1. Número 1 · Enero 2015

  2. Número 2 · Enero 2015

  3. Número 3 · Enero 2015

  4. Número 4 · Febrero 2015

  5. Número 5 · Febrero 2015

  6. Número 6 · Febrero 2015

  7. Número 7 · Febrero 2015

  8. Número 8 · Marzo 2015

  9. Número 9 · Marzo 2015

  10. Número 10 · Marzo 2015

  11. Número 11 · Marzo 2015

  12. Número 12 · Abril 2015

  13. Número 13 · Abril 2015

  14. Número 14 · Abril 2015

  15. Número 15 · Abril 2015

  16. Número 16 · Mayo 2015

  17. Número 17 · Mayo 2015

  18. Número 18 · Mayo 2015

  19. Número 19 · Mayo 2015

  20. Número 20 · Junio 2015

  21. Número 21 · Junio 2015

  22. Número 22 · Junio 2015

  23. Número 23 · Junio 2015

  24. Número 24 · Julio 2015

  25. Número 25 · Julio 2015

  26. Número 26 · Julio 2015

  27. Número 27 · Julio 2015

  28. Número 28 · Septiembre 2015

  29. Número 29 · Septiembre 2015

  30. Número 30 · Septiembre 2015

  31. Número 31 · Septiembre 2015

  32. Número 32 · Septiembre 2015

  33. Número 33 · Octubre 2015

  34. Número 34 · Octubre 2015

  35. Número 35 · Octubre 2015

  36. Número 36 · Octubre 2015

  37. Número 37 · Noviembre 2015

  38. Número 38 · Noviembre 2015

  39. Número 39 · Noviembre 2015

  40. Número 40 · Noviembre 2015

  41. Número 41 · Diciembre 2015

  42. Número 42 · Diciembre 2015

  43. Número 43 · Diciembre 2015

  44. Número 44 · Diciembre 2015

  45. Número 45 · Diciembre 2015

  46. Número 46 · Enero 2016

  47. Número 47 · Enero 2016

  48. Número 48 · Enero 2016

  49. Número 49 · Enero 2016

  50. Número 50 · Febrero 2016

  51. Número 51 · Febrero 2016

  52. Número 52 · Febrero 2016

  53. Número 53 · Febrero 2016

  54. Número 54 · Marzo 2016

  55. Número 55 · Marzo 2016

  56. Número 56 · Marzo 2016

  57. Número 57 · Marzo 2016

  58. Número 58 · Marzo 2016

  59. Número 59 · Abril 2016

  60. Número 60 · Abril 2016

  61. Número 61 · Abril 2016

  62. Número 62 · Abril 2016

  63. Número 63 · Mayo 2016

  64. Número 64 · Mayo 2016

  65. Número 65 · Mayo 2016

  66. Número 66 · Mayo 2016

  67. Número 67 · Junio 2016

  68. Número 68 · Junio 2016

  69. Número 69 · Junio 2016

  70. Número 70 · Junio 2016

  71. Número 71 · Junio 2016

  72. Número 72 · Julio 2016

  73. Número 73 · Julio 2016

  74. Número 74 · Julio 2016

  75. Número 75 · Julio 2016

  76. Número 76 · Agosto 2016

  77. Número 77 · Agosto 2016

  78. Número 78 · Agosto 2016

  79. Número 79 · Agosto 2016

  80. Número 80 · Agosto 2016

  81. Número 81 · Septiembre 2016

  82. Número 82 · Septiembre 2016

  83. Número 83 · Septiembre 2016

  84. Número 84 · Septiembre 2016

  85. Número 85 · Octubre 2016

  86. Número 86 · Octubre 2016

  87. Número 87 · Octubre 2016

  88. Número 88 · Octubre 2016

  89. Número 89 · Noviembre 2016

  90. Número 90 · Noviembre 2016

  91. Número 91 · Noviembre 2016

  92. Número 92 · Noviembre 2016

  93. Número 93 · Noviembre 2016

  94. Número 94 · Diciembre 2016

  95. Número 95 · Diciembre 2016

  96. Número 96 · Diciembre 2016

  97. Número 97 · Diciembre 2016

  98. Número 98 · Enero 2017

  99. Número 99 · Enero 2017

  100. Número 100 · Enero 2017

  101. Número 101 · Enero 2017

  102. Número 102 · Febrero 2017

  103. Número 103 · Febrero 2017

  104. Número 104 · Febrero 2017

  105. Número 105 · Febrero 2017

  106. Número 106 · Marzo 2017

  107. Número 107 · Marzo 2017

  108. Número 108 · Marzo 2017

  109. Número 109 · Marzo 2017

  110. Número 110 · Marzo 2017

  111. Número 111 · Abril 2017

  112. Número 112 · Abril 2017

