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Hasta el cuello (II)

Presentes para construir

Miles de migrantes sobreviven en EE.UU. como jornaleros de la obra tras catástrofes climáticas. Para sus empleadores, votantes de Trump, son criminales porque infringen la ley al cruzar la frontera

Álvaro Guzmán Bastida Panama City (Florida) , 18/08/2019

<p>Reconstrucción de casas en Florida Panhandle, tras el paso del huracán Michael.</p>

Reconstrucción de casas en Florida Panhandle, tras el paso del huracán Michael.

U.S. Dept. of Housing and Urban Development

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En el aparcamiento de la macroferretería Home Depot, nido de temporeros, Melvin deja pasar otras tres o cuatro oportunidades de trabajo. “No me vale la pena”, masculla. “Estos cada vez pagan menos y piden más. Pero yo sé que la buena me va a llegar”. Contrariado, observa con cautela cómo se acerca un grupo de hombres y mujeres armados de folletos, vestidos con camisetas negras que rezan, en gruesas letras blancas “HERE TO BUILD” (“PRESENTE PARA CONSTRUIR”). Los ve dirigirse al grupo de jornaleros del que él se había vuelto a desgajar. “Me llamo Saket Soni”, dice dirigiéndose al grupo en inglés un hombre indio de estatura diminuta, mocasines impecables y discurso didáctico y electrizante. Le traducen al español, según se tercie, Daniel Castellanos, un fogoso grandullón peruano, o Cynthia Hernández, una peleona madre joven mexicana de pelo rubio recogido en una coleta. “Estamos aquí para ayudarles a construir una organización”. Melvin se acerca para escuchar con más claridad. “El Home Depot, que no les deja dormir aquí y llama a la policía, tiene una organización detrás. La policía es una organización. Las empresas que les ofrecen trabajo son organizaciones. ¿Por qué no tener una organización de trabajadores? Si quieren negociar con Home Depot para que les ceda un espacio, si quieren trasladarle sus quejas a la policía, o si desean denunciar una falta de seguridad laboral o el robo de salarios, la manera de lograrlo es teniendo una organización que les represente”. Melvin y el resto de jornaleros asienten satisfechos ante la mención del impago sistemático de salarios. “Ya no serán más Luis, o Alberto, o María. Serán una organización, un colectivo”.

Soni encabeza la delegación de la Alianza Nacional de Trabajadores Huéspedes (NGWA por sus siglas en inglés), una agrupación con implantación nacional que desembarcó en Panama City a finales de 2018 con un objetivo claro y ambicioso: sindicar a los insindicables; arropar a los desarrapados y organizar, en suma, el poder colectivo de los crónicamente atomizados. Este experimento social, que aúna de momento a los trabajadores de la reconstrucción post-Huracán Michael en torno a una organización, ha dado en llamarse Resilience Force, o Fuerza Resiliente.

Tiene la vocación de extenderse, guiado quizá por la naturaleza transeúnte de los trabajadores que ahora están en Panama City y la proliferación de desastres naturales. Los líderes sindicales visitan con regularidad la esquina del Home Depot, donde se dan a conocer y recaban testimonios acerca de los problemas que acechan a la fuerza de trabajo migrante. A partir de ahí, convocan a los trabajadores a asambleas nocturnas en la trastienda de un café del centro de la ciudad. De estas surgen líneas de actuación concretas sobre los avatares que afectan al colectivo, que van desde la elevación de quejas en los turnos de preguntas de actos públicos de los concejales del distrito a las demandas judiciales por abuso, pasando por la acción directa. 

