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De un golpe ser líquida y estar a punto de caer, ser banda sonora y encontrarse puesta como a parir el universo, ¿por qué Mónica bebe tanto y por qué nos lo cuenta? ¿Qué la formateó en alcohólica de alto riesgo en su juventud y más moderada en su madurez con hijas, hijos, parejas, un trabajo de menos de media jornada y, sobre todo, con rencores? Son tantas las afrentas cotidianas que podría destilar una novela que no sabe que ya está escribiendo desde el anonimato en un local prestado de Aluche. Natalia Carrero selecciona fragmentos de su último proyecto, una novela bebible.
Todavía no he alcanzado los objetivos económicos, aunque las previsiones no son malas. A esta conclusión llegamos las dos mentes adultas de la casa en la última reunión: Ricardo y la que esta mañana vuelve a escribir alejada del mundanal meollo del hogar, en la semiclandestinidad de un espacio que llaman coworking, al que –por si a alguien interesa– se tarda cincuenta minutos en llegar. Una vez al mes solemos convocarnos en el sofá para hablar de asuntos importantes después de la cena, cuando se supone que las mentes estudiantiles duermen y sedimentan los conocimientos recién adquiridos, desconectan y se desintoxican un mínimo de ocho horas de tantos dispositivos visuales y auditivos, las malditas pantallas que sin duda son las nuevas adicciones. La última reunión tuvo lugar el martes, a los cinco minutos se dispararon los niveles de tensión, la cosa estuvo a punto de irse al garete por culpa de las tensiones y emociones, en mi caso estas últimas, para variar, algo más ebrias que las de Ricardo. Voy a intentar explicitarlo, a ver si puedo.
Me llegó a los oídos una de esas canciones del pasado que casi todo el mundo identifica y se alegra a la primera nota pero que yo nunca he sabido reconocer a partir de qué álbum, grupo o sello discográfico fueron lanzadas, tampoco suelo enterarme de lo que van soltando en su inglés elástico y pegadizo, incluso mítico, porque con frecuencia el seleccionador musical de turno asistió a alguno de esos conciertos. Entonces Ricardo, el dj de este garito de acceso restringido, salón con sofá verde, empezó a recordar el concierto de los Pixies o los Gans o alguno de esa quinta, y no tocaba. Estábamos aquí reunidos para abordar el asunto de las previsiones económicas de mi primera y mediana empresa. Además, en este círculo no solo yo, sino todas las personas que lo frecuentan, saben algo o conocen muy bien los conciertos por los que Ricardo pasó y se dejó la juventud. O, también podría ser, ahí se quedó. Canciones que fueron banderas sonoras o señas de identidad asumidas hacia los veinte años quedaron fijadas, grabadas en algún recodo de los surcos cerebrales de Ricardo como autos de fe, mantras de salvación instantánea a los que recurrir en cualquier momento y desde cualquier dispositivo o pantalla con reconocimiento de huella o de voz. Ricardo, a ver cómo se lo digo sin cabrearnos, de todo eso han pasado décadas en las que has trabajado y cambiado de parejas más que yo, has tenido un hijo que es igual que tú y sigues en el ciclo de gastar-trabajar, ha habido una crisis económica en la que algo bastante gordo hizo crac, y a ti esta noche te da otra vez por recrearte en los entresijos de unas notas desdentadas, poperas, rockeras, electrónicas, no digo más. Pero seguí. Pregunto ¿por qué no escuchamos otras canciones, cuáles son los ruidos de ahora? Si nos conformamos con los cromos del pasado, que ya sabemos que fueron maravillosos años, cómo vamos a comprender una mínima parte de la vuelta que el trap de Ana y sus compis le ha dado al machismo rapero, o algo así, esto lo oí ayer por la radio y puedo equivocarme; quiero decir, cómo vamos a actualizarnos y disfrutar de las generaciones T y las letras que sigan.
