Tribuna
Soledad
El 15-M fue una superación colectiva de las ganas de matar; Vox y la ultraderecha, al contrario, las convierten –las ganas de matar– en la regla y razón de la política y la autoestima
Santiago Alba Rico 7/11/2019
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Cuando uno se queda solo, ¿con quién se queda? Con su lengua, que es la de todos; con su historia, que se cruza también con la de todos; con el tiempo que nos mata a todos. Se queda con su propio cuerpo y el tiempo estancado en él: es el aburrimiento. De esa soledad fangosa se puede salir de muchas maneras y hacia muy distintos paraderos: el pensamiento, el arte, la costura, el sexo, el crimen. Puede ser –lo ha sido siempre– una fuente ambigua de atención minuciosa o de acosmismo nihilista. Ahora bien, bajo el capitalismo consumista hay una sola manera de salir del tiempo y no la elegimos nosotros: nos la impone una sedicente industria del entretenimiento que nos impide estar solos y nos impide, por tanto, decidir nuestros propios recursos para lidiar con la soledad. Es lo que el filósofo francés Bernard Stiegler llama “proletarización del ocio”. La tesis de Stiegler es la de que a la proletarización del trabajo ha seguido, como su prolongación natural, la del tiempo libre y con las mismas consecuencias: del mismo modo que no somos dueños de nuestros medios de producción no somos dueños tampoco de nuestros medios de recreación. En estas condiciones, no es inverosímil pensar que el único expediente que nos queda si la industria falla y el aburrimiento nos atenaza es precisamente el crimen: el nuevo aburrimiento, como fracaso de la proletarización del ocio tecnológico, está preñado de frustración, resentimiento y rabia, tal y como se revela en las redes sociales. El que ve interrumpida de pronto su conexión a internet no se resigna fácilmente a volver al espacio exterior, tan espeso y tan lento, para inventar una salida trabajosa y creativa; es más probable que, absorbido de golpe en un cuerpo sobrante, de forma figurada o literal se mate a sí mismo o mate a alguien. No contamos con estadísticas de suicidios, homicidios, violaciones y maltratos por frustración tecnológica, pero me temo que su número debe de ser notable y va en aumento. Un apagón informático produciría una inmediata guerra civil entre nihilismos hermanos desencadenados.
La soledad no se opone a la compañía (porque solos estamos demasiado acompañados) pero sí se mide en compañía. Soledad –podemos decir– es lo que sentimos allí donde ya sólo podemos esperar lo peor de los desconocidos. En nuestras grandes ciudades, efervescentes de cuerpos solteros y cansados, es muy difícil reconocer a un igual en un desconocido, salvo que lleve algún distintivo indumentario partidista o futbolístico. En el metro todo desconocido es un extraño amenazador. Ahora bien, puesto que ningún desconocido es ya un igual, sólo puede parecernos o más fuerte o más débil que nosotros. Si nos parece más fuerte tememos que nos mate; si nos parece más débil nos apetece matarlo.
Un apagón informático produciría una inmediata guerra civil entre nihilismos hermanos desencadenados
Nunca ha habido más ganas de matar en el mundo; de ahí el peligro de una política que, en lugar de reciclar ese impulso homicida en cortas distancias reparadoras, se deje llevar por él y lo legitime como socialmente aceptable. El 15-M fue una superación colectiva de las ganas de matar; Vox y la ultraderecha, al contrario, las convierten –las ganas de matar– en la regla y razón de la política y la autoestima.