La Alianza Nacional de Trabajadores Huéspedes, una agrupación con implantación nacional desembarcó en Panama City a finales de 2018 con un objetivo claro y ambicioso: sindicar a los insindicables; arropar a los desarrapados y organizar, en suma, el poder colectivo de los crónicamente atomizados

En enero, después de descubrir un patrón en el impago de salarios por parte de un contratista que debía varias decenas de miles de dólares a sus trabajadores, una de las asambleas terminó con el desplazamiento masivo de cerca de un centenar de trabajadores, liderados por la jefa regional Cynthia Hernández, a la casa del contratista en cuestión. Preguntaron por él en el barrio. Los trabajadores afectados compartieron su experiencia con los vecinos. Lo llamaron por su nombre a voz en grito y lo acusaron de ladrón y explotador delante de sus vecinos. Por fin, el hombre salió encolerizado a enfrentarse con ellos y pedirles que se fueran. Hasta entonces, el contratista había hecho oídos sordos a los llamamientos de los trabajadores afectados, que negaba conocer o haber empleado. A la mañana siguiente, recibieron una carta del abogado del contratista. Quería negociar. 

Melvin escudriña al grupo de sindicalistas, afanados en repartir octavillas e invitar a los jornaleros a una asamblea esa noche. Consulta de reojo la hora en el móvil. Son las nueve y media y aún no ha encontrado trabajo. Su mirada se detiene en un joven fornido, de leve pelo crespo y proyecto de barba arrolladora. El joven advierte la atención de Melvin, y se dirige a él desde la distancia. “Esta gente me ayudaron mucho”, dice señalándose la pierna derecha.  La lleva escayolada y se sostiene sobre dos muletas.  “Pues sí, venga a la reunión de la noche. Van a repartir las identificaciones”. Cuando lo encontró Daniel, el peruano cabecilla de la Fuerza Resiliente, en diciembre, a Mario Sánchez Legarreta lo acababan de echar de un albergue para mendigos. Había agotado la estancia máxima permitida, dos semanas. Su jefe le había dejado tirado en un hospital un par de semanas antes, sin dinero, seguro ni identificación.

Mario se había caído del tejado en el que trabajaba, a unos cinco metros de altura. Nunca debió subirse a aquel tejado en una mañana lluviosa. No llevaba arnés ni casco. Tras caerse, estuvo tirado en el suelo dos horas, sangrando y suplicando a sus compañeros que dejaran la obra y llamasen a una ambulancia. Ninguno lo hizo, por miedo a que las autoridades alertasen a la policía migratoria. El jefe esperó a que terminaran la jornada para llevarlo en su camioneta a la puerta del hospital. A Mario se le había roto el móvil en la caída, y no tenía cómo contactar con el contratista. No sabía en qué parte de la ciudad estaba, ni quién era el dueño de la casa, ni quién financiaba las obras. Sólo recordaba la lona azul que cubría el tejado, denominador común de las reparaciones sufragadas por el Estado. En el hospital le dijeron que tenía que hacerse una operación de urgencia para incrustarle un clavo junto al talón. De lo contrario corría el riesgo de no volver a andar. Cinco días después, cuando estaba claro que no podía pagarse la estancia y que nadie se iba a hacer cargo de él, el personal del hospital lo metió en un taxi camino de un refugio para indigentes.

Daniel y la Fuerza Resiliente le ayudaron a encontrar un lugar en el que dormir y se pusieron manos a la obra para encontrar al contratista, un tal Jesús, que se había traído a Mario de Texas junto con otra docena de obreros indocumentados con la promesa de trabajo bien pagado y alojamiento. Tras meses de búsqueda, la Fuerza Resiliente localizó a Jesús, al que arrinconaron una mañana para pedirle explicaciones. Compungido, Jesús contó a Mario y a los sindicalistas que sufría presiones de sus jefes para terminar el trabajo cuanto antes. Antes de irse, le dio a Mario doscientos dólares de su bolsillo y a los sindicalistas el nombre del siguiente eslabón en la cadena. En lo más alto de la misma estaba una multinacional radicada en California y el Cuerpo de Ingenieros del Ejército. Tan solo 24 horas antes de la visita al aparcamiento del Home Depot, los líderes de la Fuerza Resiliente acompañaron a Mario al despacho de una abogada local, que se va a agarrar al dato de la lona azul para exigir responsabilidades a la multinacional y, si hace falta, al Estado.

