Tribuna
El periodismo y el mal
Ojalá nadie vuelva a matar a un niño. Ojalá nunca más un periódico o una televisión conviertan la muerte de un niño en una golosina mediática
Santiago Alba Rico 8/09/2019
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El próximo lunes nueve de septiembre comienza en la Audiencia Provincial de Almería un juicio particularmente doloroso: el que sienta en el banquillo a Ana Julia Quezada, la presunta asesina de nuestro amigo Gabriel Cruz, el Pescaíto, cuya desaparición y muerte en marzo de 2018 afectó personalmente –y esto debe ser subrayado– a millones de españoles. Se trata de uno de esos casos terribles que hacen pensar, contra la justificada ira general, en la prosaica y necesaria bondad de la justicia, que se ocupa de canalizar y embridar nuestra cólera mediante protocolos y procedimientos cuya frialdad es inseparable del triunfo desapacible del derecho. Todo debemos alegrarnos –quiero decir– de que la acusada esté protegida por nuestras leyes, cuente con defensa letrada y, si es encontrada culpable, sea condenada a la máxima pena de un código penal sin pena de muerte y orientado a la rehabilitación del reo.
Esa victoria desapacible del derecho, que no puede devolver la vida a Gabriel, va a ser una dura prueba para sus padres. Una vez conocida la sentencia tal vez puedan encontrarse por fin a solas con su dolor más limpio; pero para llegar hasta ahí (y asumiendo, como han asumido dignamente, la superioridad del derecho sobre la venganza, una y otra inútiles para su corazón) van a tener que sufrir durante dos semanas la “sombra” que, según Simone Weil, proyecta el aparato de la justicia sobre todos los que, víctimas o verdugos, se acercan a él. Esas sombras, inventariadas en forma fría e implacable por peritos, expertos y policías, se cernirán inevitablemente sobre la luz que han querido y quieren proteger: la de ese niño maravillosamente normal al que no podemos ni queremos imaginar –los que lo conocimos– como un objeto pasivo y desvalido, a merced de las manos de un ogro, reclamando una ayuda que no llegó.
Para Patricia y Ángel va a ser una prueba difícil; y penumbras adicionales –de esto quería hablar– agravarán su dolor. Me refiero a las cámaras presentes en la sala, por decisión del juez, y a los medios de comunicación que, como ya ocurrió en marzo del año pasado, convertirán el sufrimiento infinito de los padres, los familiares y los amigos en una golosina mediática. En España los juicios son públicos y así debe ser. En España los juicios son fríos y duros y así debe ser. En España buena parte de los medios de comunicación son comercialmente carroñeros y así no debe ser. Precisamente porque todos los españoles vivieron en carne propia el asesinato de Gabrielillo –lo que quizás justifica la sorprendente decisión judicial– es imperativo proteger el dolor y la rabia colectivos de las manipulaciones morbosas y el populismo emocional.
tendríamos que pensar sobre todo en proteger nuestro espacio público, una de cuyas matrices es precisamente el periodismo y sus límites
En marzo del año pasado, mientras la mayor parte de los españoles replicábamos la angustia de Patricia y de Ángel, y seguíamos con ansiedad las operaciones de búsqueda, y llorábamos luego el trágico hallazgo, algunos pocos chiflados y algunos pocos malvados desorientaron las pesquisas con falsas pistas interesadas o vesánicos mensajes parapsicológicos. Pues bien, junto a estos chiflados y malvados, introduciendo efectos muy parecidos, con una falta de escrúpulos muy semejante, estaban los medios de comunicación, que tomaron militarmente el pequeño pueblo de Hortichuelas (unos 25 habitantes en invierno), instalando trípodes y cámaras sobre los cerros que rodean la casa de la madre de Ángel Cruz. Los periodistas acosaban a los vecinos, se colaban en las casas y robaban imágenes íntimas con sus teleobjetivos para proporcionar carnaza a las tertulias de televisión. Cero noticias, cero información, cero compasión. Así se lo afeé a un grupo de periodistas que, dos horas después del hallazgo del cadáver de Gabriel, comían y bebían, entre alegres risotadas, en un bar de Rodalquilar (en cuya luna de cristal la fotografía del niño vivo seguía pidiéndonos auxilio). Los periodistas, cautivos y encallecidos, me dieron mansamente la razón y siguieron devorando sus hamburguesas. “Hacemos nuestro trabajo”, se disculparon. Pero no es verdad. Aceptar que vender la muerte de un niño de 8 años y mercar con el dolor sin equivalente ni redención de unos padres desesperados es “trabajo de periodistas” sería lo mismo que admitir que el trabajo de un bombero es avivar las llamas de un incendio o el de un guardia civil lucrarse con el alijo de droga requisado a un traficante. Si ese es el trabajo de un periodista entonces el periodismo no merece ningún respeto. Y un país que no puede respetar su periodismo –como ocurre en el caso de los políticos o los jueces– es un país abocado a la emocionalidad, la credulidad y el nihilismo.