  113. Número 113 · Abril 2017

  114. Número 114 · Abril 2017

  115. Número 115 · Mayo 2017

  116. Número 116 · Mayo 2017

  117. Número 117 · Mayo 2017

  118. Número 118 · Mayo 2017

  119. Número 119 · Mayo 2017

  120. Número 120 · Junio 2017

  121. Número 121 · Junio 2017

  122. Número 122 · Junio 2017

  123. Número 123 · Junio 2017

  124. Número 124 · Julio 2017

  125. Número 125 · Julio 2017

  126. Número 126 · Julio 2017

  127. Número 127 · Julio 2017

  128. Número 128 · Agosto 2017

  129. Número 129 · Agosto 2017

  130. Número 130 · Agosto 2017

  131. Número 131 · Agosto 2017

  132. Número 132 · Agosto 2017

  133. Número 133 · Septiembre 2017

  134. Número 134 · Septiembre 2017

  135. Número 135 · Septiembre 2017

  136. Número 136 · Septiembre 2017

  137. Número 137 · Octubre 2017

  138. Número 138 · Octubre 2017

  139. Número 139 · Octubre 2017

  140. Número 140 · Octubre 2017

  141. Número 141 · Noviembre 2017

  142. Número 142 · Noviembre 2017

  143. Número 143 · Noviembre 2017

  144. Número 144 · Noviembre 2017

  145. Número 145 · Noviembre 2017

  146. Número 146 · Diciembre 2017

  147. Número 147 · Diciembre 2017

  148. Número 148 · Diciembre 2017

  149. Número 149 · Diciembre 2017

  150. Número 150 · Enero 2018

  151. Número 151 · Enero 2018

  152. Número 152 · Enero 2018

  153. Número 153 · Enero 2018

  154. Número 154 · Enero 2018

  155. Número 155 · Febrero 2018

  156. Número 156 · Febrero 2018

  157. Número 157 · Febrero 2018

  158. Número 158 · Febrero 2018

  159. Número 159 · Marzo 2018

  160. Número 160 · Marzo 2018

  161. Número 161 · Marzo 2018

  162. Número 162 · Marzo 2018

  163. Número 163 · Abril 2018

  164. Número 164 · Abril 2018

  165. Número 165 · Abril 2018

  166. Número 166 · Abril 2018

  167. Número 167 · Mayo 2018

  168. Número 168 · Mayo 2018

  169. Número 169 · Mayo 2018

  170. Número 170 · Mayo 2018

  171. Número 171 · Mayo 2018

  172. Número 172 · Junio 2018

  173. Número 173 · Junio 2018

  174. Número 174 · Junio 2018

  175. Número 175 · Junio 2018

  176. Número 176 · Julio 2018

  177. Número 177 · Julio 2018

  178. Número 178 · Julio 2018

  179. Número 179 · Julio 2018

  180. Número 180 · Agosto 2018

  181. Número 181 · Agosto 2018

  182. Número 182 · Agosto 2018

  183. Número 183 · Agosto 2018

  184. Número 184 · Agosto 2018

  185. Número 185 · Septiembre 2018

  186. Número 186 · Septiembre 2018

  187. Número 187 · Septiembre 2018

  188. Número 188 · Septiembre 2018

  189. Número 189 · Octubre 2018

  190. Número 190 · Octubre 2018

  191. Número 191 · Octubre 2018

  192. Número 192 · Octubre 2018

  193. Número 193 · Octubre 2018

  194. Número 194 · Noviembre 2018

  195. Número 195 · Noviembre 2018

  196. Número 196 · Noviembre 2018

  197. Número 197 · Noviembre 2018

  198. Número 198 · Diciembre 2018

  199. Número 199 · Diciembre 2018

  200. Número 200 · Diciembre 2018

  201. Número 201 · Diciembre 2018

  202. Número 202 · Enero 2019

  203. Número 203 · Enero 2019

  204. Número 204 · Enero 2019

  205. Número 205 · Enero 2019

  206. Número 206 · Enero 2019

  207. Número 207 · Febrero 2019

  208. Número 208 · Febrero 2019

  209. Número 209 · Febrero 2019

  210. Número 210 · Febrero 2019

  211. Número 211 · Marzo 2019

  212. Número 212 · Marzo 2019

  213. Número 213 · Marzo 2019

  214. Número 214 · Marzo 2019

  215. Número 215 · Abril 2019

  216. Número 216 · Abril 2019

  217. Número 217 · Abril 2019