A pocos metros de Mario se ha formado un corrillo en torno a otro reciente fichaje de la Fuerza Resiliente, Osmán Matutes. Espigado hondureño de 30 años, rostro afilado y mirada sosegada, Osmán llegó a Panama City en octubre, poco después del huracán. Sólo ha pasado libre en Miami los dos primeros días y lo que va de mañana. Los otros siete meses los ha dividido entre una cárcel, de la que sólo salió después de firmar el consentimiento de su propia orden de deportación, y un centro de detención cerca de Miami. Sus cuatro hijos y su mujer le esperaban en Nueva Orleans. Ha pagado casi quince mil dólares de fianza para salir. “A mí me tendieron una trampa”, cuenta a quien le quiere escuchar. “Todo fue por una llamada de teléfono…”

A Melvin le suena el móvil. Se le ponen las orejas tiesas. “Sí. Ahora voy. ¿Roofing?” Le han ofrecido trabajo reponiendo tejados. Esta vez suena prometedor. Se sube al coche y vuelve a surcar las carreteras de la ciudad. Ahora circula en dirección sureste, la opuesta a la playa donde se ha aseado hace unas horas. Cruza por el epicentro del desastre. La naturaleza fiera de la enorme laguna que es el noroeste de Florida, hervidero de pitones y caimanes, luce tintes lúgubres desde el desastre del octubre pasado. Las enredaderas y matojos sobresalen ufanos a los robles tumbados, arrancados de raíz del suelo o partidos a medio tronco. Atraviesa barriadas abandonadas, entreveradas de otras –las afortunadas— que se resisten a morir, repletas estas de maltrechas casas de madera con tejados recubiertos por lonas azules, como para que no se evaporen los recuerdos, afectos y sueños que el viento amenazó con llevarse. “VUELVO ENSEGUIDA. NO ENTREN”, debió alcanzar a garabatear alguno, con spray negro de humor de grafitero, antes de salir por piernas. Tras quince minutos de trayecto, comprueba la ubicación de WhatsApp. Ha llegado. Orilla el coche en la cuneta y baja para presentarse.

Le espera Gabriel, un garboso venezolano de sonrisa lúcida y perenne. “Gracias por venir. Es por acá”, indica a un Melvin reservado, señalándole el tejado del chalé adyacente. Fotógrafo de profesión, Gabriel es un relativo privilegiado entre los inmigrantes de Panama City, igual que la mayoría de sus compatriotas. Mientras espera la resolución de su solicitud de asilo político, dispone de documentos que le permiten trabajar. Lo hace cumpliendo la función de engarce con la última pieza del entramado de la reconstrucción de la ciudad. Mientras enseña a Melvin el camino hacia la escalera plegable que se apoya sobre el tejado a medio reconstruir, un hombre blanco de pronunciada barriga dormita en una camioneta con la insignia de una constructora. De ciento a viento, lanza alguna mirada perezosa. Es el supervisor de la enésima subcontrata, que nadie sabe muy bien dónde empieza, y que desemboca en Melvin, pasando por Gabriel.

En el tejado, sin casco ni arneses y sorteando a los guatemaltecos que se esmeran en grapar tarimas, el hondureño y el venezolano negocian la retribución del trabajo, sus plazos y sus condiciones. Abajo, curioso, los observa Don, el dueño de la casa.

“Tendrías que haberlo visto”, cuenta dicharachero cuando le pregunto cómo vivió el huracán. “El tejado del vecino salió volando entero y pegó al nuestro. Lo partió por la mitad. Mi mujer y yo estábamos en el salón. Nos miramos sin decir nada. Ella lloraba. Pensábamos que no íbamos a vivir para contarla”. Don y su mujer decidieron no hacer caso de las recomendaciones de evacuación. “Esta casa es todo lo que tenemos. La construí yo mismo con los ahorros que tenía de mi trabajo y los primeros pagos del plan de pensión”.