De pronto, contagiada, también yo me asomé al baúl de los recuerdos de mis veinte. A esa edad yo era incapaz de disfrutar, menos aún retener un estribillo o mínima concreción musical. Cómo iba a coleccionar esa clase de cromos culturetas si estaba que no estaba, me arrastraba de borrachera gratuita porque siempre iba sin dinero con todo el morro porque sabía que recibiría todas las cervezas y vinos que ya quisieran otras bocas. Me las apañaba para ser la invitada que se honra de serlo. Entonces una borrachera no era tal si no acarreaba sus lagunas y sus culpas del día después, y cuando no iba totalmente pedo entonces se me podía encontrar en la cima montaña rusa de la resaca; vómito y vértigo, subo y bajo, blanco y negro, de extremo a extremo y estamparía mi cabeza contra la pared porque me toca, y luego me reencuentro en la casilla del despertar, otra vez aquí, al calabozo, a la sala de torturas, atormentada por no saber dónde había estado y qué había hecho, y con quién o quiénes, o si a solas con mis fantasmas. Cuánta culpa, cuánto café y cuánta imposibilidad de contar; esta clase de penurias calladas durante años desde luego que no es algo tan bucólico como un concierto de los Pixies o los Roxis, y cuánta falsa creencia en la imposibilidad de encontrar al menos una amiga, una semejante en quien confiar, otra persona tan tóxica o intoxicada como yo. No había nadie, no podía contar con nadie; hacía con las chicas lo mismo que conmigo, me negaba, las apartaba lejos, fuera de mí, como si todas fuéramos lagunas, grandes extensiones desérticas, vacuidades o transparencias. Las invisibles. No contábamos para nada pero podría elucubrarse que vaya vaya, si algún día recuperábamos la seguridad y la compostura, tal vez entonces tirando del hilo del discurso que se comparte y refuerza podríamos tejer algunos jerseys, bufandas, guantes, calcetines y orejeras para los inviernos más duros. Menuda empresa podríamos organizar con todo lo que tejeríamos y contáramos, qué imperio terrorífico, imagino por escrito ahora pero no sigo por ahí, es mejor que me controle un poco porque a veces parece que con las palabras se me va tanto la pinza como a los veinte. De esto ya hablaré más adelante.
Bebí otro sorbo a solas en la cocina mientras abría la despensa, miré arriba y miré abajo y en medio a ver cómo se podría encauzar nuestro cónclave en el sofá, tardé en escoger una bolsa de nueces de supermercado que abrí y arrojé a un bol que ofrecería a Ricardo junto a una sonrisa y la paz esté con nosotras. Ahí seguía Ricardo desparramado, la camisa azul claro, que planchan sin apresto en la tintorería por dos euros y medio, desabotonada e imposible de reutilizarse, sus piernas abiertas de par en par y la música o la nostalgia completando la atmósfera, seguro que le apetecía una nuez.
Aproveché que estaba de pie para bajar el volumen del reproductor dos o tres puntos. Al verme tan cargada con la copa llena, el bol de nueces y la botella de blanco que decidí no abandonar a su suerte en la fría oscuridad de la nevera, Ricardo me recibió como si me hubiera ausentado un fin de semana y él hubiera tenido que ocuparse de todo, oh, cuánto me había echado de menos, pero no por lo que yo significaba en el lenguaje más íntimo de su corazón.
Por fin empezamos a sintonizar; Ricardo y yo en el sofá, a la escucha mutua, mirándonos por primera vez en toda la semana, en toda la primera quincena del mes. Interlocución, refugio, ciudad y gente querida que duerme en sus respectivas habitaciones calientes. Pero no toda la humanidad es así, hay demasiada gente que carece de habitaciones calientes así como de la posibilidad de entrar en una habitación caliente, techo y suelo y cama y sábanas, alguna vez en la vida. Y qué hacemos o qué deberíamos hacer con todo eso, qué se hace con toda esa realidad además de repasarla por la buena conciencia de forma esporádica como ahora estoy haciendo al vociferarla, y luego qué, luego como si nada de vuelta a las malas prácticas, cada persona a lo suyo a hacer lo que sepa o pueda, pues no deberíamos, me entristece pensar así, seguro que por aquí voy mal y hay que darle otra vuelta.