  218. Número 218 · Abril 2019

  219. Número 219 · Mayo 2019

  220. Número 220 · Mayo 2019

  221. Número 221 · Mayo 2019

  222. Número 222 · Mayo 2019

  223. Número 223 · Mayo 2019

  224. Número 224 · Junio 2019

  225. Número 225 · Junio 2019

  226. Número 226 · Junio 2019

  227. Número 227 · Junio 2019

  228. Número 228 · Julio 2019

  229. Número 229 · Julio 2019

  230. Número 230 · Julio 2019

  231. Número 231 · Julio 2019

  232. Número 232 · Julio 2019

  233. Número 233 · Agosto 2019

  234. Número 234 · Agosto 2019

  235. Número 235 · Agosto 2019

  236. Número 236 · Agosto 2019

  237. Número 237 · Septiembre 2019

  238. Número 238 · Septiembre 2019

  239. Número 239 · Septiembre 2019

  240. Número 240 · Septiembre 2019

  241. Número 241 · Octubre 2019

  242. Número 242 · Octubre 2019

  243. Número 243 · Octubre 2019

  244. Número 244 · Octubre 2019

  245. Número 245 · Octubre 2019

  246. Número 246 · Noviembre 2019

  247. Número 247 · Noviembre 2019

  248. Número 248 · Noviembre 2019

  249. Número 249 · Noviembre 2019

  250. Número 250 · Diciembre 2019

  251. Número 251 · Diciembre 2019

  252. Número 252 · Diciembre 2019

  253. Número 253 · Diciembre 2019

  254. Número 254 · Enero 2020

  255. Número 255 · Enero 2020

  256. Número 256 · Enero 2020

  257. Número 257 · Febrero 2020

  258. Número 258 · Marzo 2020

  259. Número 259 · Abril 2020

  260. Número 260 · Mayo 2020

  261. Número 261 · Junio 2020

  262. Número 262 · Julio 2020

  263. Número 263 · Agosto 2020

  264. Número 264 · Septiembre 2020

  265. Número 265 · Octubre 2020

  266. Número 266 · Noviembre 2020

  267. Número 267 · Diciembre 2020

  268. Número 268 · Enero 2021

  269. Número 269 · Febrero 2021

  270. Número 270 · Marzo 2021

  271. Número 271 · Abril 2021

  272. Número 272 · Mayo 2021

  273. Número 273 · Junio 2021

  274. Número 274 · Julio 2021

  275. Número 275 · Agosto 2021

  276. Número 276 · Septiembre 2021

  277. Número 277 · Octubre 2021

  278. Número 278 · Noviembre 2021

  279. Número 279 · Diciembre 2021

  280. Número 280 · Enero 2022

  281. Número 281 · Febrero 2022

  282. Número 282 · Marzo 2022

  283. Número 283 · Abril 2022

  284. Número 284 · Mayo 2022

  285. Número 285 · Junio 2022

  286. Número 286 · Julio 2022

  287. Número 287 · Agosto 2022

  288. Número 288 · Septiembre 2022

  289. Número 289 · Octubre 2022

  290. Número 290 · Noviembre 2022

  291. Número 291 · Diciembre 2022

  292. Número 292 · Enero 2023

  293. Número 293 · Febrero 2023

  294. Número 294 · Marzo 2023

  295. Número 295 · Abril 2023

  296. Número 296 · Mayo 2023

  297. Número 297 · Junio 2023

  298. Número 298 · Julio 2023

  299. Número 299 · Agosto 2023

  300. Número 300 · Septiembre 2023

  301. Número 301 · Octubre 2023

  302. Número 302 · Noviembre 2023

  303. Número 303 · Diciembre 2023

  304. Número 304 · Enero 2024

  305. Número 305 · Febrero 2024

  306. Número 306 · Marzo 2024

  307. Número 307 · Abril 2024

  308. Número 308 · Mayo 2024

  309. Número 309 · Junio 2024

CTXT necesita 15.000 socias/os para seguir creciendo. Suscríbete a CTXT

Precariedad y elitismo en la música clásica

Si no provienes de una familia rica o de una ciudad rica, las probabilidades juegan en tu contra independientemente de lo mucho que te esfuerces o del talento que tengas

Kate Wagner (The Baffler) 13/11/2019

<p>La Orquesta Sinfónica de Bamberg en 2012.</p>

La Orquesta Sinfónica de Bamberg en 2012.

