Escupiéndose huesos de aceituna
Este lunes nadie se levantó y se fue del Congreso, a pesar de que se escupieron suficientes huesos dialécticos como para dejar baldados a todos nuestros aceituneros altivos. Cada uno en su ‘maniera’
Aníbal Malvar 23/07/2019
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Se respiraban este lunes en el Congreso de los Diputados unas ganas irreprimibles, por parte de todos los intervinientes, de ser Teodoro García Egea, ganador en 2008 del Campeonato Mundial de Lanzamiento de Hueso de Oliva celebrado durante las Fiestas de Primavera de Murcia. Un buen huesazo de aceituna escupido en la frente vale más que mil palabras. Yo lo practiqué una vez, con discutible fortuna, siendo periodista casi núbil. Había sido invitado a comer en una terraza compostelana por otra joven colega con la que mantuve una aseada y deferente conversación política hasta que se acercó un africano a vendernos pulseras. Ella lo despachó muy amablemente, pero en cuanto nos quedamos otra vez solos comenzó a desgranar todos los tópicos racistas de la época (eran, incluso, menos elaborados neuronalmente que los de ahora). Ilustraba la mujer su diatriba con una sonrisa inmaculada y dulce, y una voz de querube misacantano que enternecía los cimientos de mi catedral. Cada vez que hoy escucho a Rocío Monasterio, me acuerdo de ella. Yo la atendía en silencio, bebiendo cerveza y masticando con delectación carnosas olivas de tapa. Hasta que concluyó con la sorprendente teoría de que el movimiento feminista apoyaba la integración interracial porque las feas solo pueden aspirar a que se las folle un negro. Entonces viví el primer y único momento Teodoro de mi infructuosa existencia, un teodorismo avant-la-letreque ya anticipaba mi vocación vanguardista, y le estampé el hueso de aceituna en el centro de su bella y perversa frente. Se le viró la tez a un color blanco supremacista que para sí quisieran Santiago Abascal y Ortega-Smith, tan castigados por Natura con inequívocos rasgos abderramanes. Y mi dama se levantó y se fue temblequeante y airada, de lo que se puede colegir que las aficiones murcianas no tienen demasiada aceptación entre los gallegos.
Este lunes nadie se levantó y se fue del Congreso, a pesar de que se escupieron suficientes huesos dialécticos como para dejar baldados a todos nuestros aceituneros altivos. Cada uno en su maniera. Pedro Sánchez acribillaba a derecha e izquierda mientras mendigaba entre todos síes y abstenciones. Se nota que ha leído poco a Nietzsche: “Si solo se dieran limosnas por piedad, ya se habrían muerto de hambre todos los mendigos”.
Le llegó a sugerir a Pablo Iglesias que se cambiara de bando: “PP, Cs, Vox y Unidas Podemos suman mayoría absoluta. Pónganse ustedes de acuerdo”. Revoloteaba en sus réplicas a Iglesias resquemor por las palabras que pronunció recientemente el periodista y académico Luis María Anson: “Sánchez no quiere tener a Iglesias en el Consejo de Ministros porque teme que se lo coma con patatas a las finas hierbas. No sería para él nada cómodo tener a un hombre tan brillante y tan auténtico en la izquierda”.
Pablo Casado tiene verbo ágil y ameno, por veces incluso refrescante y divertido. Sus proyectiles aceituneros los eyectaba desde su perenne y bella sonrisa con elegante galanura. Qué gran orador sería este muchacho si tuviera algo que decir.
Albert Rivera se ha instalado en el cabreo permanente. La frase troncal de su discurso fue: “A mí no me hace ninguna gracia”. Ya nada le hace gracia al otrora inmarcesiblemente sonriente yerno ideal. Se ha sumido el político naranja en una eterna noche de walpurgisdesde que se vio obligado a convivir con la ultraderecha. Habló de la “habitación del pánico” donde negocian PSOE, UP y ERC, de “gobierno Frankenstein”, de “odiadores profesionales”, del “francomodín”, y hasta deslizó un contundente “estás jodido”. Incluso cuando se sentaba en la bancada junto a Inés Arrimadas para escuchar a los otros oradores, ambos parecían recién salidos de una sesión continua de la Hammer. Desde el día del Orgullo, y quizá antes, se les quedó a los dos cara fija de acosados por una tropa de zombies gais y lesbianos disparándoles asesinos chorritos de agua fresca. Cuando terminó su última réplica, abatió tan fieramente el micrófono de su escaño que temblaron los cuellos de todas las jirafas del planeta.
Quizá sea la cultura que le atribuye Anson, pero con qué donosura sabe vilipendiar y escupir huesazos Pablo Iglesias. Inició una de sus contrarréplicas alanceando a su vetador: “Cuando usted no lee un discurso, gana, aunque aunque a veces dice cosas inquietantes”; “sea prudente a la hora de decir lo que piensa”, pues “podría ofender a algunos”; “no es respetuoso con el aliado político ni con los ciudadanos”. Está cantado que estos dos se quieren.
¿Y qué decir del estreno de Santiago Abascal? El líder de Vox demostró que va a ser un eficaz parlamentario. Concatenó con naturalidad sus diatribas contra “los viejos y nuevos comunistas, los separatistas, los etarras, los sediciosos, los corruptos, la dictadura progre, las voceras del feminismo supremacista, los profanadores de tumbas alentados por la ley de memoria histórica” y todos esos mantras aprendidos desde hace lustros en los micrófonos de Federico Jiménez Losantos, César Vidal, Javier Esparza, Hermann Tertsch, Salvador Sostres, Arcadi Espada y otros vates de la ultratumba democrática. Aquellas audiencias millonarias las quiere convertir Abascal en votos, y no es descabellada su apuesta.
Se marchaba el respetable del Congreso con un hueso de aceituna en la boca y una melancolía, un desasosiego y una tristeza. Nuestros maestros del desentendimiento se deberían preocupar un poco de esa tristeza, pues, como dijo Sancho Panza a don Quijote, “señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres, pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias”. Que de tanto aceitunazo no nos manden a nuevas elecciones, no sea que acabe votando nuestro lado más bestia.
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