La copa de vino blanco otra vez en mis labios, qué bueno está, es de Galicia, sabe a pulpo, no, a percebe, jajaja. Me sorprendo de lo rápido que se ha vaciado la copa y qué poco queda en la botella, con lo bonita que es, con esa etiqueta tan peripuesta, mira este dibujo, ¿qué es? un calamar, no, una parra, pues parece salida de una mano a su vez bastante borracha, jojojo. La peca de Ricardo en la sien izquierda con forma de trébol se mantiene intacta a pesar del paso del tiempo que va gastando los alrededores. Me inclino hacia él como si toda yo fuera una copa en busca de otro brindis, ofrezco mis labios. Ahora que no suena la música nos besamos mientras su mano asciende por mi hombro, una caricia en el cuello. Algo por el estilo rezaría el fraseo si lo nuestro fuera una novela romántica por entregas nocturnas. La reunión centrada en las previsiones económicas de la primera empresa comercial de Mónica Gómez Montón concluyó entre bambalinas en el sofá y se prolongó hasta el lecho y la mañana siguiente, la cual se calificaría de la más temprana y luminosa de la época otoñal. Mucho quehacer por delante aguardaba tras un desayuno de mango procedente de Murcia, sí, han oído bien, y frambuesas de la pradera asturiana, queso brie de meau y nueces de supermercado para los paladares adultos, y cereales con microfibras de plástico para los más caprichosos. Buen humor vestían de manera excepcional todas las almas sin excepción, incluso el hámster ruso que correteaba con la lengua fuera en su redil circular, y ya por último añadiremos que las tres plantas del balcón, para mayor disfrute vecinal, inflaron sus flores violeta entre sus hojas filamentosas.
Pero nuestra vida no es, ni desearía, ser una novela del siglo pasado, nos encontramos en un presente que se dirige al colapso, lo digo yo, antes la radio, y aún antes numerosas autoridades que siguen investigando en laboratorios donde se puede pensar con calma y serenidad a pesar de todo. Después de coger el vino de la nevera y bajar el volumen de la música hicimos unas cuentas rápidas sobre papel con el objetivo de confirmar que todo iba bien. Aquí estaba la demostración, una hoja cuadriculada arrancada de a saber qué cuaderno tenía la clave de mi éxito empresarial. La aventura que dirijo desde enero está resultando el gran acierto de mi vida, opinó Ricardo más ilusionado que yo. Pero ¿lo dices en serio? ¿Cómo puedes estar tan seguro? Entonces se vino arriba, se explayó y pude escucharle como le gustaba, en completo silencio y con la veneración de la buena borracha. Encantado de corroborar lo mucho que podía enseñarme en esta nueva etapa empresarial en la que yo a veces me agobiaba como por inercia, dejándome llevar en lugar de pensar, tuvo la paciencia de iniciarme en el mundo de los balances de cuentas y cuadros abstractos de excel. Para respirar necesité ausentarme, observé los movimientos del trébol de cuatro hojas en miniatura, la peca de la suerte de su sien izquierda. Una alegría secreta me inundó y casi le vi los ojos azules como el océano antes de envenenarlo con toneladas de petróleo y derivados, deseé tener la capacidad de comprimir toda la velada y todas las veladas como esta en un solo instante, un botón o pieza única que conservaría en la memoria y llevaría siempre conmigo por si algún día, quién sabe, necesitaba convencer a alguien de la existencia del amor, qué cosa tan concreta y ubicua al mismo tiempo. Cuando Ricardo aseguró que los ochocientos mensuales se encuentran al alcance mi buen trabajar, eso resultó la guinda, entonces me subió tanto el orgullo o el alcohol que me consideré la empresaria con mayor proyección del distrito centro. Me emborraché más que él, más que nadie en el edificio y la calle y la plaza, noche de martes ya casi miércoles, un perro ladrido a lo lejos. Hora de acostarse y fin de la reunión, yo algo cachonda por la embriaguez moderada.
Últimamente solemos acabar bastante bien. Sexo y madurez, algo de este par más explosivo de lo que puede parecer a simple lectura se dio entre nosotros con discreción, nocturnidad y, sobre todo, alevosía. Gracias a estas reuniones de sofá aún seguimos mano a mano y cuidado a cuidado, queriéndonos y respetándonos más allá de nuestras músicas discrepantes.
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Autora >
Natalia Carrero
es colaboradora habitual de El Ministerio y autora a su pesar de 'Otra' (Tránsito, 2022), 'Yo misma, supongo' (Rata, 2016) y 'Una habitación impropia' (Caballo de Troya, 2012), entre otras. Preferiría no haber escrito nada.
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