Quincena musical / Flickr (CC BY 2.0)

En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí

El sindicato de músicos de la orquesta sinfónica de Baltimore, a finales de junio pasado, se negó a firmar un contrato que recortaba el sueldo de sus músicos sindicados en aproximadamente un 20 %. Los músicos, a su vez, se quedaron sin trabajo por el cierre patronal que decretó la dirección, que les supuso enfrentarse a meses sin sueldo ni atención médica. En un artículo publicado en el Baltimore Sun, algunos miembros de la orquesta contaron que sus miedos eran quedarse sin casa y no poder cuidar de sus seres queridos enfermos. Quizá la entrevista más impresionante del reportaje era la de una violinista de 27 años que había hecho todo bien: tenía talento y trabajaba sin descanso; después de la universidad había ascendido de violín segundo a violín primero y, al final, había logrado obtener su trabajo soñado en una sinfónica sindicada. Pero antes de eso, había asistido a las escuelas adecuadas: el Conservatorio de Oberlin y la Manhattan School of Music, que le habían generado una deuda de más de 100.000 dólares en préstamos estudiantiles. Esta era una deuda que se había propuesto pagar antes de cumplir los 40, si continuaba viviendo con su estilo frugal y compartiendo piso con un compañero cerca de la sala de conciertos. Solo que ahora se encontraba armando piquetes con sus coaccionados colegas, que también habían hecho todo bien.

El mundo de la música clásica ni es noble ni es justo, aunque su reputación afirme todo lo contrario. Esto sucede en parte porque adquirir una formación clásica significa formar parte del grupo de músicos más valorado por su elevada destreza. Los que llegan tan alto son capaces de tocar la música más compleja y difícil, desde un punto de vista técnico, con instrumentos igualmente complejos, que se tardan décadas en dominar. Como es lógico, el prestigio que acompaña a esta pericia depende en gran medida de las clasificaciones (clasificaciones de orquestas, disposición de los asientos y un fetichismo general sobre la habilidad y la dedicación). La música clásica en sí está considerada como el escalafón más alto de la música culta institucional, cuya práctica se extiende a lo largo de los siglos y cuya historia es un entramado de pintorescas personalidades y convulsiones políticas. Al igual que las bellas artes y la literatura clásica, la música clásica está considerada como un significante cultural de máximo valor, un pasatiempo que disfrutan en su mayoría personas adineradas, viejas y esnobs. Pero la música clásica también puede ser otras cosas: trascendental, exuberante y emocionalmente desgarradora. No hay nada que capture una angustia más pura e intensa que el tercer movimiento del concierto para violín de Shostakovich; ni el profundo malestar que produce el amor no correspondido que puede apreciarse en los febriles movimientos y los desgarradores lamentos del cuarteto de cuerdas nº 2 de Janàcek; y una todavía sale del concierto para piano nº 23 de Mozart o de una sinfonía de Mahler en un trance eufórico y mareado.

Estas son experiencias musicales que pueden cambiar la vida de una persona joven. Pueden darle una razón para creer en el poder del arte por encima de todo, y pueden animarla a desear participar en ese arte cueste lo que cueste. Yo fui una de esas jóvenes. Después de ver a Vanessa-Mae en el canal Disney cuando tenía 3 años, rogué a mis padres que me dejaran tocar el violín. Esperaron a que cumpliera 4 años y tuviera las habilidades motrices para poder al menos utilizar un par de tijeras y, por fin, me concedieron mi deseo. Alquilaron mi primer violín, que era minúsculo y sonaba fatal, en la tienda de instrumentos Johnson String Instruments. Mientras crecía en Carolina del Norte, recibí clases de violín de una mujer que vivía en un tráiler, con una voz fuerte y con botas embarradas. Luego cambié a las clases privadas que impartía uno de los profesores de la escuela local antes de pasar a ir y venir, en mi último año de instituto, de la ciudad más próxima para recibir las valiosísimas pocas clases de uno de los músicos de la sinfónica local. No recuerdo un momento de mi vida en el que no estuviera tocando el violín. Fue el pilar central de mi educación, de mi adolescencia y de mi adultez temprana. Todas las experiencias formativas, los desengaños, los deseos, los triunfos y las alegrías giraban en torno a tocar ese maldito violín.

En el camino, perdí el interés por dedicarme a otras carreras profesionales, como botánica, arquitecta o escritora creativa, pero nunca perdí el interés por hacer carrera en la música clásica. Al crecer en una pequeña ciudad sureña yo era como una perla en un barrizal: mejor que mis compañeros porque contaba con una ventaja inicial. Todo el mundo pensaba que tenía talento, incluida yo, a medida que conseguía un puesto de primer violín tras otro. Con cada victoria, la creencia en que el mundo era justo y equitativo, y en que las personas con talento y trabajadoras serían sus herederos, se cimentaba cada vez más en mi alma infantil. Cuando estaba en el instituto, decidí que quería ser compositora más que violinista. En mi segundo año, escribí mis primeras obras, que no eran más que cancioncillas para violín. El software pirateado de anotación musical me sirvió para expandir las composiciones a orquestas de cuerdas e incluso de cámara. Rogué a mis padres que me dejaran acudir a un curso preuniversitario de verano para compositores, que se impartía en el Instituto de Música de Cleveland.

