesinos en serie. El éxito de escritores más recientes como Javier Cercas y su intento de convertir al sujeto fascista en nuevo centro de interés histórico en su novela Soldados de Salamina, son parte de una cultura española que ha gozado de esos nuevos intentos paletos de revivir la única historia que conocía (la franquista) pero que no se atrevía a aceptar como propia. Ruiz Zafón, finalmente, nos ha hecho creer que el franquismo no era más que una fascinación borgesiana con bibliotecas y librerías tras las cuales se escondían historias de incesto con tenues y accidentales conexiones históricas. Incluso la idea tan sospechosa y tan bien aceptada del patriotismo constitucional de Habermas, blandida tanto por el PSOE como por el PP en los buenos tiempos del bipartidismo, ha servido para crear la nueva categoría de “constitucionalistas” que, a su vez, ha abierto la puerta a un patriotismo más centralista que constitucional, donde ya se percibe la cabeza de Franco asomándose.
Abascal y Vox han llevado esta contradicción y falta de adecuación paleta a su final lógico: la afirmación sin censuras y sin complejos del imaginario ideológico del franquismo para reclamar la soberanía global de España (lo que alguien de manera ingeniosa ha llamado “salir del armero” y yo denominaría “paletismo global”). Es la afirmación de un sujeto político español soberano que responde a una conflictividad neoliberal que toda la población española sufre y para la que el resto de los partidos no ofrece otra respuesta más satisfactoria. Como en toda ideología exitosa, Vox ha dado una respuesta política a un problema para el que no hay solución pero que, en tanto en cuanto ha sabido retomar la lógica histórica y cultural española, la ha convertido en “la verdad” de un problema real.
Solo Podemos, y por un breve periodo de tiempo en sus andaduras iniciales, supo dar también una respuesta verdadera a la crisis del sujeto político español: darle la vuelta al tablero, tomar el cielo por asalto, etc. Solo que la canalización de dicho mensaje político dentro del chaleco constreñido de un partido político tradicional y jerárquico ha llevado a obsesionar a los cargos del partido con darle la vuelta al tablero del mismo partido, de asaltar el cielo de Podemos, en un proceso de autofagia que ya no interesa a la ciudadanía. Que la consulta sobre la compra del chalet de la pareja Iglesias-Montero, fuera la más votada por la base, apunta a que hay únicamente participación mayoritaria a la hora de sancionar o condenar las desviaciones de los líderes, y no su programa político. Es decir, Abascal apunta a una realidad innegable: la izquierda no sabe articular la verdad de la condición neoliberal-global que sufre la población española hoy día. Según ciertas fuentes (GAD3), ha habido un trasvase del 15 por 100 de los votos de Podemos a Vox en Andalucía, promovidos en parte por una reacción masculina antifeminista que responde más a un mensaje de “españolismo y mucha épica” (E. Rey).
Lo cual nos lleva a una situación y análisis muy medieval, ya que es en esa época cuando empieza a formarse esa institución que ahora llamamos el Estado moderno. Hoy día estamos ya en un momento neomedieval donde la soberanía del sujeto moderno y la institución que lo legitimaba, el Estado, ha quebrado y ha abierto la puerta a una heterogeneidad de jerarquías y niveles de soberanía, o falta de los mismos, que dicho Estado no sabe administrar y representar. El Brexit, drama hamletiano si lo hubiera, es además una comedia parlamentaria y gubernamental de equívocos soberanistas. El procés catalán, en su complejidad irreducible, representa, entre otros problemas, un conflicto entre oligarquías catalanas y español-madrileñas que supone un cuestionamiento de la capacidad soberana del Estado para resolver dicho conflicto sin caer en otra comedia de equívocos que es a la vez drama calderoniano. Las movilizaciones masivas recientes del feminismo apuntan a un sujeto al que el Estado neoliberal ya no puede representar y cuyas demandas lo exceden. El problema de la inmigración ya es (y va a convertirse cada vez más en) un producto del calentamiento global y de las crisis de recursos naturales que antes o después van afectar a Estados del Norte Global que ahora mismo se niegan a acoger a la inmigración preponderantemente de origen Sur-Global. La desertificación de España no es una quimera de hippies ecologistas, pero partidos como Vox y su mensaje racista supremacista se atienen a la ideología del “reemplazo”: nos van a reemplazar, Europa va a dejar de ser blanca. Es decir, el Estado, e incluso el Mega-Estado (la Unión Europea), nos sitúan en un horizonte de crisis de sesgo mucho más multitudinario y apocalíptico, para el cual no hay sujeto soberano que pueda actuar como representante único y homologado a nivel global. La derecha ha sabido articular su verdad: es necesaria la vuelta a una política medieval de sujetos autoritarios y violentos que garanticen el orden por encima de una realidad democrática precaria. Esta ideología global y neoimperialista de bellum omnium contra omnes es eminentemente medieval en su refractariedad soberana y en su carácter apocalíptico. La ironía política y el genio del populismo de derechas es que su verdad solo va a aumentar la fuerza y riqueza de la nueva aristocracia global a la que representa en última instancia y cuyas instituciones (la Troika) ejercen una soberanía no democrática.
