Los predicadores de la tiranía
En la universidad hay unos nuevos canes Domini que han creado un sistema de dogmas y mecanismos de control que les están permitiendo extender su poder de un modo arbitrario, como los tiranos griegos
José Carlos Bermejo Barrera 17/07/2019
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Se preguntaba Aristóteles en un librito titulado Problemas: ¿puede el filósofo ser feliz mientras lo torturan? En la actualidad naturalmente la mayor parte de la gente tendería a pensar si en esta pregunta se esconde algo relacionado con el sexo, pero nada más lejos de la realidad. Quien torturaba al filósofo solía ser un tirano, que intentaba hacerle delatar a sus cómplices en una conjura para derrotarlo, o bien simplemente doblegar su voluntad.
La literatura griega contiene numerosas anécdotas de este tipo. En una de ellas un tirano está torturando a un filósofo y éste le pide que se le acerque, para darle el nombre de sus cómplices. Así lo hace el tirano, lo que el filósofo aprovecha para arrancarle una oreja de un mordisco. En otra es el filósofo el que se arranca la lengua de un mordisco y otro filósofo, en este caso el esclavo Epicteto, cuando un día estaba siendo torturado por su amo simplemente por placer, le decía que si seguía hiriéndole una pierna iba a quedar lisiado. El amo no dejó de hacerlo, y cuando así fue, Epicteto, impasible, se limitó a decirle: “Te lo dije”. Los filósofos tenían que ser impasibles ante el dolor y afrontar con serenidad la muerte, como lo hizo Sócrates que prefirió morir para cumplir las leyes de Atenas y no huir de ellas.
Es muy curioso observar cómo esta escena en la que alguien se enfrenta a quien detenta el poder de un modo tiránico pasó a repetirse como cliché literario en las Actas de los mártires del cristianismo primitivo, en las que el gobernador provincial romano interroga a los cristianos y les ordena dar culto al emperador, negándose ellos siempre, diciendo “soy cristiano”, lo que les suponía morir bajo tortura. En la literatura inglesa este dilema quedó inmortalizado por Shakespeare en el Acto III de Hamlet, cuando el príncipe de Dinamarca, al decidir enfrentarse al usurpador de su trono, dice: “Vivir o morir: ésta es la pregunta./¿Qué es más noble para el alma, sufrir/ los penetrantes dardos de la violenta fortuna,/ o tomar las armas contra un mar de adversidades/ y acabar con ellas? Morir no es/ más que dormir y en el sueño/ diremos se acabaron las penas y los infinitos dolores/ que heredamos con nuestra carne./ Éste es el fin que deberíamos ansiar. Morir es dormir y tal vez soñar…”.
La poesía de Shakespeare y las anécdotas de la historia de la filosofía griega y el cristianismo primitivo, como todo lo bello, quizás sean demasiado bonitas para ser ciertas. A lo largo de la historia la realidad fue casi siempre mucho más cruda. Pues pensadores, filósofos, artistas y escritores prefirieron situarse al lado o detrás de quien ejerció el poder y no frente a él. Platón quiso convencer al tirano de Siracusa de que reformase su ciudad de acuerdo con sus ideas y acabó vendido como esclavo y siendo rescatado por su millonaria familia. Aristóteles fue preceptor de Alejandro de Macedonia, pero murió en el exilio acogido por otro tirano en su corte. En el imperio Romano los filósofos que quisieron ser consejeros de los emperadores, como Séneca, acabaron teniendo que suicidarse para evitar males mayores. Y no deja de ser curioso que en Roma los grandes expertos en derecho y los administradores del poder imperial fuesen normalmente esclavos o libertos.
Lo mismo ocurrió en la historia de la Iglesia, cuando ésta tomó el relevo de la administración imperial y los obispos pasaron a gobernar ciudades y a administrar inmensos dominios, junto con los monjes. Para ello se necesitaron grandes juristas, creadores del derecho canónico, contables e intelectuales, en un mundo en el que la escritura y la lectura quedaron casi reducidas al ámbito eclesiástico. Tras el siglo IV ya nadie torturó a los cristianos, fueron algunos cristianos los que torturaron judicialmente a otros cristianos –de la misma manera que se hacía en el ámbito de la justicia civil– por tacharlos de herejes. No deja de ser llamativo que una de las órdenes que dio más intelectuales a la Iglesia, la Orden de Predicadores, o Dominicos, se llamasen a sí mismos canes Domini, los perros de Dios, por estar encargados de la persecución de las herejías.
