El mentidero
El PER de los ricos
El subsidiario agrario tiene un amplio margen de mejora, pero cargar la responsabilidad de la compleja situación del campo andaluz en una ayuda de 426 euros es la prueba tangible de que la lucha de clases existe
Pablo MM 17/05/2019
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Estoy hasta los dídimos, que diría Góngora. Cada cierto tiempo, como las malas cosechas, las críticas a los andaluces resurgen con virulencia en las redes sociales. El tema favorito de los enfermos de la aporofobia es el PER, materia de la que aseguran tener un sesudo conocimiento a pesar de que suele tratarse de urbanitas de gran ciudad que no han visto una azada en su hormigonada vida. Como Durán i Lleida, en su habitación del Hotel Palace.
Para empezar el PER (Plan de Empleo Rural) no se llama PER desde hace 23 años. Fue Manuel Pimentel, por entonces secretario de Estado de Empleo, quien pergeñó junto a sindicatos, instituciones locales y patronal el Acuerdo para el Empleo y la Protección Social Agrarios (AEPSA) que dio lugar al renombramiento del PER como Plan de Fomento del Empleo Agrario (PFEA). Y, para terminar, estos autonombrados especialistas del campo confunden el PER, con el subsidio agrario y el subsidio agrario con la renta agraria.
Lo que odian, entre otros motivos debido a un profundo desconocimiento, es el subsidio agrario; una prestación de 426 euros mensuales que los jornaleros reciben durante 6 meses, siempre y cuando hayan trabajado un mínimo de 35 peonadas durante el año anterior. Insisto: 426 euros al mes, menos la mitad del salario mínimo interprofesional y, sin embargo, son muchos los que se atreven a calificarlo de fortuna subsidiada que fomenta la holgazanería.
La desventaja de vivir en un país donde Pablo Casado consiguió un master de Harvard en Aravaca es que hasta el más iletrado se cree capacitado para sentar cátedra sin haber pisado un pupitre.
En torno a unas 150.000 personas son receptoras del subsidio agrario, menos del 5% de la población activa de Andalucía, así que la idea de que los andaluces vivimos del subsidio es uno de los tantos topicazos de pestilente hedor clasista que soportamos en esta tierra.
Las ayudas que reciben los trabajadores del campo son una herramienta para evitar la despoblación de las zonas rurales que sí han sufrido en territorios como Castilla-La Mancha, pero, sobre todo, son un parche que el Estado lleva colocando durante más de 30 años para evitar afrontar la deuda histórica que España mantiene con el sur.
Ahora que desde territorios con buena posición económica se habla tanto de la represión de Estado, les invito a darse una vuelta por la Andalucía de la miseria y la precariedad, y comprobarán que el miedo a no saber si mañana habrá un trozo de carne en la olla duele más que el porrazo del madero más virulento.
Decía Manolo Chaves, sempiterno presidente andaluz, que el siglo XXI tenía que ser el “siglo de Andalucía” y, sin embargo, por estos lares el reloj se ha detenido en las noches oscuras de los señoritos a caballo y los trabajadores que se afanan en limpiarles las botas.
El debate por el discurso está dominado por las familias de alta alcurnia. Tanto es así que, seguro que todos han oído hablar del PER, pero serán muchos menos los que hayan escuchado algún susurro entre dientes sobre el PAC. Si hay algo en el campo de Andalucía que está subsidiado no son las manos ásperas y el lomo doblado de los jornaleros. Aquí, quienes cuentan los billetes tienen las palmas suaves y caminan con las hechuras de los que se saben afortunados por la musicalidad rimbombante de sus apellidos.
La Política Agraria Común (PAC) es un instrumento que lleva funcionando en Europa desde los años 50. Concebido en sus inicios para garantizar el suministro de alimentos a precios asequibles en un continente devastado por la posguerra, se ha convertido con el paso de los años en el principal granero para mantener la bonanza económica de los grandes propietarios de la tierra.
La gran boda
La historia reciente de Jerez de la Frontera no se entendería sin la familia Domecq. En la soleada tierra de los vinos que conquistaron hasta el paladar del mismísimo William Shakespeare, cada calle está impregnada por la solera de una estirpe cuya influencia han sabido prolongar hasta nuestros días.