Los humanos siempre hemos necesitado la convicción de una comunidad presupuestaria que nos garantice la benevolencia de los extraños; un espacio de reserva al que llegamos convencidos de que hay ahí un desconocido que nos está esperando para ayudarnos o acogernos en caso de necesidad. Así ha sobrevivido la humanidad a un mundo casi siempre adverso. Históricamente esa comunidad ha sido en general la de sangre, pero no por un destino biológico sino por un simple “hecho de cercanía”; los lazos de sangre, en realidad, son tan imaginarios como los de la ideología, pero servían y siguen sirviendo para que mi tío de Australia, al que no he visto en mi vida, me reciba en su casa con un plato de comida caliente y una cama limpia. Necesitamos saber que hay al menos un recinto protector donde los desconocidos, de manera presupuestaria, como por una ley casi gravitatoria, en nombre de un lazo cualquiera, nos van a ser favorables. De hecho, esta necesidad de comunidad presupuestaria es la que explica el éxito del cristianismo primitivo y, durante la Ilustración, la fuerza de la masonería y luego la del internacionalismo socialista, todas ellas tentativas de sustituir el parentesco consanguíneo por un parentesco electivo. “Gente con la que puedes contar” es la familia, la mafia, el viejo internacionalismo, la masonería, la parroquia. La patria no: en contra de lo que pretenden los destropopulismos identitarios, un español no puede contar con otro español por el simple hecho de serlo (salvo quizás en el extranjero, como para probar así que la “españolidad” nunca es suficiente en el propio país o lo es sólo a condición de excluir de la “españolidad”, como si fueran precisamente extranjeros, a los que no piensan como yo). La patria, que puede canalizar o sublimar nuestras ganas de matar, no reduce nuestra soledad. Sí la mitigan, como he dicho, la familia, la mafia, la militancia, la masonería, la parroquia. Cuando el capitalismo disuelve los lazos de familia, los vínculos de militancia y el calor de la parroquia, queda la mafia, en sus diversas variantes, como falsa familia, falsa militancia y falsa parroquia que parece protegernos de la soltería capitalista; queda también la patria jibarizada de los nuevos fascismos excluyentes. Sin esa “comunidad presupuestaria”, destruida por la materialidad capitalista, nos sentimos solos y rodeados de desconocidos desiguales de los que esperamos siempre lo peor; y a los que, en defensa propia, matamos mentalmente de modo preventivo, a la espera de tener los medios y la autoridad para matarlos también en sus propios cuerpos.
En estas condiciones, de los desconocidos sólo se espera lo mejor en dos situaciones poco frecuentes: el amor y la revolución. En el amor nos sentimos seguros en la máxima desnudez antes de conocer realmente al otro (nuestro amado o nuestra madre) y, de hecho, empezamos a sentirnos solos y tanto más solos cuando empezamos a conocer y cuanto más conocemos al que amamos. Nunca se está tan seguro con el amado como el primer día, en esa recíproca vulnerabilidad del deseo compartido; y nunca se está tan seguro con la madre como cuando no podemos defendernos de ella, en los primeros meses de nuestra vida, completamente a merced de sus caricias. La soledad es tan normal como la nostalgia del amor y de la infancia que nos permite sobrevivir a ella.
En cuanto a la revolución, la transformación del marco de la sensibilidad común en una situación de excepcional sincronía en el espacio hace que la solidaridad entre desconocidos instaure un frágil momento de enamoramiento colectivo: la revolución –que se hace al lado de mil extraños– interrumpe la soledad y sus ambiguas tensiones; en cambio la política, al igual que el matrimonio, se desarrollan sin amor (la primera) o entre conocidos (el segundo) y por eso nos hacen sentir solos. No se me malentienda. Soy un gran defensor del matrimonio y de la política y por lo tanto de la necesidad de regular las relaciones entre soledades irreductibles; o, valga decir, entre rivales convergentes y entre conocidos desiguales. El problema no es el matrimonio ni la política. El problema es la solución, antimatrimonial y antipolítica, antiamorosa y antirrevolucionaria, que el mercado capitalista propone no sólo frente a la soledad sino frente a su suspensión amorosa o revolucionaria: la industria del entretenimiento, con sus adicciones ludópatas, y la proletarización del ocio.
en contra de lo que pretenden los destropopulismos identitarios, un español no puede contar con otro español por el simple hecho de serlo
Si distinguimos entre suspensiones y regulaciones, digamos, por tanto, que hay dos suspensiones y dos regulaciones de la soledad:
La primera suspensión de la soledad, decíamos, es el amor. En los años 70 del siglo pasado, en Fragmentos de un discurso amoroso, Roland Barthes consideraba consumada la liberación sexual en Francia, pero la asociaba a un desprecio o desprestigio paralelo del concepto más plebeyo y popular del amor. Sugería que al superado tabú de la libre sexualidad había seguido el tabú de los sentimientos fuertes. Creo que tenía razón. Hoy el sexo está permitido; también el sentimentalismo; están permitidas todas las intensidades rápidas solubles en los vapores del alcohol: que duran poco y sin apenas resaca. Todo está permitido, digamos, a condición de que no deje huella; a condición de que no tome cuerpo. Tinder y otras aplicaciones informáticas hacen más fácil el sexo y más difícil el amor; incorporan el intercambio sexual a la proletarización del ocio, es decir, a los procedimientos tecnológicos en virtud de los cuales, para evitar el aburrimiento, separamos los cuerpos. ¿Una sexualidad que separa los cuerpos? Esa es, me temo, la paradoja de nuestra época.
