Tribuna
El uso del conocimiento en la sociedad: materiales para una utopía
El saber es la dimensión más excelsa de la vida humana y, durante 6.000 años, solo una pequeña minoría ha podido dedicarse a cultivarla, creando una de las comunidades más libres, igualitarias y exitosas: la comunidad científica
Luis Fernando Medina Sierra 12/06/2019
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
CTXT se financia en un 40% con aportaciones de sus suscriptoras y suscriptores. Esas contribuciones nos permiten no depender de la publicidad, y blindar nuestra independencia. Y así, la gente que no puede pagar puede leer la revista en abierto. Si puedes permitirte aportar 50 euros anuales, pincha en agora.ctxt.es. Gracias.
Como ya habrán adivinado algunos lectores, el título de este texto es un robo del título de un famoso ensayo de Friedrich von Hayek, el economista libertario y antisocialista acérrimo. Por eso mismo, estas líneas pueden chocar a algún hayekiano que se sorprenderá de ver a su maestro puesto al servicio de algo que para él era tan detestable como las utopías. Lo que ocurre es que, a pesar de su título un tanto esotérico, el texto de Hayek, excelente por donde se le mire, fue una pieza clave en el desarrollo intelectual del fundamentalismo de mercado de nuestro tiempo. Aunque suene a exageración, una búsqueda de alternativas a este dogma debe volver a aquel artículo un poco olvidado de 1945 para ver cuáles fueron los caminos no tomados.
El artículo, publicado en la prestigiosísima American Economic Review, la revista de referencia de la disciplina, es una polémica contra, cómo no, el socialismo pero más que el contenido específico de su argumento, lo que resulta sorprendente es su punto de partida. Hayek ofrece una imagen del mercado muy poderosa al equipararlo con un gigantesco y anónimo procesador de información. Como toda idea genial, ésta parece absurda a primera vista y obvia al reconsiderarla.
Escribo estas líneas en un MacBook Pro que, a pesar de su edad y mis propósitos de reemplazarlo cuanto antes, sigue cumpliendo leal con mis caprichos. Tomando en cuenta calidad, precio, diseño, éste es el mío. No voy a ponerme aquí a criticar a quienes prefieran otro tipo de ordenador. Si alguien prefiere otro, perfecto. Pero éste es el mío. ¿Cómo llegó a mí? Ninguna agencia central de planificación dio la orden de que me lo enviaran. Mucho menos se iba a tomar la molestia de diseñarlo de la manera que a mí me gusta. Fue el mercado el que, gracias a la competencia entre agentes económicos dedicados a maximizar su beneficio, logró que en California se hicieran las innovaciones que tanto valoro y que ese diseño fuera enviado a China donde se podía producir al precio que yo podía pagar. Si el diseño del ordenador no fuera aceptable para suficientes posibles compradores, ya habría sido necesario descontinuarlo o incluso nunca se hubiera fabricado. El sistema de precios, el libre juego de oferta y demanda hizo posible que, sin que nadie se lo propusiera, la información sobre mis gustos y los de tantos otros consumidores fuera transmitida a California y de allí a China. El mismo sistema de precios logró que mi ordenador llegara a la tienda donde lo compré (en Bogotá), a miles de kilómetros de distancia de donde se fabricó. No tuve que esperar meses para que me lo entregaran, ni tampoco se habían apilado millares de ordenadores sin comprador en alguna tienda de un pueblo perdido del sureste colombiano.
Se trata de un pequeño prodigio cotidiano que cada uno de nosotros puede multiplicar miles de veces. Hayek tuvo la brillantez de reflexionar en este punto que para muchos es trivial y sacar de allí una conclusión muy poderosa: el mercado es, en esencia, un mecanismo para diseminar, agregar y utilizar de manera eficiente la información dispersa a todo lo largo y ancho de una sociedad infinitamente compleja.
A veces las ideas más influyentes son aquellas que yacen enterradas en el fondo de nuestros aparatos conceptuales, tan hondo que ni siquiera nos detenemos a revisarlas. En todos los debates mediáticos sobre el capitalismo rara vez se menciona este atisbo de Hayek. Pero es que su mayor efecto ha sido su capacidad de silenciar. Cada vez que alguien afirma que no hay alternativa al fundamentalismo de mercado, está rindiéndole tributo a Hayek, así no lo sepa porque, en el fondo, lo que está diciendo es que no existe ningún mecanismo que sea capaz de cumplir de manera medianamente satisfactoria las tareas descomunales que el mercado cumple sin generar ruido.
El reto que plantea Hayek es formidable. Claramente, la planificación central de los países comunistas del siglo XX fue incapaz de cumplir con él. Su ensayo fue escrito cuando no se había puesto en boga el término “globalización” pero hoy su relevancia es aún mayor; ahora los mercados posibilitan un flujo de información de escala planetaria.
