Tribuna
España
Nuestras élites, de derechas y de izquierdas, siguen pensando España como una guerra (o dos o tres), y en tiempos de crisis arrastran al electorado a la batalla
Santiago Alba Rico 8/10/2019
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Me gusta pensar en España desde los Pirineos.
Hacia el año 870 una princesa cristiana de Bohemia de nombre Orosia entró en la península ibérica por la cordillera pirenaica para desposar a un caudillo visigodo. Interceptada la comitiva por una mesnada musulmana –cuenta la leyenda– su cabecilla propuso matrimonio a la cautiva y, ante el rechazo de esta, la mandó torturar y decapitar. Orosia es hoy la patrona de Jaca y una de las mártires del santoral español. Lo que no dice la Wikipedia es el nombre del cabecilla musulmán: Mohamed Ibn Lupo de Tena, que obviamente no procedía de la Meca sino que era un nativo peninsular convertido al islam, hijo del cercano valle de Tena. Orosia era una ocupante extranjera; su verdugo era, si se quiere, “español”.
Es el centro mismo del imperio, pobre y despoblado, el que ha pagado las consecuencias de “su” victoria en las dos guerras civiles, la de religión y la germánica, al tiempo que, por eso mismo, obstaculiza políticamente cualquier reconstrucción nacional
En Roncesvalles, como sabemos, se libró en 778 una conocida batalla en la que el ejército de Carlomagno sufrió su primera derrota. Esta derrota y la muerte de Roldán, sobrino del emperador, dio lugar a un sinnúmero de leyendas, quintaesenciadas en la famosa Canción de Roldán, poema épico que forma parte del canon literario francés y que impuso el relato histórico de una gran cruzada contra los musulmanes. Pero la derrota del ejército carolingio nada tuvo que ver con los musulmanes. Las tropas francas venían de intentar establecer una “marca carolingia” en la península y, tras saquear Pamplona, estaban a punto de cruzar los Pirineos cuando fueron emboscadas y diezmadas por un pequeño grupo de vascones ávidos de venganza. Hoy el diminuto y oprimente pueblo de Roncesvalles, en Navarra, exhibe grandes monumentos –incluido un silo de Carlomagno– que orientan la atención hacia la guerra de religión contra los musulmanes y no hacia el famoso hecho de armas acaecido en el valle. En la colegiata gótica donde está enterrado Sancho el Fuerte de Navarra, por ejemplo, se recuerda a los visitantes su participación junto a los reyes de Castilla y de Aragón en la batalla de Navas de Tolosa (¡en Jaén y en 1212!), decisiva victoria sobre los almohades de Miramamolín. Los descendientes de esos reyes de Castilla y de Aragón, dicho sea de paso, conquistarían Navarra trescientos años más tarde, último reino peninsular en caer en manos de los Reyes Católicos (quince años después de Granada). Lo que quiero decir es que el ejército carolingio, con el que se identifican las glorias de nuestra españolísima “reconquista”, era un ejército ocupante mientras que los vascones eran, si se quiere, nativos “españoles”, a los que se niega o escatima esa hazaña.
En tiempos de Orosia y de Roncesvalles no existía España, que fue el resultado trabajoso y fallido de una doble guerra: una guerra de religión entre musulmanes y cristianos y una guerra civil entre ocupantes germánicos. La larga guerra contra los musulmanes, en buena parte conversos bereberes o hispanorromanos, ocultaba ambiciones territoriales, pero movilizó a toda Europa y no podía acabar en ninguna forma de acuerdo o compromiso. La guerra civil germánica, que se solapó con la primera, terminó con el sometimiento de todos los reinos peninsulares, musulmanes o cristianos, al dominio de los Reyes Católicos. España nació cristiana y castellana; y con esos mimbres sólo se podía construir –como bien explica el profesor Villacañas– un imperio. Su acta fundacional es la expulsión de los judíos y la erradicación del islam (cuyo colofón fue el decreto contra los moriscos, oficialmente cristianos, en 1609), así como la conquista de América, a donde se trasladó el apóstol Santiago en su caballo blanco, una vez derrotados los moros, para echar una mano contra los indios. Los que hoy reivindican España desde la derecha no están reivindicando una nación sino su papel victorioso en un imperio insostenible. Cualquiera que se dé una vuelta por los Pirineos, de este a oeste o viceversa, se percatará –por lo demás– de las consecuencias desastrosas y paradójicas de este imperio fallido: Aragón, cuna de España y tumba de sí misma, absorbida en Castilla, boquea con dificultad, llena de historia y vacía de gente, entre dos naciones opulentas, Navarra y Catalunya, las derrotadas de la guerra civil germánica. Más al sur Andalucía, sombra ilusoria de Al-Andalus, la otra gran derrotada por el imperio castellano, ha mantenido sin embargo una fuerte personalidad política e institucional (como lo demuestra su acceso a la autonomía en virtud del artículo 151). He aquí la paradoja: resulta que es el centro mismo del imperio, pobre y despoblado, el que ha pagado las consecuencias –culturales y económicas– de “su” victoria en las dos guerras civiles, la de religión y la germánica, al tiempo que, por eso mismo, obstaculiza políticamente cualquier reconstrucción nacional.
