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En mis recuerdos más antiguos está la venida a casa, cada año, de mi familia francesa. Traía el coche repleto de regalos. Literalmente, venían sepultados en ellos, sin poder moverse. Casi todo, además, era queso. El queso nos enloquecía. No hay leyes para los gustos. Aún así, siempre me han sorprendido las personas a las que no les gusta el queso. La lactosa puede ser una explicación. Un amigo biólogo, no obstante, me da otra. Me explica que el 30% de la población mundial tiene las papilas gustativas más desarrolladas. Hay, no obstante, otro 30% que tiene una sensibilidad en las papilas menor a la media. Eso supone un 30% de población curiosa, a la que le gusta experimentar con los sabores. Y otro 30%, que encuentra la felicidad confirmando sabores ya conocidos y negándose nuevas variaciones. “El 30% que quiere experimentar con cosas nuevas ha tenido un rol fundamental en la evolución”, me dice. “Ese 30% es importante. Mucho. Fue el encargado, en su tiempo, de probar las setas, y de establecer cuáles eran comestibles. Probó las arañas, pero descubrió que las gambas eran más buenas”. Una parte de ese 30% debió morir en el intento de ampliar y establecer los límites descomunales de nuestra dieta actual en todo el mundo. Pero “no fueron héroes. Sencillamente no podían evitar probar las cosas, ampliar el catálogo de las sensaciones y de lo posible, como el otro 30% no podía evitar desinteresarse ante lo nuevo”. Ese 30% ha sido el responsable de la fijación de los gustos del 30% de la población que no necesitaba más gustos. Y fijó las posibilidades del 40% del resto de humanos, poco sensibles a experimentar, pero también poco sensibles a la monotonía”. De lo que me dice mi amigo, no me queda claro si ese 30% conservador en sus gustos explica a las personas a las que no les gusta el queso. Pero el otro 30%, el experimentador, sí que puede ser una metáfora de algo mayor. Si las izquierdas consisten en ampliar el marco de lo posible, pueden ser las izquierdas.
No hay leyes para los gustos. En mis recuerdos más antiguos está la venida a casa de mi familia francesa. Traía el coche repleto de regalos. Casi todo era queso. Recuerdo especialmente una vez que trajeron un munster podrido. Nos animaron a probarlo. Era espectacular. Buenísimo. Una explosión inaudita en la boca. Recuerdo que junto a él trajeron un Montbazillac, mucho más barato que el Sauternes, y otra maravilla indescriptible. Creo que fue el primer vino que probé. Recuerdo mi felicidad inaudita, y la primera sensación de que el mundo no tenía límites y que era bueno. Recuerdo la tristeza de cuando mi familia volvía a Francia, hasta el próximo verano. Venían cada año, desde la amnistía del 65. Recuerdo como todos aquellos quesos ampliaban el marco de lo posible. A lo largo de su vida, no pudieron ampliar más marcos de lo posible. No pudo ser más. Pero no fue menos. Esas explosiones de sabor que traían eran la promesa de otras. Existirán en algún punto del futuro mientras exista su promesa. Entonces, y ahora, solo –¿solo?– son trozos de queso. Un secreto guardado en un pedazo de queso. Compartir un trozo de queso con otra persona es compartir ese secreto milenario, darle mil años más de vida. Es no poder evitar compartir ese secreto.
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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