Pero detengámonos un momento y volvamos al título del texto. ¿Qué hace allí la palabra “conocimiento”? Pocos economistas la usan hoy en día y más bien prefieren hablar de “información”, como yo mismo lo he hecho en los párrafos anteriores. De hecho, suena un poco raro decir que los datos sobre mis gustos respecto al MacBook Pro son “conocimiento.” Sin duda es más adecuado llamarlos “información”. Intuitivamente, “conocimiento” e “información” son dos cosas distintas. Dije al comienzo de este texto que mi propósito era buscar caminos no tomados. He aquí la primera trocha.
¿En qué se diferencian el conocimiento y la información? Podríamos llenar varias páginas al respecto pero para el tema que nos ocupa basta con algunos comentarios. Llamamos información a cualquier símbolo que represente un estado de cosas del mundo. Puedo informarme sobre un incendio forestal viendo un video por internet, o leyendo un artículo de prensa, o escuchando un relato. En esa medida, la información se caracteriza porque tiene un criterio evaluativo fundamental: su exactitud. No importa cuán elegante sea el artículo de prensa, si miente sobre el incendio, no es informativo. Puedo mejorar la calidad de mi información sobre el incendio buscando más datos. Tal vez nunca llegue a tener la representación exacta del mismo pero en principio es posible.
El conocimiento se nutre de la información pero va mucho más allá. Si me aprendo hasta el último detalle de un incendio forestal, no por eso soy un conocedor del tema. Un buen ingeniero forestal no se limita a aprenderse los detalles de un evento. Observa varios de ellos para compararlos, para conocer sus causas, sus patrones de comportamiento y, en últimas, cuándo conviene extinguirlos y, en caso afirmativo, cómo. Dicho ingeniero puede tener mucha menos información que yo sobre este incendio en particular. Pero tiene mucho más conocimiento.
Estos matices aparentemente especulativos tienen gran importancia para el tema que nos ocupa porque, a diferencia de la información, históricamente el conocimiento se ha producido y diseminado en condiciones muy distintas a las que postula Hayek. Así como antes nos detuvimos a apreciar el prodigio que logran los mercados, detengámonos a apreciar lo prodigiosa que ha sido la producción de conocimiento, tal vez la joya más rutilante de la humanidad.
Solo para producir las imágenes del agujero negro que cautivaron al mundo hace unos meses fueron necesarios los esfuerzos de miles de personas en los rincones más apartados del planeta. Fue una labor que involucraba muchas disciplinas y, por tanto, un sistema muy complejo de división del trabajo. Pero, por la naturaleza misma del conocimiento, no era algo que se pudiera transmitir a través de mecanismos anónimos de mercado.
A diferencia de la información, el conocimiento no tiene un único criterio de evaluación. Una teoría puede ser muy exacta pero tan alambicada que resulta inútil. Otra puede ser muy ingeniosa pero fallar a la hora de explicar hallazgos fundamentales. Por eso el conocimiento no solo se transmite sino que se construye, se revisa, se perfecciona, se refuta, etc. Para eso se requiere un delicado equilibrio entre competencia y cooperación. Hay competencia entre científicos como la hay en el mercado. Pero también hay cooperación y, más aún, el científico que se adentra en un callejón sin salida no es igual que la empresa que produce bienes defectuosos. Ésta última va a la bancarrota, aquel en cambio es reconocido como alguien que prestó un aporte al desarrollo de la ciencia ya que, gracias a sus fallos, ahora los demás científicos pueden ahorrarse esfuerzos.
Un mercado puede funcionar aún con enormes desigualdades. En cambio, la producción de conocimiento necesita cierta igualdad básica entre sus participantes para que se pueda dar el saludable intercambio de puntos de vista sin el cual el proceso se estanca. La ciencia necesita jerarquías pero éstas no deben ser tan rígidas que impidan el libre examen. Un asistente de investigación debe estar en capacidad de presentar sus datos aún si, especialmente si, contradicen los resultados de algún gran pope.
El mercado agrega información de acuerdo a criterios evaluativos unidimensionales que, en últimas, se reducen a la rentabilidad. La información más precisa es más rentable. En cambio, el conocimiento necesita múltiples criterios y, por tanto, no hay ninguna autoridad última, personal o anónima, que sirva de árbitro. La comunidad científica debe estar siempre deliberando, reconociendo que lo que hoy parece un gran avance, puede que mañana resulte equivocado.
En síntesis, el conocimiento se produce y se transmite en condiciones muy distintas a las del mercado capitalista. En lugar de depender de un único modelo organizacional, el conocimiento requiere de una gran pluralidad de reglas y procedimientos, siempre abiertos a la potencial participación de todos en condiciones de transparencia.
