TRIBUNA
No usarás el nombre de Habermas en vano (ni tampoco el de Kelsen)
Tal vez el fiscal Zaragoza no encontró muchas más alternativas en sus conclusiones debido a la debilidad de las pruebas presentadas en el proceso, al menos con respecto a las acusaciones de rebelión y sedición
José Luis Martí 6/06/2019
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El martes pudimos escuchar los informes finales de las acusaciones en el “juicio al procés”, unos informes que podríamos calificar de sorprendentes –aunque, bien pensado, ¿a alguien le queda todavía capacidad de sorprenderse? Cuando les he contado a mis colegas extranjeros con los que me encontraba estos días en un congreso en Harvard que se han pronunciado ante el Tribunal Supremo español los nombres de Jürgen Habermas y Hans Kelsen (además del de John Elliott), no daban crédito a mi relato. Sus ojos abiertos de par en par revelaban incredulidad. Y, vale decir, una cierta admiración también. ¡Menuda muestra de erudición por parte del fiscal Javier Zaragoza! Casi me daba pena desengañarlos. El problema es que si uno se pone a citar nada más y nada menos que a Habermas y Kelsen hay que hacerlo bien. Y aquí viene mi sorpresa, no la de mis colegas: siendo conscientes de que estamos ante el juicio más importante de la historia de la democracia española reciente –nunca lo repetiremos lo suficiente–, ¿no podían las acusaciones prepararse un poco mejor las intervenciones finales? Ya lo dice uno de los mandamientos de la teoría de la democracia contemporánea: no usarás el nombre de Habermas en vano.
Veamos. El informe final del fiscal Zaragoza se tendió tres auto-trampas que nadie le obligó a tenderse, y que sólo pueden calificarse de errores de planificación. La primera fue de estrategia general. Contra lo que muchos analistas han destacado estos días –que si fue un informe duro al hablar de golpe de Estado, que si se orientó a justificar la existencia del delito de rebelión, etc.–, lo cierto es que a mi me pareció un informe planificado “a la defensiva”. Habló de rebelión y de golpe de Estado, sí, y también de violencia. Pero sobre todo habló de todo aquello que las defensas han estado argumentando durante estos meses de juicio. Habló del derecho a la autodeterminación, del derecho a decidir, del derecho a la manifestación y a la participación, del derecho a la protesta, de la democracia militante, de los “presos políticos”, etc. Por supuesto, habló de todo ello con el ánimo de contrarrestar los argumentos de la defensa, y de sostener que tales derechos, o bien no existen, o bien no pueden amparar los hechos que se han juzgado a lo largo del juicio. Es decir, el fiscal Zaragoza dedicó mucho más tiempo a defenderse de los argumentos de la defensa que a desplegar los propios argumentos de la acusación pública para demostrar la existencia de los supuestos delitos que imputa a los acusados, de rebelión, sedición, malversación de fondos públicos y desobediencia a las resoluciones del Tribunal Constitucional. A esto le llamamos “jugar a la defensiva” y no “al ataque”, como uno esperaría de un Ministerio Fiscal en un juicio sobre delitos tan graves como estos.
De hecho, hay algo muy notable que no he visto destacado todavía por ningún analista: si alguien consigue una transcripción escrita del informe del fiscal, cosa que yo no he podido hacer todavía, y aplica una simple función de “buscar palabras”, podrá comprobar que el fiscal se refiere en muchísimas más ocasiones a los términos de desobediencia y afines, que a los de rebelión y sedición. ¿Puede alguien imaginarse a un fiscal en un juicio por verdadera rebelión o por un golpe de Estado –pensemos en Companys, o en los golpes de Franco y Tejero– poniendo tanto énfasis en si los acusados desobedecieron las decisiones e instrucciones específicas del Tribunal Constitucional en lugar de montar toda la argumentación del caso en la existencia de la propia rebelión o el propio golpe de Estado? Me temo que esto no hace sino mostrar lo evidente, lo que todos ya sabíamos desde 2017, lo que más de 500 catedráticos de derecho afirmaron con contundencia, y lo que además hemos comprobado en los últimos tres meses de juicio: que nunca se produjo la violencia necesaria para que se puedan calificar los hechos como un delito de rebelión, y que tampoco se produjo el “alzamiento tumultuario” que el delito de sedición requiere. Si Zaragoza hubiera jugado “al ataque”, hubiera dedicado buena parte de sus preciosos “minutos de oro” procesal a convencernos de que ambas cosas sí ocurrieron. Pero no lo hizo. O al menos no lo logró.