La guerra de religión prosiguió después de 1492 contra erasmistas, herejes y brujas y más tarde contra ilustrados y socialistas. La guerra civil germánica continuó asimismo, enredada con guerras de sucesión y rebeliones anticentralistas. Una y otra –la de religión y la germánica– mezclaron sus cartas en conflictos ideológicos y sociales durante el siglo XIX y principios del XX: pensemos en las guerras carlistas y en la guerra civil española (1936), que fue “española” paradójicamente porque fue “mundial”. Con excepción del breve período de la lucha por la independencia frente a Napoleón (1808-1812), estas dos guerras internas han impedido la construcción de una nación: no lo es ni en sentido antropológico ni en sentido democrático. Los que reivindican esta no-nación, cuya síntesis es la monarquía borbónica, lo suelen hacer mezclando y reactivando las dos guerras, hasta el punto de que la función “musulmán” la ejercen hoy, más que los inmigrantes musulmanes (que también), los germánicos catalanes que reivindican la separación de España sin entender que es imposible emanciparse de un país que no existe. Incluso para eso habría que construirlo. ¿Es una pretensión realista?
La función “musulmán” la ejercen hoy, más que los inmigrantes musulmanes (que también), los germánicos catalanes que reivindican la separación de España sin entender que es imposible emanciparse de un país que no existe
No será fácil. Las élites de la derecha germánica (incluidas las catalanas) siguen pensando la lucha por España y la lucha contra España en términos de guerra de religión y de guerra civil medieval. El PSOE, partido monárquico y nacionalista español, ha buscado beneficios partidistas en el conflicto sin atreverse nunca a una revisión constitucional de esta no-nación, pese a contar varias veces con mayorías sociales y electorales en las últimas décadas. Lo malo es que, a fin de mantener ese imperio, fallido y además perjudicial para sus vencedores pasivos, y de impedir la construcción de una nación, ha hecho falta un ininterrumpido ejercicio de violencia y dictadura, regla fatal de nuestra historia común. Franco comprendió muy bien este engendro e intentó crearla de un solo golpe (la nación) fabricando de cero un español nuevo, un “hombre nuevo”, cuya condición era la eliminación de la mitad de los españoles (la llamada anti-España). En cuanto a la izquierda más radical, derrotada histórica de todas las guerras, ha acabado cediendo, contra el imperio fallido y la nación malograda, al obrerismo o al cosmopolitismo, fascinada a menudo, en su creciente provincianismo, por las luchas periféricas y despreciando siempre las tierras de Castilla (en sentido lato) y a sus gentes; y renunciando, en nombre de una cultura más verdadera o refinada, a la cultura de la mitad de España. Nuestras élites, de derechas y de izquierdas, siguen pensando España como una guerra (o dos o tres), y en tiempos de crisis arrastran al electorado a la batalla. Como casi siempre, esta España reaparece en el costado de una gran crisis económica y una gran crisis institucional europea.
Nuestros Pirineos están jalonados de hermosas iglesias románicas que hay que conservar, de altas torres y atalayas belicosas que no debemos derribar, de grandes palacios fronterizos que señalan viejas costuras sin hilvanar. El problema de la memoria –y aún más el de la mitológica– es que deja robustos rastros materiales: monumentos, castillos, catedrales, que mienten u ocultan otros relatos (y otros edificios). No hay que tocarlos. Los necesitamos para pensar. No pueden contar cualquier historia, pero sí algunas historias diferentes; permiten escoger, sobre todo, entre narrar la historia de una victoria o la historia de un conflicto. Si los gestores de piedras vivas, como los gestores de discursos muertos, no se inclinasen interesada e ideológicamente por la primera opción, algún día las piedras de España (junto a otras recuperadas bajo las ruinas de la doble guerra prenacional) contarían la historia de un conflicto superado. Nunca hemos estado más lejos de eso. Quinientos años no es nada y podemos seguir así otros quinientos, unas veces mal, otras veces peor, a remolque de Europa y de nuestras élites irresponsables, mucho más belicosas e ideológicas que nuestros pueblos, los cuales no asocian las iglesias, los castillos y los palacios a ninguna guerra presente, pero que sufren las consecuencias materiales –y políticas– de esta eterna guerra de religión contra los “musulmanes”, como quiera que se llamen en cada época, y de esta eterna guerra civil germánica que la no-nación, cuyo seudónimo fue Imperio y ahora es Estado, libra contra sus ciudadanos.
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Santiago Alba Rico
Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".
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