Se suele decir que solo las firmas capitalistas son capaces de generar eficiencia en las sociedades tan complejas que habitamos. Pero la actividad científica es un ejemplo de una enorme red transnacional que vincula millones de personas, a través de todo el planeta, a través de prácticas mucho más democráticas e igualitarias que las de la inmensa mayoría de las firmas y que ha sido capaz de logros espectaculares.
Por importante que sea este ejemplo, ni las fotos de agujeros negros, ni los teoremas matemáticos, ni los ensayos filosóficos sirven para comer. ¿Qué relevancia tiene para la organización económica de la sociedad pensar en las prácticas que tan bien nos han servido para producir conocimiento? Tal vez mucho más de lo que creemos. Sugiero tres razones para esto.
Primero, una proporción cada vez mayor de nuestra vida cotidiana depende de bienes intangibles. Como sociedad tenemos más tiempo libre que en épocas anteriores, muy mal repartido, por cierto, lo cual ha llevado a niveles inéditos nuestro consumo de “bienes culturales.” Pero la lógica del mercado ha avasallado a tal punto las condiciones de producción de estos bienes que ya está en peligro la creatividad y pluralidad que supuestamente son su razón de ser. Nuestros datos son ahora recursos que se transan en el mercado generando riesgos sociales y éticos contra los que la rentabilidad corporativa no nos puede defender. Los medios de comunicación juegan un papel cada vez más importante en nuestras vidas pero al mismo tiempo están cada vez más sometidos a los intereses económicos lo cual erosiona la base misma de credibilidad e integridad que necesitan para existir. En todas estas actividades hay espacio para introducir las prácticas democráticas e igualitarias que imperan en la producción de conocimiento ya que, en buena medida, son conocimiento.
Segundo, la distinción misma entre conocimiento y bienes materiales es obsoleta. Nuestra existencia material cada vez necesita más conocimiento. Nuestras decisiones de consumo más triviales tienen hoy en día un impacto global, afectando la vida de personas a miles de kilómetros de distancia y de generaciones futuras. Es cada vez más problemático creer que la información necesaria para decidir qué producir, cuándo y dónde es la que se transmite a través de nuestras demandas y ofertas individuales. Esas decisiones necesitan cada vez más una vasta combinación de saberes y una enorme pluralidad de voces, similares a las que existen en la comunidad científica. Por supuesto, comprar un pan no tiene por qué ser una labor tan compleja como presentar un seminario académico. No es necesario que todas y cada una de las panaderías de esquina funcione con los principios de deliberación e intercambio de un laboratorio científico. Pero sí se puede pensar en que la sociedad en general, y las comunidades afectadas en particular, deben poder incidir, mediante prácticas democráticas, en las decisiones de asignación de recursos escasos.
Por último, en una época en la que ya es técnicamente factible garantizar la subsistencia material de todos los seres humanos, especialmente en los países ricos, tal vez ya llegó la hora de comenzar a priorizar otros aspectos. En lugar de estar vinculando cada vez más la producción de conocimiento a los imperativos del mercado como hemos venido haciendo durante décadas, con efectos desastrosos sobre los sistemas públicos de educación, tal vez deberíamos estar pensando en cómo hacer para que el mayor número posible de personas pueda acceder a la producción y transmisión de conocimiento sin estar pensando en la rentabilidad monetaria de dicho acceso.
Hemos optado por denominar a nuestra especie “homo sapiens” precisamente porque el saber es la dimensión más excelsa de la vida humana. Durante seis mil años, solo una pequeña minoría ha podido dedicarse a cultivar esa dimensión, creando y preservando una de las comunidades más libres, igualitarias y exitosas que hayamos conocido: la comunidad científica que se extiende a lo largo de siglos y continentes. La excusa para mantener ese privilegio confinado a unos pocos era que las necesidades materiales debían tener prioridad. Pero esa excusa suena cada vez más hueca. Tal vez llegó la hora de que orientemos nuestras instituciones económicas y políticas al ideal socrático según el cual una vida no examinada no merece ser vivida.
CTXT se financia en un 40% con aportaciones de sus suscriptoras y suscriptores. Esas contribuciones nos permiten no depender de la publicidad, y blindar nuestra independencia. Y así, la gente que no puede pagar...
Autor >
Luis Fernando Medina Sierra
Es Investigador del Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales del Instituto Juan March. Doctorado en Economía en la Universidad de Stanford. Profesor de ciencia política en las Universidades de Chicago y Virginia (EEUU). Es autor de A Unified Theory of Collective Action and Social Change (University of Michigan Press, 2007) y de El fénix rojo (Catarata, 2014).
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí