Manuel Cruz / Filósofo y presidente del Senado
“Sin un marco global, nociones como patria o pueblo carecen de signo político”
Miquel Seguró 31/07/2019
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
CTXT se financia en un 40% con aportaciones de sus suscriptoras y suscriptores. Esas contribuciones nos permiten no depender de la publicidad, y blindar nuestra independencia. Y así, la gente que no puede pagar puede leer la revista en abierto. Si puedes permitirte aportar 50 euros anuales, pincha en agora.ctxt.es. Gracias.
Manuel Cruz, un nombre muy conocido en el mundo de la filosofía y de la academia, lo es también ahora por ser presidente del Senado. Nunca tuve el privilegio de tenerlo directamente como profesor, lo que no significa que su maestría no me llegara a través de su larga y prolija bibliografía. Hablamos de un fecundo trabajo filosófico con más de treinta títulos publicados que le han reportado todo tipo de reconocimientos, entre ellos cuatro premios.
De lo que ha escrito en el último lustro destacaría, por motivos dispares, dos ensayos: Amo, luego existo, que le llevó a ganar el Premio Espasa de Ensayo de 2010, y Ser sin tiempo. El ocaso de la temporalidad en el mundo contemporáneo, un libro breve, intenso en contenido y de ágil estilo, que pudimos debatir en el marco del festival Barcelona Pensa. Ahora, con el fin de dar forma a esta entrevista, hemos podido intercambiar preguntas y respuestas por correo electrónico.
Su reciente nombramiento como presidente del Senado me ha traído a la memoria una frase de Ser sin tiempo, precisamente: “Frente a quienes se empeñan en construir un pensamiento único, se trata de afirmar la voluntad de que la crítica avance a través del diálogo, convirtiendo la pluralidad en ocasión para que la inteligencia no se detenga” (p. 62).
¿Qué debemos entender por “pensamiento único”?
Lo primero que quiero puntualizar es que, en realidad, tal vez lo más preciso sería hablar de pensamientos únicos, en plural, lo que no deja de contener una cierta autocontradicción. Pero lo cierto es que la voluntad, o la pretensión, de alcanzar una hegemonía absoluta en materia de pensamiento es algo a lo que, tradicionalmente, han aspirado la práctica totalidad de perspectivas teóricas particulares que en el mundo han sido.
Dicho lo cual, probablemente el triunfo de una perspectiva sobre las otras, su consagración, siempre transitoria, como pensamiento único, se produce en el momento en el que se naturaliza, en el que se convierte en un conjunto de creencias, por decirlo a la orteguiana manera, que ni siquiera son percibidas como tales sino como obviedades incuestionables.
¿Y por diálogo?
Es un maravilloso invento posibilitado por otro invento, si cabe, aun más importante, que es el de la palabra misma. El diálogo es ese espacio intersubjetivo que viene delimitado por el juego de la pregunta y la respuesta. Es una forma de poner en cuestión lo existente que abre la posibilidad de que la inteligencia avance en el camino de una comprensión más amplia y más completa de lo cuestionado.
Los diálogos platónicos ilustran muy bien la forma en la que, a través de la palabra, aquello que tendemos a dar por descontado, aquello ante lo que pasamos de largo porque nos parece obvio, puede y debe ser criticado para dar paso a nuevas perspectivas que en el futuro podrán ser sometidas a idéntico tratamiento.
Y sin embargo, ¿no tiende la estructura del pensamiento filosófico a la generación de conceptos fuertes y que se tienen por vertebradores de subsiguientes nociones?
Por supuesto, pero esa aspiración no es contradictoria sino que debe encontrar su forma de articulación con la dimensión procesual o, si se prefiere, histórica del pensamiento. Es más, con toda probabilidad, sea precisamente la de historia una de las nociones más fuertes y potentes que la humanidad ha conseguido alumbrar y, sin embargo, contiene en sí misma el germen de su propia evolución. Más aún, gracias a esa idea tutelar, el pensamiento consigue eludir el peligro de confundir fortaleza con dogma, firmeza con intolerancia en materia de ideas.
En diferentes ocasiones me preguntan por el momento álgido de la filosofía, concretamente por si podemos decir que está de moda. ¿Qué opina al respecto? ¿Estamos de moda los y las que nos dedicamos a la filosofía?
