TRIBUNA
¡Oh capitana, mi capitana!
Las cifras demuestran que la inmigración a través del Mediterráneo es muy baja. Pero la poderosa imagen de los cuerpos hacinados en barcos, bien utilizada políticamente, crea la sensación de que hay que cerrar los puertos
Joaquín Urías 2/07/2019
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El 29 de junio de 2019, Carola Rackete, capitana del barco de salvamento Sea Watch 3, dio la orden de enfilar hacia el puerto de Lampedusa, en Sicilia. La nave llevaba más de dos semanas dando vueltas por aguas internacionales con 42 náufragos a bordo sin que ningún país le permitiera el atraque. Sesenta horas antes había declarado el estado de emergencia ante el deterioro de la situación humanitaria de los rescatados.
El Sea Watch 3 finalmente forzó su atraque en el muelle, que fue recibido con aplausos por grupos de vecinos de la ciudad. Terminado este, la policía italiana subió a bordo y bajó detenida a Carola. Mientras caminaba, escoltada por la Guardia di Finanza, otro grupo de vecinos proferían una sarta de insultos contra la capitana. Entre ellos se pudo oír: “Ojalá te violen los negros”, “gitana, cornuda”, “te gustan las pollas negras”.
Ante el escándalo, una representante de la Liga –el partido del ministro Matteo Salvini que había convocado el acto de protesta contra los náufragos y sus rescatadores– condenó las expresiones sexistas; argumentó que algunos de los que gritaron estaban borrachos y enfadados porque los inmigrantes molestaban a sus novias. Reconoció entonces que quizás alguno de ellos había exagerado, pero recordó que la capitana estaba vulnerando las leyes italianas.
La imagen de una persona que acaba de salvar la vida a un grupo de náufragos insultada y humillada de esta forma es tremendamente chocante. ¿En qué momento lo que debía ser el recibimiento triunfal a una heroína se convirtió en este aquelarre de insultos y rechazo? El origen hay que buscarlo en una descomunal campaña de desinformación destinada a convencer a los ciudadanos europeos de que todo su bienestar está en peligro a causa de un puñado de hambrientos que enfilan sus costas en barcas hinchables.
La realidad es tozuda, pero no le importa a nadie. La cifra de inmigrantes en España lleva siete años cayendo. Casi el 70% de ellos son europeos o latinoamericanos. El número de inmigrantes llegados en patera es un porcentaje bajísimo del total y entre los refugiados, la inmensa mayoría de los que piden asilo en España no son africanos ni sirios, sino venezolanos, seguidos de colombianos. Las cifras demuestran que la inmigración irregular a través del Mediterráneo es el menor de los problemas españoles. Pero la poderosa imagen de los cuerpos hacinados en barcos o temblando en el puerto de Motril, bien utilizada políticamente, está creando la sensación de que es un problema mayor y que hay que cerrar los puertos.
La misma manipulación sucede en Italia y por toda Europa. En Polonia los musulmanes son el 0,1% de la población, poco más de treinta mil personas, incluyendo minorías nacionales que llevan desde siempre ahí, como los tártaros. Sin embargo, tras multitudinarias manifestaciones contra la islamización de la sociedad a causa de la inmigración descontrolada el Gobierno polaco consiguió sus más altas cotas de popularidad cuando se enfrentó a la Unión Europea con el lema “no vamos a recibir a ni un solo refugiado musulmán”.
En realidad, la única oleada que estamos sufriendo en Europa es la de los xenófobos que se aprovechan de un miedo falso para llegar al poder. Salvini o Vox son sólo los ejemplos más cercanos. Se trata de asustar a la población, de crear temor u odio al extranjero o al diferente y con eso ganar elecciones y mandar. Los daños colaterales son las vidas que se pierden en el Mediterráneo. El precio para el crecimiento de los partidos de derecha radical es que mueran personas, miles y miles de personas, en el mar.