Hay pocas cosas que te cambien tanto la vida como darte cuenta de que la vida que deseas es indefectiblemente imposible

Debería haber reflexionado mejor sobre la impulsiva decisión profesional que tomé a los 17 años cuando mis padres me explicaron que solo podían permitirse enviarme a una universidad interestatal en lugar de a un conservatorio de alto nivel fuera de nuestro condado. Prevaleció mi inquebrantable visión del mundo y me convencí de que si trabajaba duro tendría éxito sin importar la universidad a la que fuera. Así fue como me apunté a la universidad de North Carolina en Greensboro en el otoño de 2012. Francamente, me alegro de haber ido allí y de haberme graduado sin deudas, en lugar de haber ido a un conservatorio muy costoso, en el que mis sueños rotos hubieran salido muchísimo más caros. 

Epifanías optativas 

En la escuela de música tienes tiempo para hacer dos cosas: componer música y beber. Yo me dediqué en cuerpo y alma a las dos. Me gasté los 5.000 dólares de la herencia que me dejó mi abuelo, la misma herencia que mi hermana utilizó para pagar la entrada de una casa, en asistir a caros festivales de verano en los que puedes pasar una hora a la semana con un compositor cuyo nombre queda muy bien en tu currículum. Allí empecé a ver las primeras señales, cuando conocí a otros músicos que habían nacido en familias artísticas de grandes ciudades, con una arraigada cultura musical familiar desde una edad muy temprana; que se habían matriculado en caras y prestigiosas escuelas de música; o que acudían al tercer festival del verano. Mientras, yo tenía un empleo casi todas las noches en un estudio de grabación, en el que cobraba el salario mínimo, para poder llegar a fin de mes; y tuve que rechazar unas prácticas no remuneradas que me hubieran cambiado la vida en una de las nuevas instituciones musicales más importantes de Brooklyn, la meca de los compositores, porque ni yo ni mis padres podíamos permitirnos que yo viviera en Nueva York durante un verano. 

Un día, más o menos hacia el principio de mi tercer año de universidad, me di cuenta de que no iba a lograrlo. Había desarrollado el síndrome del túnel carpiano y tendinitis como consecuencia de la inadecuada técnica que me habían enseñado mis profesores de música rurales. Carecía de dinero para acudir a los festivales y no tenía forma de establecer contactos duraderos e importantes en un mundo en el que importa más a quién conoces que cualquier otra cosa. No tenía ninguna perspectiva seria de trabajo, ni esperanzas de conseguir trabajo. Una noche que me encontraba en el trabajo, la falsedad de la ética “trabaja duro y lo conseguirás” se apoderó de mí: la verdad era que el mundo de la música estaba dividido en dos categorías y yo pertenecía a la segunda. Con resaca y en la comodidad que me otorgaba una oscura cabina de grabación, me puse a llorar. Hay pocas cosas que te cambien tanto la vida como darte cuenta de que la vida que deseas es indefectiblemente imposible.

Necesitaba salir de eso y me dediqué por completo a mi trabajo en el estudio de grabación, gracias a la generosa ayuda de mi jefe y mentor, que con frecuencia me permitía que faltara a la clase en su oficina para poder hacerlo. Memoricé cadenas de señales, realicé un estudio independiente sobre técnicas de micrófono para piano, estudié los esquemas de circuitos y construí sintetizadores en placas de pruebas. Conseguí unas prácticas remuneradas en una empresa de altavoces, envié una solicitud para entrar en el programa de posgrado en ciencias acústicas del Peabody Institute, entré con una beca y aun así acumulé una deuda de 44.000 dólares del crédito de estudiante, que hizo que me graduara resentida. En una de esas extrañas vueltas que da la vida, mi blog se hizo viral y me convertí en escritora a tiempo completo. Fin. Así termina la historia de cómo dediqué mi vida a una única causa durante 20 años y luego dejé de hacerlo. Hace unos meses cogí el violín de nuevo, después de dos años de rehabilitación del túnel carpiano, y fui incapaz de tocar piezas musicales que dominaba con 12 años. 

El mito de la meritocracia se había tragado mis primeros años de vida. También había devorado la corta vida de la joven violinista que sufría el cierre patronal de la sinfónica de Baltimore. Y también había devorado las cortas vidas de las docenas de personas con las que hablé para escribir este artículo, todas las cuales me pidieron conservar su anonimato por miedo a las represalias que imperan en este pequeño y vengativo mundo.

La música clásica es cruel no porque existan ganadores y perdedores, violines primeros y violines segundos, sino porque miente sobre el hecho de que esos ganadores y perdedores están decididos mucho antes de ese primer instante en el que un joven coge un instrumento. No importa si estudias composición, dedicas años a un instrumento o sencillamente tu deseo es enseñar, ya sea en la universidad o en el sistema público de enseñanza. Si provienes de una familia que no sea rica, o de un lugar que no sea una de las ciudades más ricas, las probabilidades juegan en tu contra independientemente de lo mucho que te sacrifiques, de lo mucho que te esfuerces o del talento que tengas.

Vetado y endeudado

A pesar de la reputación que tiene como pasatiempo de la élite adinerada y cultivada, la destreza musical puede comprenderse mejor como un trabajo, una mierda de trabajo, y los que lo realizan son empleados tan explotados como cualquier camionero. La música clásica tiene una elevada tasa de accidentes laborales, sobre todo en lo que se refiere a dolores crónicos y pérdidas auditivas. Muchos músicos no son propietarios de sus instrumentos, que pueden llegar a ser tan caros como un coche nuevo. El profesor de la orquesta de mi instituto, que tocaba en una sinfónica regional, todavía estaba pagando una viola que le había costado 20.000 dólares. Ni siquiera los músicos de la élite son propietarios de sus instrumentos por completo, muchos de estos instrumentos, entre ellos los violines Amati y Stradivarius, se los prestan los filántropos como regalo. Yo estuve alquilando violines a la misma empresa durante 16 años antes de poder acumular el suficiente crédito como para comprar uno en su totalidad, por un precio de 7.000 dólares, justo antes de graduarme en la universidad. Uno de los percusionistas que entrevisté, que trabaja como profesor de una banda de música en una escuela de secundaria, me dijo: “Cuando eres percusionista, hay otro elemento de privilegio que acompaña al equipo. Ser dueño de todo lo que podríamos necesitar a nivel profesional es muy costoso, sobre todo una marimba, un vibráfono o un juego completo de timbales. Y eso es un gran indicador de privilegio cuando, por ejemplo, a uno de mis alumnos de la escuela, sus padres le compraron una marimba a principios de año. Que es genial para él, pero aquí estoy yo, con mi título de máster y todavía no puedo permitirme comprar uno, ni tampoco podré hacerlo en un futuro próximo”.

estuve alquilando violines a la misma empresa durante 16 años antes de poder comprar uno por 7.000 dólares

También está el problema del empleo. No ha sido precisamente una gran década para las orquestas sinfónicas y sus plantillas sindicadas, que constituyen quizá los últimos trabajos estables del sector. Si logras obtener un trabajo en una orquesta sindicada, más o menos puedes decir que lo has logrado, en el sentido de que existe la posibilidad de que puedas sobrevivir o, al menos, así solía ser. Como publiqué en Jacobin, las disputas laborales que han tenido lugar durante los últimos diez años se han vuelto cada vez más desagradables, como por ejemplo el cierre laboral de 16 meses que se produjo en la orquesta de Minnesota y que terminó en 2014, o la huelga fallida en la orquesta sinfónica de Atlanta, en la que los miembros de la orquesta tuvieron que intercambiar un pequeño aumento de sueldo por un seguro sanitario peor y unas plazas vacantes en la orquesta más largas. Quizá la derrota más humillante se la llevó la orquesta sinfónica de Detroit, que estuvo en huelga durante 6 meses en 2011 y lo único que consiguió es que solo les rebajaran el sueldo en un 25 %. 

No es raro que los músicos regresen a la universidad para estudiar múltiples másteres o para obtener títulos de doctor en artes musicales (DMA, por sus siglas en inglés), y así eludir la precariedad de los empleos en el mundo de la música. Una carrera profesional en la música clásica tiene tres salidas: enseñar, encontrar un trabajo sindicado o tocar en conciertos. Cuando se llega al tramo final de la educación universitaria, la realidad es desalentadora. “Poseo un máster en dirección coral de la universidad de Alberta y un graduado en piano de jazz de Berklee”, me comentó un músico. “Trabajo como director de orquesta, vocalista de música clásica-jazz-pop, pianista, arreglista y compositor, y el año pasado mis ganancias totales fueron de 8.200 dólares”. Otra música me explicó que, tras intentar llegar a fin de mes con un trabajo de música y profesora adjunta, ahora trabajaba en una empresa tecnológica emergente y por primera vez en su vida ganaba un sueldo digno. “Después de graduarme [en el conservatorio], eché la solicitud para trabajar en un montón de trabajos a tiempo completo, pero terminé haciendo otro tipo de bolos, en el ámbito académico (con puestos de profesora adjunta aquí y allá) y trabajando en una empresa de soporte técnico. Como académica de éxito recién salida de la escuela de música, terminas en una situación económica igualmente inestable: puestos de profesora adjunta que son bastante injustos y con los que muchos de mis amigos siguen sufriendo”. 