Dentro de esa estrategia defensiva que he mencionado, el fiscal Zaragoza se tendió una segunda auto-trampa, que consistió justamente en citar al filósofo político alemán Jürgen Habermas al inicio de su intervención. Para los que no hayan oído hablar de este señor, baste decir que es, sin ninguna duda, el filósofo político vivo más importante del mundo, el gran teórico de la democracia deliberativa, y uno de los que, junto a John Rawls, han marcado los caminos de la filosofía política de las últimas décadas. Es un autor extremadamente complejo y difícil, razón por la cual es también, paradójicamente, uno de los menos leídos. Son muy pocos los que han leído sus obras capitales –la Teoría de la acción comunicativa, normalmente publicada en dos volúmenes, y su Facticidad y validez. Y los que lo han hecho, como yo, frecuentemente han necesitado de la ayuda de otros textos secundarios para comprender bien lo que Habermas nos quiere decir. Si alguien en España tiene dudas sobre su obra, Cristina Lafont, Pere Fabra o Juan Carlos Velasco se encuentran entre las personas más autorizadas que conozco para responderlas. Pues en efecto, si alguien necesita cargarse de razones en determinada discusión, es siempre maravilloso tener a Habermas de su parte. Vamos, que citar a Habermas es como utilizar artillería filosófica de gran calibre.
Según el fiscal Zaragoza, Habermas sostiene que “la legitimidad de la secesión no se puede decidir sin plantear previamente la legitimidad del statu quo”, esto es, la que tiene “todo Estado democrático”, como sin duda es el español. Si el Estado es democrático, y por ende legítimo, no cabe la secesión. Por lo tanto, “no hay un derecho moral a la secesión, sino, ya no solo la obligación legal, sino la obligación cívica de defender la constitución”. Efectivamente, Habermas piensa eso. De hecho, no sólo lo piensa Habermas. Diría que, correctamente matizado, lo piensa un 90% de los teóricos políticos actuales. La pregunta sería: ¿por qué citar a Habermas para afirmar algo suscrito tan mayoritariamente por la filosofía política contemporánea? La respuesta tal vez tiene que ver con el hecho de que Habermas tiene muy poca simpatía por el nacionalismo en general, y por los movimientos independentistas europeos en particular. En ocasiones ha comparado al independentismo catalán, creo que injustamente, dicho sea de paso, con el populismo de extrema derecha de Le Pen en Francia.
Pero aquí comienzan los problemas. Primero, y más importante, Habermas está hablando de legitimidad política y de derechos morales. El debate es interesantísimo; yo no haría otra cosa que discutir argumentos de ese tipo. Pero ¿qué pinta ese argumento en un informe final de un proceso penal por rebelión? Al entrar a discutir si existe o no un derecho moral a la secesión, el fiscal Zaragoza se mete en un campo minado, uno del que debería salir inmediatamente como quien huye del diablo, y que es completamente independiente, y por lo tanto inútil, para su causa de acusar a los acusados por la comisión de determinados delitos. Segundo, por mor a la verdad, Habermas –y los que opinamos como él–, se refiere a la inexistencia de un derecho moral unilateral a la secesión, que todavía es compatible con la organización de referéndums, con la negociación política y, sobre todo, con algo que Habermas nunca negaría, el derecho a plantear democrática y deliberativamente soluciones a los problemas políticos existentes, y el derecho a expresar la disidencia, a protestar, e incluso, en el extremo, a desobedecer civilmente aquellas normas que nos parecen injustas. No es sólo que Habermas no negaría eso, sino que expresaría, como hacemos todos los teóricos de la democracia, su profunda preocupación por el recorte de los derechos democráticos de protesta, reunión y manifestación, que estamos viendo en España y en otras democracias avanzadas del mundo. Y tercero, conviene recordar, aunque el desarrollo de esta idea quedará para otra ocasión, que la legitimidad democrática no es una cuestión de todo o nada, que una democracia puede haber alcanzado ciertos niveles mínimos de legitimidad general, y aún así tratar determinados problemas políticos con poco acierto, con injusticia –que puede ser grave– e incluso con falta de legitimidad democrática para determinadas actuaciones concretas. España es una democracia, sí, pero la actuación policial del 1-O fue desproporcionada, y por lo tanto ilegal, además de injusta y democráticamente ilegítima. Dos calificaciones, esta últimas, que también son aplicables en mi opinión al discurso del Rey Felipe VI del día 3 de octubre, al que con términos tan elogiosos se refirió también el fiscal Zaragoza. Recordemos el mandamiento: no usarás el nombre de Habermas en vano.