Bajo esta presión, hace poco más de un año, la Unión Europea redujo la zona de rescate marítimo asignada por las normas internacionales a Italia. Le atribuyó el rescate a Libia, un país en plena guerra civil en el que está demostrado que los inmigrantes son torturados y esclavizados y todas las mujeres violadas. A continuación, la Unión Europea retiró todos los barcos de guerra, algunos españoles, que se dedicaban al rescate de inmigrantes. Lo último ha sido prohibir también los barcos privados de ONGs. Intentan acabar con la imagen de náufragos negros o musulmanes desembarcando en los puertos italianos. Como ellos, desesperados por la guerra o el hambre, no dejan de salir el resultado es un dramático ascenso de las personas que se ahogan cada día en el Mediterráneo. En 2018 las cifras oficiales contabilizaron casi tres mil muertos en el mediterráneo. La cifra real nunca se conocerá. Es un auténtico genocidio, auspiciado por la UE y apoyado por gobiernos radicales como el italiano, pero también por los supuestamente progresistas como el español.
Por eso, quien no apoye a las pocas personas valientes que jugándose la vida y la prisión desafían las normas injustas y salvan a los náufragos, está apoyando que mueran. No hay posturas intermedias. Quien no aplaude a Carola Rackete, está con los que la insultan. En materia de derechos humanos no hay lugar para matices. O se pone todo el esfuerzo en salvar la vida de personas en el mar y llevarlas a un puerto seguro, o se es cómplice en su muerte. Frente a una persona torturada, violada, a punto de morir en el mar por haber nacido en el país equivocado sólo cabe la solidaridad. El resto es barbarie. Cualquier duda, cualquier matiz tendente a suavizar nuestra defensa de la vida de seres humanos en peligro es una pendiente por la que nos deslizamos hacia la inhumanidad más absoluta.
Quienes repiten como un mantra que ellos sólo están en contra de la inmigración desordenada, son los mismos que nos gritan que metamos a los inmigrantes en nuestras casas, los mismos que dicen que los barcos de rescate son aliados de las mafias y los que piden que se cierren los puertos. Y todos ellos son cómplices de asesinato y denegación de auxilio. Están colaborando con la masacre de quienes huyen de la guerra y la miseria. Cada día mueren personas en ese mismo mar en el que en vacaciones iremos a bañarnos. Y no mueren por la mala suerte ni porque ellos se lo hayan buscado. Mueren porque hay ciudadanos y ciudadanas de orden, muchos de ellos de misa semanal, que presionan para que nadie los rescate.
Hemos llegado, casi sin darnos cuenta, a la máxima degradación moral en la que puede caer el ser humano. La insensibilidad ante la muerte masiva de personas. Los insultos bufos y los chascarrillos casposos frente a seres humanos que intentan nadar en mitad de la nada antes de comenzar a tragar agua y hundirse para siempre.
Este verano centenares de miles de españoles en bermudas o bikini, con una cerveza o un tinto de verano en la mano, antes de meterse en el mar pensarán una vez más que no es culpa suya si acaban de ahogarse cien negros o cien moros más. Es mentira. Se meterán en un mar lleno de cadáveres de niños y de embarazadas. Intentando convencerse de que no son culpables. Pero lo son. Algunos de ellos, mientras se queman la barriga al sol, también pensaran que la tal Carola Rackete es una zorra. Pero no. Es una heroína valiente que se deja la piel y la vida para salvar las vidas que todos ellos han condenado.
Aquí no hay matices. O se lucha por salvar la vida de miles de personas o se colabora en su asesinato. Carola Rackete es el mejor ejemplo para una Europa que pierde la humanidad. Quienes no se emocionan ante esta capitana (¡oh capitana, mi capitana!), y ante todos los que a diario desafían al poder para salvar vidas, son cómplices de asesinato. Ustedes sabrán.
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Joaquín Urías
Es profesor de Derecho Constitucional. Exletrado del Tribunal Constitucional.
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