La primera regulación de la soledad es el matrimonio, entendido –claro– no en sentido administrativo sino como lo contrario de la soltería antropológica o, si se quiere, como el lugar privilegiado de la reproducción y los cuidados. El poliamor no es posible, pero la poligamia sí: uno puede estar “casado”, al mismo tiempo, con un hombre y con una mujer, con sus hijos, con sus amigos, con el barrio, con los derechos y los elefantes amenazados y hasta con España (bien entendida).
La segunda suspensión de la soledad es la revolución o celebración colectiva: esa excepción en el espacio que, como ocurrió en el 15-M, no sólo supera las ganas de matar sino que transforma provisionalmente los marcos de la sensibilidad común. La felicidad colectiva, insostenible en el tiempo, nos vuelve, como a los enamorados, momentáneamente atentos, corteses, generosos, buenos. Por eso la felicidad política debe ser constituyente; es el momento de generar una constitución razonable y garantista. Es el momento de atarse a valores y principios de los que luego, bajo la presión de la soledad –y de los periódicos–, nos cansaremos y renegaremos.
La segunda regulación de la soledad es la política, de la que diré dos palabras un poco más abajo, tras un necesario circunloquio.
Si hablamos de las ganas de matar, añadamos que hay una diferencia entre matar a conocidos y matar a desconocidos. Uno puede volverse loco y matar a su mujer sin que ello implique violencia de género; o uno puede volverse loco y matar a su vecino senegalés por una rencilla de rellano sin que ello implique xenofobia o racismo. La xenofobia y el racismo matan a desconocidos; y para que el machismo fuese una ideología –y no una relación de poder o una “cultura”– tendría que disparar a “las mujeres” en general. En todo caso, y esto es lo que me importa señalar, es la distancia recogida en los pronombres mismos la que permite distinguir unos crímenes de otros. Hay algo, si se quiere, “saludable” en volverse loco y matar con odio a la propia mujer, al mejor amigo, al compañero de trabajo (un “tú”); y algo enfermizamente abstracto en matar a los visitantes de un centro comercial o a los clientes de una discoteca (un “ellos” con el que no se mantiene ninguna relación previa). En un atentado terrorista o en una guerra se mata, en efecto, a desconocidos; y se los mata, de alguna manera, para evitar llegar a conocerlos: con un “tú” se puede forcejear furiosamente, pero también negociar; y no deja de ser paradójico, por cierto, que se califique de “delitos de odio” a los más impersonales e ideológicos. El terrorista que no distingue entre civiles y militares, entre adultos y niños, encarna la expresión máxima de esa soledad que espera siempre lo peor de los desconocidos y se adelanta a matarlos. Pero en términos “mentales” esa soledad es en todo semejante a la nuestra frente a los inmigrantes: los más vulnerables y los más solitarios (separados de sus familias, amedrentados, víctimas de inseguridad habitacional y sanitaria) se convierten por ello, a nuestros ojos, en los desconocidos de los que sólo podemos esperar un bombazo o una cuchillada y contra los que hay que tomar toda clase de medidas preventivas, legales o no. Su soledad agrava e incendia la nuestra. No es raro que, frente a este desconocido amenazador, las nuevas políticas destropopulistas se apoyen en la reivindicación de los conocidos; habría así una política para los desconocidos, de los que tenemos que defendernos, y otra para conocidos y entre conocidos, aunque sean fantasiosos: españoles, austriacos o franceses (¡o catalanes!). Ahora bien, toda política entre conocidos, gestada contra las abstracciones destructivas del capitalismo neoliberal, amenaza con volverse más destructiva aún, y ello sin cuestionar además el capitalismo como matriz de soledades. Su fracaso es además inevitable, pues no aspira a regular las soledades (a hacer política o urdir matrimonios) sino a convertir el “conocimiento recíproco” en comunión, en comunidad, en amor verdadero.
