BREXITEANDO (VII)
Hasta luego, cocodrilo
Sea quien sea quien suceda a Theresa May, y por mucha propaganda nacionalista que emplee para defender que es posible salir de la Unión Europea sin acuerdo, la verdad le estará esperando ahí fuera
Santiago Sánchez-Pagés 5/06/2019
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Hace unos años, el documentalista británico Adam Curtis señalaba el auge de la lágrima y el abrazo en la no-ficción audiovisual como respuesta a una cultura que premia parecer “auténtico”. Para conseguirlo es necesario conectar con nuestros sentimientos y expresarlos de una manera que parezca real. Llorar, abrazarse. Por el contrario, el control de las emociones en público se ha convertido en una señal de falsedad e inhumanidad.
En una rueda de prensa hace dos semanas, Theresa May anunció su decisión de dimitir como primera ministra del Reino Unido. Lo hizo, como Curtis prevenía, llorando. Un evidente intento de parecer auténtica y humana de alguien apodado “Maybot” por sus robóticos manierismos y su repetición constante de eslóganes y que, en cambio, no mostró la menor compasión durante su periodo como ministra del Interior en el que aprobó una legislación que explícitamente quería hacer del Reino Unido un “entorno hostil” a la inmigración. Sus lágrimas recordaban a aquellas de la ministra italiana Elsa Fornero cuando anunció las medidas de austeridad del gobierno Monti en 2011; es decir, a aquellas que Plutarco contaba que los cocodrilos vertían después de devorar a algún incauto. Luego la ciencia vendría a aclararnos que no, que los cocodrilos lloran cuando comen como usted o yo lloramos cuando bostezamos: porque hemos abierto la boca demasiado.
Lagrimas falsas y una boca demasiado grande son un buen resumen del periodo de Theresa May como primera ministra, que pasará a la historia como uno de los más funestos y peor manejados de la historia del Reino Unido. May dimite tras ser reprobada por sus propios ministros y derrotada hasta tres veces por el Parlamento, tras convocar hace dos años unas elecciones que pensaba ganaría sin problema y que no hicieron sino debilitarla. Convertida en un zombi político desde entonces, esta hija de vicario ha ido arrastrándose por la política británica e internacional, perdiendo extremidades por el camino, hasta este lamentable final.
May desplegó como primera ministra los mismos defectos que demostró como subalterna de David Cameron; una incapacidad congénita para dialogar y una inflexibilidad burocrática que sorprendería hasta a Max Weber. Invocó el artículo 50 que iniciaba el proceso de divorcio de la UE sin consultar con ningún otro partido, sin tener un plan negociador o una hoja de ruta. El brexit seguramente sería hoy una realidad si hubiera pactado entonces un acuerdo de salida con un Jeremy Corbyn que tiene tantas ganas de salir de la UE como ella. Pero May firmó aquella carta dirigida a Donald Tusk subida a la ola de patriotismo patrocinada por la prensa conservadora, que la bautizó como la nueva “dama de hierro,” y henchida por su propia retórica, que incluyó frases como: “Un no acuerdo es mejor que un mal acuerdo” o “El brexit no será duro o blando, será azul, rojo y blanco” (en referencia a la Union Jack), frases que deberían figurar en su epitafio.
El tiempo de May en el 10 de Downing Street ha ejemplificado lo que sucede cuando se permite a la extrema derecha dictar la agenda política
Theresa May ha terminado triturada por la cuestión europea como lo fueron John Major y David Cameron y como lo será, con toda seguridad, su sucesor o sucesora. Su tiempo en el 10 de Downing Street ha ejemplificado muy bien lo que sucede cuando se permite a la extrema derecha dictar la agenda política. Cameron convocó el referéndum de salida de la UE para protegerse del motín que el UKIP había provocado entre los suyos, sin entender que el partido de Farage había crecido al calor del miedo a la inmigración que él mismo había azuzado desde que se convirtiera en primer ministro. Theresa May, el brazo ejecutor de aquellas políticas, se ha pasado tres años intentando contener al ala más dura de su partido y a los medios de Rupert Murdoch para probar a todos que ella, que había hecho campaña por quedarse en la UE, ahora era tan pro brexit como cualquiera. Pero para ello ha tenido que pelearse permanentemente con la realidad. La realidad del coste y dificultad que supone sacar de la Unión Europea a un país que lleva cuatro décadas imbricado en multitud de tratados comerciales y políticos. Una realidad sobre la que en ningún momento ha sido sincera. Como era de esperar, ha salido magullada en cada encontronazo. El resultado es un partido desintegrado, derrotado estrepitosamente en las elecciones locales y europeas (donde han sido quinta fuerza) y que en las últimas encuestas aparece empatado con los laboristas por detrás de los liberales demócratas y el nuevo chiringuito montado por Farage y sus opulentos patrocinadores.
Todos estos acontecimientos abren un impasse veraniego en la política británica que estará dictado por la respuesta de los dos grandes partidos al poco sorprendente resultado de esos comicios europeos. Los conservadores elegirán un nuevo líder, otro primer ministro no electo como lo fue también May. El éxito del Brexit Party augura que ese nuevo líder será otro cocodrilo, aún más grande y ardiente defensor del brexit que May. No es descartable que el ganador sea Boris Johnson, pero su figura recibe y merece tantos odios que es probable que caiga abatido por algún escándalo antes siquiera de que comience la carrera; de hecho, declarará ante el juez imputado por aquellos autobuses que durante la campaña del referéndum aseguraban que el sistema de salud británico tendría 350 millones de libras más a la semana gracias al brexit. Pero sea quien sea quien suceda a Theresa May, y por mucha propaganda nacionalista que emplee para defender que es posible salir de la Unión Europea sin acuerdo, la verdad le estará esperando ahí fuera.
El partido laborista se pasará el verano debatiendo si apoyar un segundo referéndum o no, con un líder cada vez más cuestionado por unas bases cansadas de la estrategia de triangulación de Corbyn y que están desertando en masa a los liberales demócratas. Si ya es de por sí increíble que los laboristas no ganen por KO a los Tories en las encuestas después de estos años de desgobierno y ridículo, aún lo es más que las tasas de aprobación de Corbyn sean la mitad que las de una May ya fuera del panorama político.
Aunque reconozco que es un ejercicio divertido, en estas crónicas de Brexiteando me he resistido a sacar la bola de cristal. Todo estaba demasiado enmarañado y, por superstición quizá, no he querido decir en voz alta dónde creo que conducirá todo. He preferido contarles las causas de todo este lío –los medios, la austeridad– y el estado del país –entre abochornado y enfadado. Pero hoy voy a atreverme con las predicciones porque el final de partida se acerca y vienen unos meses tranquilos antes del torbellino que nos espera este otoño. Allá vamos.
El líder conservador que salga del concurso interno buscará un acuerdo con los laboristas en septiembre. Creo que Corbyn hará todo lo posible por aceptarlo a poco que se lo faciliten; por eso continúa contemporizando, en espera de esa propuesta. Puede que su debilidad interna se lo impida. En cualquier caso, ese acuerdo solo será el fin del principio, porque el brexit dictará la política británica durante la próxima generación. Si por el contrario los dos grandes partidos no consiguen un acuerdo antes del 31 de octubre, fecha en la que vence la extensión dada por la Unión Europea, deberán pedir una nueva porque existe una mayoría social y parlamentaria sólida contra una salida sin acuerdo. En ese caso, serán los 27 los que dicten los términos. Darán un ultimátum: una prórroga a cambio de algo. Y como los británicos no están de acuerdo sobre qué hacer, solo podrán ponerse de acuerdo en el cómo. Es decir, un segundo referéndum.
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Santiago Sánchez Pagés es profesor de economía en el King’s College de Londres.
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