Don es un tipo afable con cara de hogaza de pan de pueblo y ojos saltones, un veterano de la guerra de Vietnam que, ahora jubilado, dedica la mayor parte del tiempo a hacer voluntariado repartiendo ropa a indigentes. Como casi todo el mundo en Panama City, votó a Trump. Y piensa volver a hacerlo. “Siempre he votado republicano, pero con él fue diferente”, explica. “Hay cosas que no me gustan de su estilo. Pero estábamos olvidados, desdeñados por los demócratas que ni vienen a hacer campaña aquí, y por los republicanos que dan nuestro voto por hecho. Él habló de nuestros problemas. Dice las cosas como son”. En el condado de Bay, que engloba a la ciudad con otras colindantes, Trump ganó en las elecciones de 2016 con un 72% de los votos.

Qué mejor lugar para regar a las bases de bilis. En mayo, el presidente estuvo en Panama City por segunda vez después del huracán. En plena precampaña para su reelección en 2020, aprovechó para sacar pecho por una recuperación post-huracán en la que el Gobierno federal apenas se ha rascado el bolsillo. El presidente llegó en su avión privado, posó para unas cuantas fotos junto a excavadoras y hormigoneras y convocó un mitin multitudinario. Fue uno de los pocos días de fiesta que ha habido en Panama City desde el aciago octubre pasado. Para algunos, claro. Trump puso en el ojo del huracán a los inmigrantes, para regocijo de los asistentes. Lo hizo con el ardor enfático que acostumbra en campaña. “Lo que vivimos es una invasión”, pronunció entre vítores, antes de lamentarse de que no se puedan utilizar armas para asesinar a los migrantes que buscan cruzar la frontera. “No podemos. Otros países lo hacen. Pero nosotros no podemos. Pero, entonces, ¿cómo se para a esta gente?”. Trump se detuvo, como para recalcar la indefensión del país más rico y poderoso del mundo. 

“¡Disparadles!” prorrumpió uno de los asistentes al mitin. Una multitudinaria carcajada surcó la explanada. Trump, sorprendido por el comentario, pareció relamerse de gusto ante la idea. Se unió a las risas y remató: “Sólo puedes irte de rositas después de hacer algo así en el Pandlhandle”, expresión coloquial que describe al mango de sartén que comparte forma con el Norte de Florida. El mensaje estaba claro. No es por falta de ganas. Si me dejaran, si todo Estados Unidos fuera como Panama City, otro gallo cantaría. Regaría de sangre el desierto de Arizona. 

En mayo, Trump estuvo en Panama City por segunda vez después del huracán.En plena precampaña para su reelección en 2020, aprovechó para sacar pecho por una recuperación post-huracán en la que el Gobierno federal apenas se ha rascado el bolsillo

Le pregunto a Don si sabe algo de quiénes están restaurando su casa. “Me imagino que son mexicanos. Les oigo hablar español, pero yo no sé español”. Incido sobre si le molesta que sean extranjeros; “ilegales”. Se detiene un momento, como conteniendo sus impulsos. “Si estuviera joven lo hubiera hecho yo mismo. Pero ahora ya no hay obreros estadounidenses. Así que lo tienen que hacer ellos. En Panamá City en particular, y con lo que hemos vivido, hay una escasez de mano de obra enorme”. Hace otra pausa, esta mucho más larga, girándose de nuevo hacia el tejado, donde los obreros grapan piezas a ritmo vertiginoso bajo un sol de justicia. Parece enternecerse. Le separan años luz del discurso de odio y xenófobo con el que Trump lanzó su carrera política y con el que busca la reelección. Me pregunto si irá a desmarcarse del mensaje del presidente, propaganda de guerra contra el migrante, cuya primera línea cuenta con personas como él en lugares como este. Pero, justo cuando parece que está a punto de hacerlo, se refugia en la última línea de contención discursiva de la contienda, la de la inocuidad tecnócrata, tatuada en la opinión pública como sentido común, y que trasciende a Trump. Desnudo ante el sudor de unos hombres a los que está agradecido, cuyo trabajo necesita y de los que admira el esfuerzo, se agarra al tablón del Imperio de la Ley, tan compartido en materia migratoria por demócratas y republicanos desde tiempos de Bill Clinton como el de la Ley Seca en la época de Al Capone, con consecuencias parecidas.