Timo segundo 

Los compositores en particular fueron quienes expresaron un rencor con el que estoy ampliamente familiarizada. Un compositor que actualmente trabaja como profesor adjunto en una pequeña facultad del medio oeste de Estados Unidos, condenó la economía de la reputación que rige en el mundo de la música clásica: “Me parece que estamos asistiendo al desarrollo… de un sistema de doble categoría, en el que hay músicos que fueron a escuelas no famosas y mal equipadas y músicos que asistieron a las escuelas de la Ivy League musical. Estos músicos de la cúspide marcan las tendencias culturales, por decirlo de alguna manera, a pesar de no tener necesariamente nada que contar, ni de escribir buena música”. Y lo que es más grave aún, este desigual sistema de clases y de privilegio en cuanto a la reputación conduce a una explotación cada vez mayor: 

Existe un sentimiento muy fuerte de vergüenza de identidad para un montón de músicos que acudieron a escuelas no famosas, que obtuvieron educaciones perfectamente valiosas, pero que no tuvieron la suerte de que un imbécil famoso autenticara su trabajo. Básicamente, eso genera oportunidades para la explotación. Se pide a los estudiantes que acudan a estos lugares famosos para obtener un buen título, ellos terminan viviendo por encima de sus posibilidades… y abren las puertas a sufrir abusos laborales, sexuales, emocionales y físicos, dependiendo del monstruo que se les asigne para trabajar. Quizá consigan salir adelante y obtener el título con un dulce reconocimiento de su nombre. Y luego, si tienen suerte, habrán conseguido establecer contactos y atraer la atención de los medios, etc. Pero claro, si no tienen tanta suerte, abandonarán, les darán de lado, les expulsarán o les acosarán, y tendrán que empezar de nuevo otra vez, o enfrentarse a abandonar lo que adoran.

Otro compositor, en esta ocasión públicamente reconocido, confirmó lo mismo desde el otro lado: “Pues yo creo que la composición es, cómo decirlo, un enorme multiplicador de privilegio”, me comentó. “Como cuando asistí a [el nombre de un conservatorio de los grandes], donde conseguí mejores conciertos y por tanto me convertí en un mejor compositor. Pero tienes que ir a una escuela en la que puedas conseguir mejores conciertos”. 

Incluso aquellos que ejercían el otro trabajo más estable en el mundo de la música clásica, es decir, el de enseñar en una escuela pública, debatían cómo la formación en educación musical es abusiva en términos financieros. “No sé si sabes esto” me dijo una de mis compañeras de universidad con las que estudié educación musical, “pero cuando das clases en una escuela existe una regla que dice que no puedes trabajar o tener cualquier otro empleo que entre en conflicto con la escuela. ¿Cómo se supone que tengo que pagar el alquiler del piso? ¿Quieres que viva en una caja de cartón y que no pague la matrícula este semestre?” Me contó que cuando sus profesores se enteraron de que estaba dando conciertos para poder vivir, la amenazaron con denegarle el título. 

¿Para qué sirve admitir a una violoncelista negra en un conservatorio o en un prestigioso festival si esa violoncelista no puede permitirse asistir?

El percusionista que enseña en la banda de música de la escuela de secundaria enumeró otras barreras que existen dentro de la educación musical. “[Una cosa] que me irrita es Drum Corps International [el órgano rector de los concursos de bandas de música]. Muchas escuelas, sobre todo en la zona de Texas, dicen que prefieren que la gente tenga experiencia en DCI. Sé que mucha gente consigue combinarlo (las competiciones y los talleres) con la asistencia a la escuela de música, además del lado financiero, pero yo no pude darme ese lujo”. Luego elaboró una lista de los diversos gastos, desde viajar y comer hasta la imposibilidad de tener un trabajo de verano, como impedimentos para conseguir una carrera. “Tomé una decisión”, me explicó, “y me centré en mis estudios en la escuela y en ocuparme de mí misma en el aspecto financiero, pero ahora a veces siento como si me frenara a la hora de conseguir nuevas oportunidades aun cuando por otra parte soy una profesora altamente cualificada”. 