Me temo que hay filósofos y filósofas de moda, pero ni creo que lo estén todos ni estoy seguro de que sea una buena noticia, al menos en la medida en que dicha moda sea la expresión de una banalización del pensamiento, de una conversión de lo que debería ser la intensa y arriesgada tarea de pensar en mero desfile de modelos en la pasarela de los medios.
Ahora bien, en la medida en que la presencia pública de la filosofía fuera expresión de la creciente conciencia por parte de la sociedad de que no cabe renunciar a la reflexión, a la crítica de lo que hay (también en materia de pensamiento), sería una buena noticia, sin duda.
En este sentido, no puedo resistir la tentación de preguntarle qué entiende por filosofía, sobre todo en relación con la política.
Si ponemos el acento en el vínculo con la política, tal vez el planteamiento que de la naturaleza de la filosofía han presentado autores como Deleuze, vinculándola con la producción y crítica de los conceptos, sea el que nos pueda resultar de mayor utilidad, al tiempo que sea el más necesario en este momento. Entre otras razones porque probablemente uno de los déficits más acusados del discurso político en la actualidad justo tenga que ver con su dimensión conceptual, esto es, con el hecho de que, ayunos de grandes relatos (de emancipación y de los otros), los conceptos que seguimos utilizando parecen carecer de marco de sentido global en el que inscribirse. Y, así, pueden reaparecer nociones como la de patria, pueblo o tantas otras sin que, al menos en primera instancia, dispongamos de un contexto discursivo que nos permita dilucidar su signo.
¿Así que cree, como lleva por título un libro de la filósofa italiana Donatella di Cesare, que existe una vocación política de la filosofía? ¿O es más bien al revés, la vocación de la filosofía debe ser metapolítica, metafísica?
La vocación política de la filosofía en tanto que filosofía no implica su disolución en la política. En ese sentido su vocación política se desprende o se deriva de su dimensión más básica, más constituyente. Y al igual que en relación con la dimensión humana por excelencia, la del lenguaje, se impone afirmar que este es siempre, por definición, lenguaje de la tribu, esto es, lenguaje común compartido (de hecho, la idea misma de lenguaje privado es una contradicción en los términos), así también su mejor destilado, el de la razón, solo puede darse en la atmósfera de lo común. La reflexión aristotélica sobre la vida buena, pongamos por caso, solo puede entenderse como reflexión acerca de la mejor manera de vivir juntos. El individualismo, visto desde esta perspectiva, solo puede entenderse como un espejismo, patológico, de la razón.
Así las cosas, ¿qué le diría a los que se extrañan de la presencia de un filósofo académico y director de colecciones de ensayo y pensamiento desempeñando un cargo de tan alta representación institucional?
La verdad es que me extrañaría un tanto su extrañeza, en la medida en que fuera producto de que dan por descontado que solo los politólogos o los juristas pueden desempeñar cargos de representación o de gestión. Pero ese supuesto entraña una concepción casi tecnocrática de la política. Lo que la preparación y las destrezas de un filósofo pueden aportar no puede ser desdeñado. De hacerlo, se estaría diciendo que, por ejemplo, la totalidad de lo que ha sido pensado a lo largo de la entera historia de la filosofía occidental no tiene la menor relevancia ni valor a la hora de interpretar adecuadamente el presente y de actuar de manera correcta en él.
¿De qué modo puede la filosofía colaborar a generar sociedades más justas? Escribió un libro sobre el amor así que debo preguntarle: ¿El amor al saber y la conciencia de ignorancia nos hace mejores ciudadanos y ciudadanas?
La respuesta a esto en cierto modo se ha venido anunciando en las respuestas precedentes. La colaboración que pueda hacer la filosofía en la generación de sociedades más justas solo podrá venir dada a través del uso público de la razón. En el bien entendido de que, si nos centramos en el amor al saber y la conciencia de ignorancia por los que se me pregunta, estos no garantizan en absoluto que vayamos a ser mejores.
Esto importa destacarlo, para no incurrir en planteamientos ingenuos o buenistas. El conocimiento es poder y, como tal, representa una herramienta susceptible de ser puesta al servicio de la causa que nosotros determinemos libremente. Suponer que esa causa solo puede ser buena (o incluso la bondad misma) implica ignorar las barbaridades y horrores perpetrados en sociedades extremadamente cultas por parte de personas amantes de toda forma de saber.
CTXT se financia en un 40% con aportaciones de sus suscriptoras y suscriptores. Esas contribuciones nos permiten no depender de la publicidad, y blindar nuestra independencia. Y así, la gente que no puede pagar...
Autor >
Miquel Seguró
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí