IMPERIOS COMBATIENTES
Seguridad europea, entre el mito y la hipoteca
En Europa solo habrá seguridad con Rusia. No la habrá sin Rusia, y, desde luego, de ninguna manera contra Rusia. Y eso independientemente de lo poco o mucho que nos guste su régimen político
Rafael Poch 5/06/2019
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En materia de seguridad, el continente europeo vive inmerso en dos paradojas. La primera es que tuvimos medio siglo de guerra fría y de división europea. Aquello se explicaba por la lucha de sistemas entre el llamado “comunismo” y el capitalismo. El comunismo cayó hace 30 años y la URSS se disolvió y sin embargo hoy volvemos a hablar de guerra fría en Europa.
La segunda es que Estados Unidos gasta 610.000 millones de dólares anuales en guerras y defensa. Los estados europeos gastan 342.000 millones y Rusia 66.300 millones, catorce veces menos que la suma de los dos anteriores (Sipri, 2017). Sin embargo es Rusia quien amenaza la paz en Europa. ¿Cómo se explica eso?
Creo que la explicación podemos encontrarla en los mitos y en las hipotecas que rodean a las ideas establecidas que tenemos sobre “Europa” y la “seguridad europea”. De ahí el título de este artículo.
El mito del continente de paz
Lo primero que hay que comprender es de dónde venimos. En los últimos quinientos años la historia europea salta de una guerra a otra, especialmente en los dos siglos que van de 1615 al fin de las guerras napoleónicas en 1815. En ese periodo las naciones europeas estuvieron en guerra una media de sesenta o setenta años por siglo. Luego hubo un poco más de paz hasta 1914, si olvidamos la guerra de Crimea o la franco-prusiana, pero en ese periodo Europa continuó culminando la exportación de guerra y genocidio hacia fuera de sus fronteras con el holocausto colonial-imperial que fue la conquista del mundo no europeo. Además, en ese periodo de relativa paz interna Europa inventó la industrialización y con ella industrializó la guerra, lo que la convirtió en algo mucho más destructivo. Dos guerras mundiales de inusitada mortandad e incubadas en y por Europa, fueron el resultado.
Sobre esa realidad a partir de 1945 se construye el mito de la integración europea como fórmula de paz y garantía de la seguridad continental. Naciones guerreras económicamente integradas pierden los principales motivos materiales para hacerse la guerra y construyen un futuro en paz y mutua seguridad, se dice.
Esta narrativa tiene un defecto, un defecto eurocentrista, podríamos decir, que me parece particularmente importante en nuestro siglo XXI caracterizado por la extrema integración de los problemas de la humanidad (Recuerdo que los grandes retos de nuestro siglo no son “continentales”, sino “planetarios”: calentamiento global, proliferación de los recursos de destrucción masiva y creciente desigualdad regional y social). Ese defecto eurocentrista consiste en el hecho de que los componentes de esa Europa que comienza su integración en la posguerra eran países que hacían la guerra fuera de las fronteras europeas: Francia en Argelia (1954-1962) e Indochina (1945-1954). Holanda en Indonesia (1945-1949). Bélgica en el Congo e Inglaterra, que se adhiere más tarde, en muchos otros lugares… En la inmediata posguerra mundial Francia tenía un imperio colonial veinte veces su territorio metropolitano con una población de 100 millones. Tras haber vivido la ocupación alemana, su poder colonial protagonizó conductas no muy diferentes a las de los nazis. El 8 de mayo de 1945, el día de la capitulación alemana, en la ciudad argelina de Setif el ejército colonial francés ametralló a la multitud argelina que celebraba la victoria enarbolando una bandera argelina matando a 1500 personas, según fuentes oficiales francesas y a muchos miles según fuentes argelinas. En noviembre de 1946 tres barcos franceses bombardearon la ciudad de Haiphong (el puerto de Hanoi), matando a 6000 personas en represalia por un incidente aduanero.
En sus Indias Orientales, la diminuta Holanda dominaba un territorio semejante en superficie a la Europa Occidental. En 1946 y 1947 el ejército colonial realizó masacres en Java occidental como las de Sulawesi y Rawagede, en las que murieron 430 niños y jóvenes. Bélgica dominaba el inmenso Congo y Ruanda/Burundi y organizaba allí independencias coloniales con los métodos correspondientes, recordemos el asesinato de Lumumba y el posterior entronamiento de Mobutu, fallecido en 1997, hace bien poco. A ello sumamos otros países que luego fueron miembros de la UE y ya lo eran entonces de la OTAN: Portugal, miembro cofundador de la OTAN en 1949 que ingresó en la UE en 1986, luchaba en Angola, Guinea-Bisau y Mozambique. Entre los años 1961 y 1975, Inglaterra y su Commonwealth controlaban en la posguerra una cuarta parte del mundo y de su población y tenía un rosario de frentes abiertos; en Palestina, en India/Paquistán, en Kenya, en Malasia, en Birmania, en Irlanda… La lista de los crímenes coloniales de Inglaterra es abultada.
¿Qué tendrá que ver todo esto con la Europa integrada de hoy? ¿Qué tendrá que ver Mobutu con la canciller Merkel?, se preguntarán. Pues bien, desde un punto de vista eurocentrista / supremacista y decimonónico, nada. Desde el punto de vista moderno y actual de este siglo planetario, todo.
El dato de que la UE la crearon antiguas potencias coloniales me parece fundamental para situar hoy en su justo lugar la legitimación de la Unión Europea, los motivos por los que sus jefes de estado y pensadores (y aquí aparecen casi todos) defienden la necesidad de integración de sus naciones. Esos motivos tienen que ver con la búsqueda de una solución a la pérdida de posiciones nacionales de dominio en el mundo, que hace insignificantes a las antiguas naciones dominantes por separado. Desde el punto de vista de las economías del poder, la integración europea fue la respuesta compensatoria a la descolonización: una fórmula para poder seguir dominando y contando en el mundo: unidos, podemos. Ese argumento, que se repite por doquier cuando se habla de motivos, está directamente relacionado con el estigma colonial-imperial europeo. La integración es necesaria, se dice, contra la emergencia de otros que van a más y que antes no contaban nada en el mundo: China, India, Brasil, Sudáfrica… Se habla de “nuevas amenazas”, “nuevos desafíos”, de “preservar nuestra civilización” y de “asegurar los flujos comerciales y el acceso a los recursos”, como dice la canciller Merkel. Y todo eso hay que hacerlo en común porque por separado la potencia de las naciones europeas ya no alcanza.
Así pues, el mito del continente de paz está muy bien como discurso, como ideología podríamos decir, pero de lo que se trata en realidad es de otra cosa: de una recomposición de fuerzas con un ánimo y ambición de dominio absolutamente coherente con el gran vector belicoso (agresivo y dominante) de la historia europea al que antes me he referido. El problema y la gran contradicción de la UE es que ese vector está hipotecado –en forma de gravámenes, cargas y obligaciones– a los intereses de la superpotencia americana.
La hipoteca de la seguridad europea
Desde su fundación, la Europa comunitaria ha estado hipotecada en materia de política exterior y de defensa por los intereses de Estados Unidos expresados a través de la OTAN.
Hoy el presidente Donald Trump dice que “es injusto que nosotros tengamos que pagar casi todo el presupuesto de la OTAN para proteger a Europa”. Es falso, porque Estados Unidos solo aporta el 22% del presupuesto, pero sobre todo es falso porque ese dinero no es para “proteger a Europa”, sino para mantener la dominante influencia de Estados Unidos en el continente.
Sin pretender restar mérito a los esfuerzos y buenas intenciones pacifistas de los padres fundadores de la UE, la integración europea estuvo enmarcada desde sus inicios en la estrategia americana de posguerra, es decir: en la contención del comunismo. En los años cincuenta no había peligro de guerra entre Francia y Alemania. El peligro real de guerra era entre el Este y el Oeste, y la integración europea formaba parte de aquella contención que logró mantener la paz, aunque fuera por el método más insensato y estúpido de la historia de la humanidad: la seguridad de que si había guerra sería la última a causa de los que se llamaba “destrucción nuclear mutua asegurada”, MAD en sus siglas en inglés.
La OTAN fue siempre, en palabras del general De Gaulle “la expresión del dominio de Washington sobre el continente”, el “pacto de Estados Unidos con sus vasallos para afianzar militarmente la política exterior de Estados Unidos”, en palabras de Oskar Lafontaine.
Con el fin de la guerra fría y la disolución de la Unión Soviética, los estrategas americanos como Zbigniew Brzezinski establecieron que la Unión Europea debía continuar vinculada a Estados Unidos, para posponer lo máximo posible su inevitable emergencia como “duro competidor económico-tecnológico” de Estados Unidos capaz de formular unos “intereses geopolíticos en Oriente Medio y en otras regiones del mundo que podrían divergir de manera significativa de los de Estados Unidos”. Para ello era imperativo mantener la separación de los recursos energéticos políticos y humanos de Rusia, primer país de Europa en habitantes y el mayor del mundo en superficie, del resto de Europa. La pregunta ¿Hasta dónde llega Europa? ¿De Lisboa a Vladivostok, como decía Gorbachov, hasta los Urales, como decía De Gaulle, o solo hasta la frontera rusa? Se respondió de la forma más exclusiva posible.
Permítanme otra nueva digresión histórica:
En Europa el ninguneo o maltrato de grandes potencias derrotadas siempre tuvo resultados nefastos. Tras las guerras napoleónicas los vencedores implicaron a la vencida Francia en la toma de decisiones, lo que abrió una larga etapa de paz y estabilidad continental tras el Congreso de Viena. El ejemplo contrario es lo que se hizo con la Alemania posguillermina, tras la primera guerra mundial, y también con la Rusia bolchevique tras la Revolución de 1917. En ambos casos, las políticas de exclusión –y de tremendo intervencionismo militar en la guerra civil rusa– tuvieron consecuencias nefastas para lo que luego fue el nazismo y la génesis del estalinismo.
Lo que hemos visto en Europa desde el fin de la guerra fría es una nueva advertencia sobre los peligros de excluir a una gran potencia de la toma de decisiones y tratarla a base de imposiciones y sanciones en lugar de organizar la seguridad continental común que se acordó en París en noviembre de 1990.
El 21 de noviembre de 1990, en el Palacio del Elíseo, los jefes de estado europeos, más Estados Unidos, Canadá y la URSS habían firmado la “Carta de París para la Nueva Europa”. Aquel documento debía ser el acta de defunción de la guerra fría. La Carta proclamó (1) el “fin de la división de Europa”, (2) anunció que el fin de la guerra fría “conducirá a un nuevo concepto de la seguridad europea y dará una nueva calidad” a sus relaciones, y (3) constató que la seguridad de cada uno de los estados estaría “inseparablemente vinculada” con la (seguridad) de los demás.
En lugar de cumplir con eso, que necesariamente habría hecho obsoleta a la OTAN y con ella a la influencia determinante de Estados Unidos en el continente, el bloque militar occidental de la guerra fría fue ocupando militar y geopolíticamente todos los espacios que Rusia fue dejando en Europa con su retirada militar unilateral: primero los antiguos satélites de Europa del Este, luego Yugoslavia –cuya disolución como último espacio neutral en el continente se propició militarmente–, después en el Báltico, Transcaucasia y Asia Central. Fue un acoso de un cuarto de siglo hasta llegar a los arrabales geopolíticos de Moscú, con el resultado visto en Ucrania, cuando el oso ruso al que se metía el dedo en el ojo, finalmente ha dado un zarpazo.
Ese avasallamiento ha sido una constante de las sucesivas administraciones americanas desde los años noventa hasta hoy y ha venido jalonado por la retirada o violación de los tratados militares de la guerra fría, así como de aquellos acuerdos que le pusieron fin. Recordemos la serie:
La administración Clinton violó el acuerdo de que la OTAN no se movería “ni un milímetro” hacia el Este a cambio de la aceptación de la reunificación alemana y estableció bases militares de la OTAN junto a las fronteras rusas.
La administración de George W. Bush abandonó el acuerdo ABM (fundamento de la no proliferación) en 2002 y creó bases antimisiles en Alaska, California, Europa del este, Japón y Corea del Sur para crear un cinturón alrededor de las inmensas fronteras rusas que incluye el destacamento de varias decenas de destructores. Las bases europeas de ese recurso en la frontera rusa europea, en Polonia y Rumania, se emplazaron alegando que eran para proteger Europa de los inexistentes misiles intercontinentales de Irán, un argumento que evidenció el absoluto desinterés por ser mínimamente creíble.
La administración Obama emprendió un ataque directo contra Rusia con el objetivo de echarla de sus bases en el Mar Negro derrocando al gobierno corrupto y legítimo de Ucrania e instalando en su lugar a su propio gobierno, también corrupto pero prooccidental.
La administración Trump incrementó los riesgos nucleares al ampliar el umbral de los supuestos para emprender un ataque nuclear y desarrollar nuevas armas que difuminan las diferencias nuclear / convencional y aumentan los peligros. En estos momentos están en entredicho los acuerdos INF sobre fuerzas nucleares intermedias, y START, sobre armas nucleares estratégicas, ambos a iniciativa de Washington.
En resumen: Estados Unidos ha utilizado a la OTAN para que los europeos apoyen un cerco a Rusia y a China y convertirla en una alianza ofensiva al servicio de sus guerras por recursos. Todo esto tiene sentido desde el punto de vista de los intereses hegemónicos de Washington (la prioridad de impedir una UE autónoma e independiente en su acción internacional citada por Brzezinski), pero desde el punto de vista de los intereses de la seguridad europea es un desastre. ¿Por qué?
Porque en Europa solo habrá seguridad con Rusia. No la habrá sin Rusia, y, desde luego, de ninguna manera contra Rusia. Y eso independientemente de lo mucho o poco que nos guste su régimen político.
Dicho esto se podría pensar que la UE es víctima o está secuestrada por Estados Unidos. No es del todo así, porque en esa hipoteca hay claras responsabilidades del propio hipotecado. La situación recuerda a nuestro ladrillo ibérico, la burbuja inmobiliaria. Sí, los bancos alemanes pusieron buena parte del dinero, pero los que construimos aquellos inmuebles e infraestructuras sobrantes o inútiles para mayor gloria de la especulación y de la corrupción éramos nosotros. Con la hipoteca de la UE en política de defensa y de seguridad pasa algo parecido.
A diferencia de los años sesenta y setenta del siglo XX, cuando muchas naciones europeas se desmarcaron u opusieron a la guerra de Vietnam (recordemos la tensión de Washington con la Suecia de Olof Palme, el espíritu independiente del General De Gaulle o el hecho de que ni siquiera la fiel Inglaterra enviara soldados a Vietnam), hoy la UE actúa casi siempre como el “ayudante del sheriff”: no solo participando en la artificial e innecesaria tensión con Rusia y colocando bases y armas en las mismas barbas del oso, sino contribuyendo a violar la ley internacional con su participación, bajo diversas formas y modalidades, en todas las guerras de EE.UU., desde Yugoslavia hasta Siria, pasando por Afganistán, Irak y Libia, e incluso enviando barcos (Francia e Inglaterra) a patrullar el Mar de China meridional, donde no se nos ha perdido absolutamente nada, a fin de participar en el acoso de Estados Unidos a China actualmente en curso…
El fin de la ingenuidad
Para acabar: Europa debería desprenderse de esa hipoteca y contribuir a un orden mundial más estable y sensato que el actual. ¿Cómo? En materia de seguridad yo propondría un acuerdo en el seno de la Unión Europea cuyo preámbulo dijera algo así:
“Decididos a salvaguardar la libertad, la herencia común y la civilización de nuestros pueblos, basados en los principios de la democracia, las libertades individuales y el imperio de la ley, reafirmamos nuestra fe en los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas y nuestro deseo de vivir en paz con todos los pueblos y todos los Gobiernos”.
Y el artículo 1 de tal acuerdo podría estipular lo siguiente:
“Las Partes se comprometen, tal y como está establecido en la Carta de las Naciones Unidas, a resolver por medios pacíficos cualquier controversia internacional en la que pudieran verse implicadas, de modo que la paz y seguridad internacionales, así como la justicia, no sean puestas en peligro, y a abstenerse en sus relaciones internacionales de recurrir a la amenaza o al empleo de la fuerza de cualquier forma que resulte incompatible con los propósitos de las Naciones Unidas”.
A estas alturas, ustedes ya habrán llegado a una conclusión: la de que este comentarista es un perfecto ingenuo. Efectivamente, porque tanto ese preámbulo como esa artículo I, pertenecen textualmente al acuerdo de Washington de 4 de abril de 1949 que fundó la OTAN. Así que, setenta años después, entre el mito del continente de paz y el lastre de esa hipoteca, ya es hora de dejar de lado la ingenuidad al abordar una “seguridad europea” desmarcada de vasallajes, ambiciones imperiales y en línea con los retos del siglo.
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(* Este texto sigue las notas de la conferencia de clausura del VI Congreso de la Asociación Española de Historia Militar (ASEHISMI),”Mitos e hipotecas de la seguridad europea en la nueva guerra fría” Granada 24 de mayo).
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Autor >
Rafael Poch
Rafael Poch-de-Feliu (Barcelona) fue corresponsal de La Vanguardia en Moscú, Pekín y Berlín. Autor de varios libros; sobre el fin de la URSS, sobre la Rusia de Putin, sobre China, y un ensayo colectivo sobre la Alemania de la eurocrisis.
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