El caso de Gabrielillo merecería algún acto de coraje individual que activara un movimiento colectivo orientado a devolver a los medios descarriados a la senda del periodismo democrático y profesional
Claro que cuando pienso en los medios de comunicación en vísperas del juicio por el asesinato de Gabrielillo me resulta imposible no pensar –y muy personalmente– en el daño que se infligirá a Patricia, Ángel y demás familiares y amigos. Habría que ir más lejos. Habría que pensar también –aunque nos cueste– en proteger a la presunta asesina. Pero habría que ir aún más lejos: tendríamos que pensar sobre todo en proteger nuestro espacio público, una de cuyas matrices es precisamente el periodismo y sus límites. Insisto por si no se me entiende bien. Es importante proteger, desde luego, la intimidad de las víctimas; y no menos importante garantizar los derechos de los asesinos. Pero el periodismo de un país democrático debe pensar sobre todo en proteger la salud e integridad de su esfera mediática o, lo que es lo mismo, la diferencia misma que nos constituye como ciudadanos. Los españoles –valga decir– tenemos derecho a salir de nuestras cabezas, de nuestras casas, de nuestros patios de vecinos, a una esfera pública donde se nos exima de ejercer de dioses, de jueces o de vengadores. Donde no se nos deje ser ni idiotas ni malos ni bellacos.
En vísperas del juicio por el asesinato de Gabrielillo –y a tan solo un mes del que debe juzgar al presunto asesino de Diana Quer– los periodistas de nuestro país deberían hacerse algunas preguntas:
Una. ¿En qué clase de figura pública convierte a un ciudadano una desgracia privada? ¿Tienen los españoles derecho a saber qué desayunó Ángel Cruz al día siguiente de descubrir el cadáver de su hijo (tema real de una tertulia) o, al contrario, en términos públicos y mediáticos, el derecho a no saber es inseparable del derecho ciudadano a una información rigurosa y veraz? La telecámara que entró sin permiso hasta la cocina de la madre de Ángel no estaba violando –o no solo– la intimidad de Ángel; estaba violando las cocinas y los salones de todos los españoles, obligados obscenamente a entrar allí donde su buena educación, su discreción y su decencia nunca les habrían llevado.
Dos. ¿Hay alguna diferencia entre una boda y un funeral, entre unas olimpiadas y una guerra, entre un romance entre famosos y una violación grupal o se trata de fundir alegremente las jerarquías civilizadas que definen nuestro universo ético en un ininterrumpido gag visual y emocional destinado a aumentar los índices de audiencia degradando a los espectadores? La misión del periodismo –ese sí es su trabajo– debe ser la de proteger estas diferencias. El populismo emocional indiferenciado, mucho más que los vídeo-juegos o la pornografía, es la vía más segura hacia el nihilismo. A los lectores y espectadores hay que darles no lo que desean sino lo que quieren. Todos deseamos mierda, pero todos queremos rigor, principios, valores, respeto a los que sufren.
¿Es posible imaginar un código deontológico que se imponga sin necesidad de controles o censuras incompatibles con un Estado democrático?
Tres. ¿Es posible imaginar un código deontológico que se imponga sin necesidad de controles o censuras incompatibles con un Estado democrático? ¿Un mundo en el que las cámaras puedan entrar en la sala de un tribunal sin que los sufrientes se echen a temblar? ¿En el que en ningún caso entren sin permiso en la cocina de unos padres desesperados? ¿Un mundo en el que la propiedad de los medios, y el cautiverio de sus periodistas, no sacrifiquen el periodismo y sus límites a la ilimitada sed de audiencias? No haría falta ni una especial conciencia ni una especial decencia: bastaría un poco de profesionalidad.
En España todavía quedan periodistas libres y/o valientes. Es decir, periodistas a secas. A los libres hay que pedirles –y así lo harán– que traten el juicio con el cuidado que merecen los lectores y espectadores a los que se deben; y que presionen con el ejemplo y con la palabra a los medios y compañeros descarriados. Creo que el tratamiento infame de algunos casos recientes está demandando ya un manifiesto de periodistas libres (los hay de mucho renombre e influencia) contra el populismo emocional y en favor de una verdadera ciudadanía mediática.
En cuanto a los valientes, cautivos de sus redacciones carroñeras, habría que pedirles el mismo esfuerzo que se pide a otros trabajadores cautivos cuando afrontan situaciones de excepción: resistencia y objeción de conciencia. ¿Por qué no reivindicar –e incluso regular– una objeción de conciencia en los medios de comunicación? Si a algo asociamos la conciencia es a los niños y a la muerte. El caso de nuestro amigo Gabrielillo, el Pescaíto, bien merecería algún acto de coraje individual que activara un movimiento colectivo orientado a devolver a los medios descarriados a la senda del periodismo democrático y profesional.
El derecho no puede impedir el mal ni devolver la vida a los muertos. Cumplirá su limitado, desapacible y necesario papel de impedir la deshumanización del asesino, que como humano deberá asumir su responsabilidad penal; y de pronunciar públicamente la diferencia entre el victimario y la víctima. Ni podemos ni debemos pedirle más. A quien sí podemos y debemos exigir mucho más es a nuestros medios de comunicación: ética, respeto por sus lectores y espectadores, profesionalidad, protección de las diferencias. Ojalá nadie vuelva a matar a un niño. Ojalá nunca más un periódico o una televisión conviertan la muerte de un niño en una golosina mediática. El segundo es, me parece, un voto modesto y realista.
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Santiago Alba Rico
Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".
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