Sus inicios se remontan a 1822 cuando el aristócrata francés Pedro Domecq Lembeye se instaló en la ciudad y le compró a su tío los derechos de la firma bodeguera Jean Haurie y Sobrinos, al borde de la quiebra por una mala gestión que, según las malas lenguas, se bebía más de lo que vendía. Desde entonces, la rebautizada como compañía Pedro Domecq fue pasando de padres a hijos mientras extendía sus intereses más allá del sector de las bebidas espirituosas.
En los años 90, la familia comienza a vender algunas de sus firmas más emblemáticas a grandes multinacionales de Francia, México y Reino Unido, mientras recolocaban los huevos en las cestas de la agricultura y la ganadería.
Los grandes latifundios les granjean una cantidad aproximada a los 4,2 millones de euros anuales de la PAC, pero el gran pelotazo de los Domecq, muy lejos de un sembrado de frutas y hortalizas, tuvo lugar al resguardo de una vicaría.
La alta sociedad de los años 30 se paralizó con el matrimonio entre Carmen Domecq y José Ramón Mora-Figueroa, dos de los apellidos más importantes de la época, que a la sazón formarían una de las familias más ricas del país.
Los Mora-Figueroa Domecq (solo con pronunciarlo ya huele a dinero) ocupan el número 74 en la lista de “los 200 más ricos de España” que elabora cada año el diario El Mundo. Su buen olfato para aliarse con Coca Cola, a la cual sirven como embotelladora en Extremadura, Andalucía y Ciudad Real explica, en buena parte, un patrimonio de 740 millones de euros de los que también deben unos cuantos ceros al negocio de la tierra.
La familia es propietaria de la finca Las Lomas, el mayor latifundio de Andalucía con 12.000 hectáreas, una capacidad de producción de 18.000 toneladas de hortalizas y una financiación de los fondos europeos que supera holgadamente los 8 millones de euros al año.
En esta lista de beneficiados por la solidaridad de Bruselas también figuran grandes empresas como Hojiblanca o Primaflor, y otros nombres propios como el de Nicolás Osuna, dueño de uno de los mayores olivares de Andalucía, o los archiconocidos Osborne y Alba.
Respecto a estos últimos, Cayetano Martínez de Irujo comentó recientemente en un programa de televisión: “En España hay gente que quiere trabajar lo mínimo para estar subvencionado”. La respuesta la encontró en la cuenta de Twitter de Pastori Filigrana, abogada y activista de los derechos humanos y colaboradora de CTXT: “La Casa de Alba recibe 3 millones de euros de subvenciones europeas y posee 34.000 hectáreas de tierra. Produce menos de 2 jornales (empleo) por hectárea frente a los más de 50 de Marinaleda”.
En Andalucía hay 8 millones de hectáreas de tierras de cultivo, de las cuales casi la mitad están en manos de un 2% de propietarios que reciben casi 100 millones de euros anuales en subvenciones de la Política Agraria Común de la Unión Europea.
Del otro lado, en el bando del sudor de los sembrados de la alcachofa, ninguna fórmula es perfecta. A buen seguro que el subsidio agrario no es la mejor solución. Es habitual que por sus rendijas se cuelen casos de corrupción e incluso algún partido lo ha utilizado para establecer redes clientelares de voto con las que perpetuarse en las poltronas del Palacio de San Telmo.
A buen seguro que hay mejores soluciones para la enmarañada situación de la Andalucía rural, como la prometida reforma agraria que nunca llega para hacer una mejor redistribución de la tierra, o la industrialización del territorio, para que las hortalizas que se cultivan en Andalucía no acaben siendo manufacturadas más allá de los límites de Despeñaperros.
El subsidiario agrario, por tanto, tiene un amplio margen de mejora, pero cargar la responsabilidad de la compleja situación del campo andaluz en una ayuda de 426 euros es la prueba tangible de que la lucha de clases existe y de que la van ganando los Alba, los Domecq y los Mora Figueroa.
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