Imperios combatientes
De nuevo la sharía de Occidente
Abu Bakr al Bagdadi fue un subproducto de décadas de yihad occidental en Oriente Medio
Rafael Poch 30/10/2019
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La muerte de Abu Bakr al Bagdadi sigue el guión de la de Bin Laden, o la del propio atentado del 11-S neoyorkino, asuntos repletos de sombras y preguntas que hacen de la versión oficial algo parecido a una cuestión de fe: la credibilidad de la historia depende del crédito que quiera otorgarse a quienes nos la cuentan.
Recuerden la muerte de Bin Laden en aquella casa de Abbottabad (Paquistán). Primero se dijo que Bin Laden estuvo “implicado” en el tiroteo y que utilizó a una mujer como “escudo humano”. Luego resultó que el líder de Al Qaeda no estaba armado, que lo de la mujer-parapeto era invención y que ni siquiera había armas en la casa. Su cadáver fue desaparecido en el mar a las pocas horas, eso sí, atendiendo a los ritos islámicos…
Ahora Donald Trump nos explica que asistió a la liquidación de al Bagdadi como a una emocionante peli de Hollywood: “murió como un perro, como un cobarde, ha terminado llorando y gimoteando, aterrado de ver que las fuerzas estadounidenses se le venían encima”. Los tres hijos del personaje murieron al estallar este su chaleco de explosivos, dicen. Por supuesto nadie va a plantear un asunto de “derechos humanos” en esta cuestión pero la escena que mejor describe estos crímenes es la del asesino que da muerte a otro asesino. En el caso de Bin Laden, un otro que había estado al servicio de su asesino. En el de al Bagdadi la botella de la que salió su genio criminal contenía inequívocamente sustancias creadas y destapadas por su ejecutor.
Todo se parece demasiado a un ajuste de cuentas entre gangsters, porque la doctrina de los Bin Laden y los al Bagdadi, lo de matar a decenas, centenares y miles de inocentes para alcanzar un objetivo, no lo olvidemos, gobierna también, y sobre todo, en la Casa Blanca y en el Pentágono. Es la yihad de Occidente. Sus ejecuciones, masivas o individuales, se practican en nombre de la humanidad y sus derechos, invocando algo parecido a una demencial sharía repleta de “daños colaterales”.
Abu Bakr al Bagdadi fue un subproducto de décadas de yihad occidental. Primero la guerra de Irak contra Irán auspiciada por el apoyo occidental a Sadam Hussein contra la Revolución Islámica de los ayatollahs, que había sacado el petróleo iraní de la órbita de Estados Unidos. Un conflicto de ocho años que costó más de un millón de muertos y marcó a los dos países. Al Bagdadi tenía nueve años cuando comenzó aquello y diecisiete al finalizar. Tres años después, comenzaba la intervención de Bush-padre en su país, que dejó más de 100.000 muertos, y una década de sanciones que, según estimaciones de las agencias de la ONU, costaron la vida a medio millón de niños en Irak. En 2003 llegó la invasión y ocupación de Bush-hijo que destruyó no ya un Estado sino una sociedad entera, con un millón de muertos y varios millones de desplazados y refugiados.
Ese fue el caldo de cultivo de lo que luego se conocería como “Estado Islámico”, surgido de “al Qaeda en Mesopotamia”. Al Bagdadi era un hombre de pocos estudios que pasó por la universidad islámica del régimen de Sadam Hussein y fue encarcelado en 2004 por los invasores, junto con otros 25.000 iraquíes, en prisiones como la de Abu Ghraib donde la tropa americana torturaba y ultrajaba físicamente a los detenidos. Se ha dicho que fue en las celdas de esas siniestras prisiones bajo la ocupación donde se encuentra la partida de nacimiento del Estado Islámico.
Al Bagdadi ingresó en Al Qaeda de Mesopotamia en 2006 y cuando su líder, Abu Musab al-Zarqawi, fue liquidado ascendió hacia su liderazgo en 2010, introduciendo importantes enmiendas en los objetivos de la organización. En un Irak en el que los sunitas habían perdido su preponderancia ante los chiítas y los kurdos, con cuatro de los 26 millones de habitantes del país convertidos en desplazados y sin techo, con una tasa de desempleo del 75% y todo el aparato de Estado del régimen de Sadam –militares, servicios secretos, cuadros políticos– expulsado de la administración, eran óptimas las condiciones para una desastrosa radicalización.
Cuando al Bagdadí, después de cinco años, salió en libertad del complejo carcelario de Camp Bucca, el proyecto ya no era hacer atentados como al Qaeda, sino crear un califato y crear estructuras de Estado territoriales. En 2014 el Estado Islámico controlaba el 40% del territorio de Irak y tenía por capital a una ciudad tan populosa como Mosul. Desde ese polo atrajo a activistas violentos de todo el mundo. La “revolución” siria, auspiciada, armada y financiada por Occidente y sus amigos del Golfo, brindó una oportunidad dorada para la expansión de la nueva organización. Después de Irak, Libia y Afganistán, la destrucción de Siria y de su régimen no islamista e independiente en la esfera internacional, era el objetivo en el que coincidían los occidentales y el Estado Islámico, lo que explica el cúmulo de nexos indirectos entre ellos. Y como telón de fondo, el petróleo y los proyectos energéticos.
La noticia de la liquidación de al Bagdadi ha cubierto otra: la de la reconducción de la anunciada retirada americana de Siria en una ocupación militar, al parecer permanente, de los pozos petroleros de ese país. Trump ha anunciado reiteradamente que no se trata solo de controlar el petróleo de Siria, sino también de tomar parte de ese petróleo para sí mismo con la advertencia de que disparará contra quien pretenda impedirlo. La muerte del perro oculta una vulgar película de piratas.
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Rafael Poch
Rafael Poch-de-Feliu (Barcelona) fue corresponsal de La Vanguardia en Moscú, Pekín y Berlín. Autor de varios libros; sobre el fin de la URSS, sobre la Rusia de Putin, sobre China, y un ensayo colectivo sobre la Alemania de la eurocrisis.
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