No es raro que, frente a este desconocido amenazador, las nuevas políticas destropopulistas se apoyen en la reivindicación de los conocidos
De ese “fracaso” del “amor verdadero” nace la guerra civil. Si no cabe concebir nada más terrible que la pasión fratricida es porque constituye la única guerra en la que son los conocidos los que se matan entre sí y lo hacen para –al contrario– volverse recíprocamente desconocidos. En la guerra civil se mezclan las categorías: se mata al más próximo (al prójimo) como si uno se hubiera vuelto loco; se lo mata a gran escala y por razones ideológicas, como si se tratase de un desconocido. Si es terrible un mundo sin recintos de acogida en el que sólo podemos esperar lo peor de los desconocidos, es aún más terrible un mundo sin hogar en el que lo peor lo esperamos precisamente de los conocidos (el padre, el marido, el vecino). Creo que estos dos procesos son inseparables de la “soledad capitalista”: el deseo de matar a los desconocidos, de los que siempre se espera lo peor, y el miedo a ser matado por un conocido, transformado de pronto en un extraño. Estos dos temores unidos –cuando no se confía ni en la sociedad ni en la familia, ni en el gobierno ni en el marido– ciñen el tipo de soledad sin salida en el que está encerrado el soltero contemporáneo, al que el capitalismo mismo, una vez empujado hasta allí, ofrece el único remedio: la proletarización del ocio, la desatención tecnológica, el sexo sin mirada y, en situaciones sociales muy degradadas, la mafia y sus vínculos viriles adrenalínicos.
Allí donde alcance el amor y sus comunidades decentes, dejemos obrar al amor; pero allí donde no alcance, mejor la ley que los mercados financieros o la mafia
Lo mismo pasa con nuestras comunidades presupuestarias, muy debilitadas pero aún resistentes como único asidero frente a la crisis y sus soledades consumistas. También hay una diferencia entre acoger en casa a un conocido o acoger a un desconocido. Lo primero se llama hospitalidad y forma parte de todas las tradiciones culturales, y muy especialmente de la cultura mediterránea. La hospitalidad –acoger a un amigo o un pariente– define el recinto de los conocidos con los que mantenemos vínculos de reciprocidad, tanto en términos de deber como de placer. El prójimo es aquel más cercano al que me unen lazos afectivos o sanguíneos; de alguna manera son lazos que no se eligen, porque la amistad, que tiene una historia, se vive siempre, al igual que la familia, como un destino. Así era la hospitalidad romana hasta que el cristianismo –nos dirá Ivan Illich– introdujo una ruptura escandalosa: la idea de que puedo elegir a mi prójimo y de que puedo elegir como prójimo, por tanto, a un desconocido. Lo contrario estricto de un atentado o una guerra –porque su objeto es el mismo– es en consecuencia un acto de compasión o de solidaridad activa, arbitrario y disruptivo, hacia un desconocido, al que salvamos escandalosamente la vida en lugar de matarlo. El cristianismo trató de extender la práctica de la hospitalidad, más allá de los prójimos, al conjunto de los desconocidos como el terrorismo trata de extender la guerra, más allá de los lazos personales, al conjunto de la humanidad. Algo de esta huella cristiana la heredó el internacionalismo comunista, hoy tan desaparecido como el primer fervor evangélico.
Ahora bien –y esta es la regulación de la soledad que llamamos “política”– “elegir a un desconocido como prójimo” es también lo que hacen las leyes en un Estado democrático y de Derecho, donde tanto los derechos civiles como los sociales y económicos garantizan libertades y cuidados al margen de los lazos consanguíneos y de los vínculos económicos: un hospital de la Seguridad Social es ese recinto al que llegas con la certeza tranquila de que un médico que no es tu tío y un enfermero que no es tu primo va a prestarte atención exclusiva; lo mismo en la escuela o en los tribunales. Tiene razón Ivan Illich, desde luego, y sería mucho más bonito y seguro un mundo tan cristianamente fraternal que no hubiera tenido que llegar al extremo de institucionalizar los cuidados, pero la disolución de las “comunidades presupuestarias”, buenas o malas, no deja el mundo en manos del amor sino del capitalismo; y el peligro de entregar también las instituciones es el de que tomen su lugar las mafias y las sectas identitarias. Si las leyes las hacemos –así debería ser en democracia– desconocidos entre desconocidos, será de personal interés que las hagamos en favor de todos los desconocidos por igual, como “prójimos elegidos” de una vez y para siempre en una Constitución digna de ese nombre. Allí donde alcance el amor y sus comunidades decentes, dejemos obrar al amor; pero allí donde no alcance, mejor la ley que los mercados financieros o la mafia. El problema del capitalismo es que no deja terreno ni al uno ni a la otra: mercantiliza los vínculos y disuelve o deforma los límites. ¿Qué queda? La soledad soltera que, amenazada de muerte por los desconocidos, deseosa de matar a los desconocidos, esperando ya también lo peor del marido y del vecino, se refugia aterida en el ocio proletarizado y en el círculo de un puñado de falsos conocidos: esos que unos llaman “españoles” (y otros “franceses” o “italianos” o “catalanes”).
Amemos y legislemos. Todo lo demás es muerte y selva.
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Autor >
Santiago Alba Rico
Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".
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