La lectora común (I)
Amamantar y leer
Criar es tan agotador y solitario que la lectura se convierte en una manera de olvidar por momentos la precariedad y esperar la siguiente estación sin miedo
Carmen G. de la Cueva 4/09/2019
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Cuando te conviertes en madre es como si desaparecieras. Tu identidad se va borrando, tu yo prematernal –la que eras antes de parir, ese ser deseante que disponía de manos, piernas y tiempo—–cava un profundo túnel en tu interior y decide vivir allí, subterráneamente, en una suerte de limbo a la espera de un futuro no muy próximo en el que pueda volver a habitar la superficie de tu cuerpo. También te vuelves invisible. Esa persona nueva que eres, una persona pegada a otro cuerpecillo, de repente, deja de ser vista por la sociedad. Escribe Rachel Cusk en A life´s work que la experiencia de la maternidad lo pierde casi todo en su traducción al mundo exterior porque la mujer intercambia su sentido público por una serie de significados privados que, a veces, como los sonidos fuera de cierto alcance, ni siquiera son perceptibles para los demás.
En este preciso momento –y cuando digo momento, me refiero a los últimos siete meses y medio de mi vida–, me concentro en leer anónimamente en la cama, en el sofá o en los bancos de los parques con un apetito voraz, insaciable casi, en un intento por abrir surcos en mi cuerpo para dejar salir algo –una mano, un codo, si acaso unos mechones de pelo– de esa otra yo que, por mucho que la extrañe, sé que no volverá nunca. Como bien dice Cusk, cuidar erosiona la autoestima. Es tan agotador, absorbente y solitario, que leer –lo único que puedo hacer mientras amamanto a mi bebé o lo mezo en el carro o lo llevo a pasear por la ciudad hasta que se duerme– se ha convertido en una manera de estar en el mundo. No llevo el cálculo de las horas que he amamantado a mi bebé ni sé las que nos quedan por delante, pero son miles. Miles de horas de leche y páginas.
Un invierno, una primavera, casi un verano entero, tres estaciones de lactancia en las que he querido verme como la lectora común de la que hablaba Virginia Woolf, entregada a los libros en lugares anónimos donde puedo ser solo eso: una mujer que lee mientras da de mamar. Leer por placer, leer por instinto, por curiosidad, saltando de un título a otro sin presiones, sin la intención de impartir conocimiento o corregir las opiniones ajenas. Me he dado cuenta de que mi invisibilidad es poderosa porque, mientras sujeto en los brazos a mi bebé y en las manos un libro, nadie nos molesta, nadie pregunta, nadie me ilustra sobre la ropa adecuada para el frío o el calor, sobre la mejor postura para llevar a mi hijo o sobre las virtudes de cualquier otro modelo de crianza que no sea el nuestro. Cada vez es más difícil, eso sí, lejos quedan aquellas mañanas de invierno que pasábamos en el sofá sin movernos, él mamando durante tres horas seguidas y yo leyéndome trescientas páginas del tirón. Ahora solo puedo leer mientras dormita en mi pecho porque si está despierto, quiere agarrar el libro, agitarlo, arrancar sus frágiles hojas.
Leer y cuidar pertenecen a la categoría de lo inútil pues, según el modelo económico imperante, no producen beneficio, pero han provocado en mí una profunda transformación. Nuccio Ordine ya lo advirtió en La utilidad de lo inútil: es justo en los pliegues de las actividades consideradas superfluas donde podemos percibir los estímulos para pensar un mundo mejor, escapar de la prisión, salvarnos de la asfixia. La asfixia para mí era vivir permanentemente conectada, expuesta en las redes sociales, autoexplotada y entregada al culto a la vanidad.
El tiempo ha cobrado otro sentido: las noches más insomnes en las que mi bebé se agarra desesperadamente a mi pecho son las que empleo en leer con más holgura. Tres noches, por ejemplo, me duró Fin, el último volumen de Mi lucha de Karl Ove Knausgård, o tres mañanas, una tarde y una noche La montaña mágica de Thomas Mann. Para los libros de más de trescientas páginas uso mi lector electrónico, pues sujetar a un bebé de ocho kilos entre los brazos y agarrar a la vez un mamotreto complica la tarea. Él mama y yo leo, dos actividades que devoran una gran cantidad de tiempo. Y como en el Sanatorio Internacional Berghof, el tiempo es una sustancia líquida y, a veces, pegajosa que fluye o se detiene sin que te des cuenta. Cuando eres madre, debes seguir el consejo de Rilke y no contar o calcular las horas: dejar que maduren como el árbol “que no apremia a su savia, y se yergue confiado en las tormentas de primavera, sin miedo a que detrás pudiera no venir el verano”.
En silencio y con los latidos de mi bebé como metrónomo, comencé a leer, primero, libros pequeñitos, como para entrenarme, algo que pudiera sujetar con un par de dedos sin riesgo de aplastar su tierna cabecita. Así leí Piso compartido de Ana Flecha Marco, Silencio administrativo de Sara Mesa, Perder el nobel de Laura Esther Wolfson o Fruitlands de Louisa May Alcott. Luego me pasé a los libros más o menos cortos, en torno a las ciento y pico de páginas: los dos volúmenes de la autobiografía en construcción de Deborah Levy, la entrevista de Rolling Stone a Susan Sontag, Asimetría de Lisa Halliday, Cambiar de idea de Aixa de la Cruz, La edad del desconsuelo de Jane Smiley, El bosque de Nell Leyshon, los Recuerdos del futuro de Siri Hustvedt. Tuve una fase de relecturas, como si necesitara volver a territorios conocidos: comencé por Valeria Luiselli y seguí con Ariana Harwicz –sus libros son tan interesantes como delgados, perfectos para mis torpes manos. Y cuando tomé confianza, pasé a volúmenes más gruesos como La persuasión femenina de Meg Wolitzer, La idiota de Elif Batuman, Ciudad abierta de Teju Cole, La biblioteca en llamas de Susan Orlean, Iluminada de Mary Karr, los tres tomos de las memorias de Victorina Durán o los Cuentos completos de Carmen Martín Gaite. También releí la tetralogía de Elena Ferrante porque las maternidades de las dos amigas napolitanas me ofrecían cierto refugio: comparada con sus tumultuosas vidas, la mía era un paseo de Thoreau por Walden Pond. De alguna manera, es como si hubiera vuelto a los veranos de mi adolescencia y primeros años de universidad en los que me entregaba a los libros sin premura, con la voluntad de leerlo todo, pero conformándome con terminar una décima parte de lo que sacaba de la biblioteca.
Escribe Marguerite Duras en La vida material que, en la maternidad, la mujer cede el cuerpo a sus hijos y estos, como si de una pequeña montaña se tratase, se suben encima, duermen sobre ella, se refugian en los recovecos de su nuevo cuerpo. Justo así me he sentido yo muchas madrugadas con mi bebé, una colina, un jardín, una vaga extensión de tierra ocupada. Leer me ha permitido escapar de la cotidianidad doméstica y las exigencias de la crianza y entregarme con el cuerpo entero a mi cachorro. Leer y amamantar me han dado cierta sensación de ingravidez gozosa, la posibilidad de olvidar por momentos mi precariedad, de apreciar el lento madurar de los árboles y esperar la siguiente estación sin miedo.
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Carmen G. de la Cueva
Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.
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