O, para el caso, ¡el de Kelsen! Llegamos así a la tercera y última auto-trampa del informe final del Ministerio Público, la referencia al golpe de Estado, “en terminología de Hans Kelsen, ese ilustre jurista austríaco que tuvo que huir en los años 30 a Estados Unidos, ante el auge del nazismo”. Si Habermas es el filósofo político más importante del mundo vivo en estos momentos, Kelsen fue seguramente el teórico del derecho más importante del siglo XX y uno de los padres del pensamiento constitucional europeo. Todo estudiante de derecho lo conoce, al menos en Europa. Si Habermas fue artillería pesada en el informe, Kelsen pretendía ser la bomba de hidrógeno que el fiscal Zaragoza se reservó para el final de su intervención. Según Zaragoza, lo que los acusados organizaron en septiembre y octubre de 2017 fue un auténtico golpe de Estado, según la definición utilizada por este grandísimo jurista. Y tiene toda la razón. Pues para Kelsen la noción de golpe de Estado se asocia al intento de reemplazar la legalidad constitucional vigente en un Estado por otra distinta sin seguir los cauces legales o de validez jurídica establecidos por la propia constitución vigente, intervenga o no violencia, la lleve a cabo “el pueblo” o una minoría determinada.
Pero, atención, señor Zaragoza, se ha metido usted solito en una trampa mortal. Por varios motivos. El primero, y fundamental, lo voy a expresar de la forma más categórica que puedo, ras i curt, como decimos los catalanes, aunque pueda causar sorpresa o incredulidad en muchos lectores: señor Zaragoza, usted sabe perfectamente que cometer un golpe de Estado NO es delito en España. No al menos en el sentido de Kelsen. En efecto, basta leerse el Código Penal para ver que no existe ningún “delito de golpe de Estado”. Dicha expresión, “golpe de Estado”, no aparece nunca mencionada en el código. Sí es delito la rebelión, por supuesto. Pero, ah, señor Zaragoza, la rebelión, a diferencia de la noción kelseniana de golpe de Estado, requiere de violencia. Y no cualquier violencia. Requiere de una violencia grave organizada y perpetrada con el objetivo de subvertir el orden constitucional. La existencia de la cual usted no ha logrado demostrar a lo largo del juicio. La noción de Kelsen de golpe de Estado, su bomba nuclear discursiva, es sencilla y llanamente irrelevante para el juicio penal que tenemos delante.
A esto debemos añadir una última consideración. Como sostuve con total contundencia en septiembre de 2017, estoy de acuerdo con el fiscal Zaragoza en que la aprobación de la Ley del Referéndum de Autodeterminación 17/2017 de 6 de septiembre, en particular en virtud de su Disposición Final Primera, que establece que dejan de ser aplicables en Cataluña todas aquellas leyes de cualquier rango que sean incompatibles con la misma, implica en sí misma un golpe de Estado en el sentido técnico (no penal) kelseniano. Y ya no digamos la Ley de Transitoriedad y Fundacional de la República 20/2017 de 8 de septiembre, cuyo título deja poco lugar a las ambigüedades. Hay que advertir, no obstante, que no todos los juristas están de acuerdo en que dichos hechos de aprobación parlamentaria de los días 6 y 7 de septiembre constituyan un golpe de Estado digno de este nombre, ni siquiera en el sentido kelseniano, por más que obviamente sí implicaran actos ilícitos que vulneraron la legalidad constitucional, estatutaria y parlamentaria en Cataluña. Pero, además, si ese fue el tema, si tan importante era para la estrategia de la acusación, ¿por qué hemos oído hablar tan poco a lo largo del juicio de los días 6 y 7 de septiembre? ¿No implica todo ello una estrategia inconsistente?
En definitiva, me temo que los informes finales de las acusaciones, y en particular el de la Fiscalía, no han estado a la altura de las circunstancias. Tal vez el fiscal Zaragoza no encontrara muchas más alternativas para llenar su tiempo de conclusiones definitivas debido a la debilidad de las pruebas presentadas a lo largo del proceso, al menos con respecto a las acusaciones más importantes de rebelión y sedición. Pero, aunque ese fuera el caso, no debería haber usado los nombres de Habermas y Kelsen en vano. Que el juicio es muy importante, sí. Pero más importantes son estos dos gigantes del pensamiento político, jurídico, democrático y constitucional.
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José Luis Martí es profesor de filosofía del derecho de la Universidad Pompeu Fabra y miembro del consejo editorial de CTXT.
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José Luis Martí
Es profesor de Filosofía del derecho de la Universidad Pompeu Fabra.
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