“Mira, yo no tengo nada en contra de esta gente. Si tienen papeles o no es problema de la empresa que me los trae. Trabajan bien, rápido y barato. Y si quieren venir a este país, que vengan. Pero que lo hagan legalmente. No queremos criminales”.

Como si fuera posible. Como si Melvin hubiera tenido la opción de ponerse en una fila en una oficina del noroeste de Honduras, presentar su pasaporte, rellenar unos formularios y sacar número para ir a trabajar, respondiendo a la oferta insaciable del Norte que escasea en el Sur, y de paso colmar sus necesidades de seguridad e ingresos con los que alimentar a sus hijos, sin tener que separarse de su familia, pagar a traficantes y cruzar tres fronteras, un desierto mortífero y miles de kilómetros para, con suerte, malvivir en las sombras, precisamente como un criminal. Como si el Estado y las empresas de Norteamérica, que prosperan gracias a la mano de obra de millones de Melvin, estuvieran dispuestos a racionalizar el proceso de acomodación de su demanda de brazos a la oferta de quienes se ven obligados a brindarlos, y a otorgarles a estos derechos. Como si el impulso de migrar y su ejecución irregular fueran un capricho, y no una tragedia para el migrante. Recuerdo lo que me dijo hace poco en una entrevista un juez de inmigración retirado, expresidente de la Corte de Apelaciones de Inmigración, poco después de estimar que no habría en Estados Unidos una sola persona cuya firma aparezca en tantas órdenes de deportación como la suya: “There is no legal way!” La manera legal (de emigrar) no existe.

Melvin baja del tejado por la escalera de espaldas a la calle. Niega con la cabeza. Afianzando con celo ambos pies en un escalón antes de abordar el siguiente, va descendiendo hasta apearse. Ha vuelto a rechazar el trabajo. “No daban garantías”, se lamenta. “Estos chamacos guatemaltecos no saben ni cuándo les van a pagar, si es que les pagan. Decían que teníamos que terminar tres tejados primero. Una o dos semanas de trabajo y luego hablaríamos del dinero. Yo tengo que mandar dinero a Honduras ya”.

De nuevo al volante, el hondureño se detiene en la filial de un restaurante de bufé libre a escasos doscientos metros del parking del Home Depot, hervidero de pujas laborales salvajes y germinante organización sindical. Se sirve un plato de carne a la barbacoa y un poco de arroz. No son enchiladas catrachas, pero tampoco le saben mal. Le pregunto si le quedan fuerzas para seguir batiéndose en la esquina de los temporeros. “Aquí hay mucho trabajo por hacer”, responde voluntarioso. Le digo que entre los contratistas que pagan tarde y mal y la policía que corta el suministro, el futuro no parece muy halagüeño. “Puede ser”, responde con una amarga media sonrisa. “Pero aquí seguimos”. Menea la cabeza hacia la ventana, en dirección al aparcamiento. “Es la ironía: El rico necesita al pobre y el pobre al rico”.

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Continuará. Próxima entrega, el 28 de agosto.

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Autor >

Álvaro Guzmán Bastida

Nacido en Pamplona en plenos Sanfermines, ha vivido en Barcelona, Londres, Misuri, Carolina del Norte, Macondo, Buenos Aires y, ahora, Nueva York. Dicen que estudió dos másteres, de Periodismo y Política, en Columbia, que trabajó en Al Jazeera, y que tiene los pies planos. Escribe sobre política, economía, cultura y movimientos sociales, pero en realidad, solo le importa el resultado de Osasuna el domingo.

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