la izquierda censura esta realidad política heterogénea que se manifiesta en frente de sus narices
Pero a lo que no se ha prestado mucha atención es al hecho de que dicha retórica o discurso ideológico reaccionario y racista también contiene un gran componente neoimperialista, de recuperación de imperio perdido (del Make America Great Again a la Neorreconquista de Vox). La misma manifestación de la pérdida de soberanía y de la postulación de su recuperación como solución a todos los problemas no se centra en la vuelta a un Estado-nación burgués y de clase media. No es una vuelta al siglo XIX de las revoluciones nacionalistas y guerras de independencia colonial. Es decir, no es una vuelta a la modernidad, a la democracia y a la declaración de los derechos humanos, sino un retorno a la Edad Media de imperios en guerra que se proclaman como el nuevo representante legítimo del imperio modélico por excelencia, Roma, y que incluso ya en la modernidad, otros imperialismos como el británico o el americano retomaron para justificarse (de ahí la pax americana post-1989). Si Vox plantea suprimir la fecha actual del Día de Andalucía y reemplazarla con la del 2 de enero, día de “celebración” de la expulsión de los musulmanes de Granada en 1492, es que entiende que lo que está en juego es la soberanía imperialista de lo que se supone era entonces “España” (de la misma manera que Trump se enzarza en una batalla de aranceles con China para afirmar un imperialismo americano global que siente ahora en peligro). Chinos o “moros”, lo que está en peligro es algo que se ha reconstruido ahora como “la gloria del imperio”, una fantasía política que se impone por encima de cualquier ideal moderno democrático. Bienvenidos a la nueva Edad Media de la globalización.
La izquierda no tiene su verdad. La historia de numerosas revueltas y manifestaciones surgidas de una espontaneidad más o menos coordinada de manera digital de red (o rizomática), desde el 15M a los chalecos amarillos franceses y el movimiento #Metoo, apunta a que la ideología reaccionaria neoliberal dista mucho de crear consenso. Pero estas movilizaciones y manifestaciones están más cerca de las revueltas campesinas y religiosas medievales, dependientes de eventos puntuales y espontáneos, que de un sujeto político moderno organizado como clase. Es ahí donde está la verdad política que la izquierda todavía no sabe articular como discurso político. Si la condena de los chalecos amarillos que Alain Badiou publicó hace poco es índice de algo, es del hecho de que la izquierda censura esta realidad política heterogénea que se manifiesta en frente de sus narices porque no se adecua a un sujeto político preconcebido como clase (el proletariado), el cual se asemeja cada día más al Godot beckettiano o al salvador apocalíptico y millennial del Medievo. Y tal vez, la ironía es que la izquierda debiera dejar de pensar de forma moderna y desarrollar un nuevo discurso (neo)medievalista más adecuado a la realidad. Esa podría ser la verdad progresista. Mientras tanto, un Vox muy medieval sigue teniendo la razón.
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Joseba Gabilondo es profesor de literatura y cultura peninsulares en Michigan State University y autor de numerosos ensayos.
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Joseba Gabilondo
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