Profesores, juristas, filósofos –que serían lo mismo que científicos, pues ellos eran los que sabían por ejemplo las matemáticas–, médicos, arquitectos e ingenieros, todos ellos estuvieron a lo largo de la historia de Europa más a favor que en contra de quien ejerciese el poder económico, militar y político. Solo en el siglo XVIII algunos filósofos e intelectuales pasaron a defender el enfrentamiento con el poder arbitrario, como había hecho literariamente Hamlet y nuestros filósofos de las anécdotas clásicas. Esa tradición continuó en el socialismo y el marxismo, pues Marx creyó sinceramente que la única manera de hacer a una sociedad justa sería gobernarla y dirigir su economía de acuerdo con los principios de la ciencia. Y es esta tradición de la ciencia como fuerza emancipadora y su asociación con la conquista de la libertad la que rigió hasta hace algún tiempo en las universidades, y en concreto en las universidades españolas de los años finales del franquismo y los primeros años de la democracia.
En las revueltas del 68 se proclamaba la lucha conjunta por la liberación política de obreros y estudiantes. Se pensó que la nueva universidad española debería ser democrática para alcanzar un buen nivel científico. Pero eso fue solo parcialmente cierto, pues la mejora del nivel científico se logró con los medios y métodos académicos. Y esa mejora es evidente. Lo que sin embargo pervirtió a las universidades fue la ficción política, que acabó por convertir a parte de los profesores en intrigantes profesionales, que añoran dedicarse lo más pronto posible a la política, que saben que lo más importante es controlar los recursos económicos y las relaciones con el poder político real. Fueron estos los que sentaron las bases para entregar con armas y bagajes a sus universidades en manos del poder financiero y hacerlas siervas de los intereses de los partidos.
Hay en la universidad unos nuevos Canes Domini, una nueva Orden de Predicadores, que han creado un sistema de dogmas, lemas, protocolos y mecanismos de control que les están permitiendo extender su poder de un modo arbitrario, como los tiranos griegos. Ellos son los nuevos enemigos de la libertad, del pensamiento, del verdadero conocimiento científico y de los intereses colectivos de la mayoría de los profesores, de los demás trabajadores universitarios, de los alumnos y de la sociedad. Lo son porque han convertido a las universidades en medios a su servicio.
Para lograrlo han creado un sistema de control formal, vacío y rígido, pero implacable en su lógica y su ansia de creciente expansión. Ese sistema vacuo no se basa en ideas ni en nada real, sino en signos e índices de todo: publicaciones, méritos docentes, gestión administrativa. Esos índices solo tienen valor para quienes los inventan y los imponen a los demás, para que los acepten a cambio de pequeñas recompensas. Y a eso se le llama calidad. La calidad no se refiere a nada que no sea ella misma. Todo se formaliza con parámetros, que van tejiendo las redes de un mundo delirante y autista.
Manda el que predica el sistema de las citas y lo controla; manda el que predica que la enseñanza no tiene que ver con los contenidos, sino con parámetros como las habilidades y las competencias, que son los dos pilares del pensamiento de la indigencia intelectual
Los profesores son controlados con sus citas. Da igual que uno no sea conocido por nada sustantivo: porque formuló un nuevo teorema, una nueva ley física, descubrió la etiología de una enfermedad... Porque todos somos iguales ante las citas: tonto es el que menos tiene y listo el que más, no importa que ninguno de los dos haya aportado nada real, porque aquí, como en el fútbol, lo que importan son los goles, pero en un partido sin balón. Manda el que predica el sistema de las citas y lo controla; manda el que predica que la enseñanza no tiene que ver con los contenidos, sino con parámetros como las habilidades y las competencias, que son los dos pilares del pensamiento de la indigencia intelectual. Lo que pasa en realidad en las aulas, y que los profesores vemos cada día, o en la calle no importa, porque solo los índices dicen lo que es real.
Solo hay dos cosas que los nuevos predicadores consideran reales: los votos que dan acceso al poder político y el dinero, que es la clave del poder económico. Por eso están dispuestos a vender su alma al tirano que más mande y a aplastar a quien no los siga o se les oponga en su labor de crear su nuevo mundo, un mundo tan frágil como lo fue la utopía de Platón que acabó por entregarlo al mercado de esclavos. A diferencia de él, de su obra no quedará nada de nada, y tampoco tendrán una familia de millonarios que los rescate.
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