Tribuna
No fue un golpe de Estado
Para poder desatascar el conflicto catalán es imperioso abandonar de una vez la tesis de que los independentistas son unos “golpistas”
Ignacio Sánchez-Cuenca 8/06/2019
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La Fiscalía del Tribunal Supremo ha legitimado una de las más graves patologías de la política y la esfera pública españolas, la calificación de la crisis catalana del otoño de 2017 como un “golpe de Estado”. Es curioso recordar que durante las angustiosas semanas de septiembre y octubre de 2017, nadie habló de que se estuviera produciendo un golpe de Estado. La expresión comenzó a hacer fortuna meses después, como complemento político a la acusación lanzada por la Fiscalía General del Estado del delito penal de rebelión.
La tesis de que en Cataluña hubo un golpe de Estado fallido la pusieron en circulación los políticos y analistas más duros del nacionalismo español y ha ido poco a poco normalizándose en la vida pública ante el consentimiento, la indiferencia o la resignación de los demás. Han sido pocas las ocasiones en que se ha tratado de frenar esta forma impropia de hablar. Aitor Esteban, el diputado del PNV, es una de las raras excepciones; en el Congreso ha explicado claramente que no tiene sentido referirse a los sucesos referidos como un golpe de Estado.
No es mi intención entrar en controversias jurídicas. Déjenme tan sólo apuntar que en nuestro sistema penal no existe el delito de “golpe de Estado” y, por lo tanto, cuando la Fiscalía introduce en sus alegatos consideraciones sobre el golpe de Estado catalán se está metiendo en un debate político que no es de su competencia. A mi entender, si los fiscales han optado por hablar de un golpe es porque no han encontrado las pruebas de la violencia que los delitos de rebelión y sedición requieren. Al afirmar que hubo un golpe, confían en que la acusación de rebelión tenga algo más de verosimilitud.
Un golpe de Estado consiste en la toma del poder por el Ejército o con la ayuda del Ejército (o de otros cuerpos armados que formen parte del Estado). Puede ser cruento o incruento. Será incruento (como en el golpe de Primo de Rivera de 1923) cuando nadie se oponga por la fuerza a los designios de los golpistas. Pero a pesar de que en ocasiones el golpe no se desarrolle con violencia, la amenaza de la misma resulta crucial para que este tenga éxito. Si no hubiera violencia o amenaza de la misma, ¿qué razones tendrían las autoridades para ceder el poder a los golpistas?
Los golpes de Estado son distintos de las revoluciones, pues aunque estas son también violentas, se llevan a cabo desde fuera del Estado. Son las masas las que protagonizan una revolución, frente a las fuerzas armadas en los golpes.
Los golpes de Estado son la culminación de una conjura previa. Se planean en secreto y se ejecutan por sorpresa. Los golpes de Estado nunca se anuncian con antelación. En el caso catalán, sin embargo, los planes de los independentistas fueron públicos y los líderes independentistas los dieron a conocer meses antes. Tanto las leyes aprobadas los días 6 y 7 de septiembre, como el referéndum del 1-O, como la posterior declaración de independencia fueron sucesos cuya ocurrencia se conocía previamente.
Los golpes de Estado se llevan a cabo en muy poco tiempo, no son procesos que se prolonguen durante meses. La crisis catalana, en cambio, se desenvolvió lentamente, a la vista de todos, culminando en los sucesos de otoño de 2017.
Los golpes de Estado son un medio para la toma del poder. Los procesos de secesión o partición no se incluyen en la categoría “golpe de Estado” en los estudios comparados. Que yo sepa, la declaración de independencia de los Estados Unidos de América del 4 de julio 1776 no se ha descrito nunca como un golpe de Estado; ni tampoco nadie habla de golpe de Estado para referirse a la partición del Estado checoslovaco en 1993.
En realidad, quienes tratar de dar un mínimo de rigor a la tesis del golpe de Estado catalán buscan cobijo en las doctrinas del jurista austriaco Hans Kelsen, quien defendió que cualquier cambio institucional no basado en la legalidad vigente constituye un golpe de Estado. Esta es la doctrina a la que recurrió la Fiscalía del Tribunal Supremo. La visión kelseniana es producto de una concepción completamente formalista del Derecho. Kelsen fue un gran teórico, sin duda, pero sus opiniones políticas no eran infalibles: a mi juicio, es un error mayúsculo utilizar el término “golpe de Estado” para abarcar cualquier ruptura del orden constitucional. De hecho, no ha tenido demasiado éxito su propuesta, pues normalmente no se habla de “golpe de Estado” para describir lo sucedido en muchas de las rupturas constitucionales que se han registrado a lo largo de la historia. Aplicando estrictamente la tesis de Kelsen, tendríamos que concluir, por ejemplo, que la proclamación de la Segunda República fue un golpe de Estado, o que todas las revoluciones han sido golpes de Estado.
Nadie cuestiona que las autoridades catalanas trataron de suplantar la legalidad constitucional española por una legalidad de nuevo cuño que permitiera constituir la república catalana. Ahora bien, ese intento de ruptura no fue un golpe de Estado. Que no fuera un golpe de Estado no quiere decir que no fuera grave. Significa solamente que no fue un intento violento de tomar el poder en España.
Según lo entiendo, para poder desatascar el conflicto catalán es imperioso abandonar de una vez la tesis de que los independentistas son unos “golpistas”. Los sucesos de Cataluña fueron la manifestación última de una profunda crisis constitucional. Dicha crisis comenzó a fraguarse con la desafortunada sentencia del Tribunal Constitucional de 2010, que cerraba la puerta a cualquier vía de definición plurinacional del Estado español. En un contexto político y económico convulso, las autoridades catalanas radicalizaron sus pretensiones, a la vez que el Gobierno español se negaba a reconocer la existencia de un problema político. La cerrazón de ambas partes produjo una crisis constitucional que debió resolverse política y constitucionalmente, pero que se ha derivado hacia la justicia penal para desgracia de todos, sobre todo de los acusados.
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Ignacio Sánchez-Cuenca
Es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus últimos libros, La desfachatez intelectual (Catarata 2016), La impotencia democrática (Catarata, 2014) y La izquierda, fin de un ciclo (2019).
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