En este contexto, los intentos por diversificar la música clásica, aunque son sin duda importantes en un sector tan conocido por ser un mundo de hombres y blancos, no ayudan mucho a la hora de corregir esta división de clases. ¿Acaso la presencia de la obra de una mujer compositora en el programa de una prestigiosa orquesta es algo realmente progresista si esa compositora proviene de una familia rica y culturalmente bien conectada de Nueva York? ¿Para qué sirve admitir a una violoncelista negra en un conservatorio o en un prestigioso festival si esa violoncelista no puede permitirse asistir? Lo cierto es que existen becas, quizá un puñado de ellas, que permiten que los menos privilegiados puedan competir los unos con los otros por las sobras, antes de que vengan los ricos y entren así sin más.

Un blog publicado recientemente en New Music Box, con el título “Es hora de dejar que muera la música clásica”, y escrito por Nebal Maysaud, un compositor negro no binario, utilizó la analogía de una relación abusiva para describir lo que supone ser una minoría en el mundo de la música clásica: “La música clásica occidental”, escribió Maysaud, “depende de la gente de color para conservar su fachada de institución moderna y progresista y seguir así siendo poderosa. Al controlar las maneras en que los compositores se financian, puede parecer que nuestras únicas oportunidades para tener éxito económico como compositores [proviniera] de hacerles el juego a estas instituciones”. Un ejemplo perfecto: en 2018, el Peabody Institute publicitó la contratación de un claustro más diverso, cuando al mismo tiempo un artículo en el boletín de la universidad Johns Hopkins destapaba una conducta escandalosamente racista del claustro hacia los estudiantes negros del Instituto, y detallaba los esfuerzos que había hecho la dirección por ocultarlo. Según Maysaud, la única solución para acabar con este racismo y explotación sistémicos en la música clásica es marcharse. Estoy de acuerdo.

La última sensiblería 

“Tengo malas noticias. Muy pocos de vosotros vais a convertiros en músicos a tiempo completo. Muchos menos aún vais a trabajar en una orquesta sinfónica. Este es el momento de reorientar vuestra carrera hacia otro camino, vuestro camino, si queréis hacer carrera en la música”. Estas fueron las palabras de mi profesor de emprendimiento musical, un saxofonista bienintencionado, en el primer día de clase. Las clases de emprendimiento musical son una asignatura de rigor en las escuelas musicales de hoy en día, como uno de los numerosos derivados de la cultura start-up. En su artículo “El neoliberalismo y el emprendedor musical”, la musicóloga Andrea Moore describe cómo la retórica emprendedora “codifica y normaliza el radical aumento de unas condiciones laborales temporales o inestables en todos los sectores de la economía estadounidense… [y] valora la singular precariedad del empleo musical”. Moore disecciona la retórica de la música clásica y sus instituciones, que han terminado por depender del cansado lenguaje de la disrupción y la innovación como medida de salvaguarda. Nuevas orquestas como por ejemplo la International Contemporary Ensemble, la Alarm Will Sound y la Signal Ensemble, que en su mayoría dirigen de forma colectiva fundaciones sin ánimo de lucro (según la sección 501c3 del Código de Rentas Internas de EE.UU.), han sido consideradas por la esfera de la música clásica como alternativas viables, a pesar de la realidad de que, irónicamente, la mayoría de ellas depende del complejo industrial de subvenciones, donaciones y del trabajo administrativo interno sin ánimo de lucro. Según desglosa Moore “el entusiasmo por el emprendimiento musical” curiosamente compensa “la desalentadora realidad económica de la música concertística con una narrativa alternativa que sobrepasa la simple supervivencia para ofrecer una idea de auténtica renovación”. Mientras tanto, la realidad fiscal y económica es que “el enfoque emprendedor no hace más que desplazar la precariedad financiera existente de la institución al individuo; lo que supone un desplazamiento que está en armonía con los ideales neoliberales”.

La formación práctica profesional para los músicos, en otras palabras, ha pasado de hacer hincapié en la estabilidad del viejo modelo a abrazar la flexibilidad del nuevo, de hacer hincapié en la mediación de los sindicatos en la relación trabajador-dirección a situaciones en las que todos son a la vez trabajadores y directores. Este modelo solo sirve para consolidar la dominación de las grandes y caras ciudades en las que las grandes orquestas fueron posibles tiempo atrás. Y lo que antes era un mundo de sindicatos y trabajadores, hoy es el ámbito de freelancers y asociaciones sin ánimo de lucro, y estas últimas no difieren mucho en su dependencia del mecenazgo de los ricos y los poderosos. Innovación, y una mierda. 

Así es como funcionan las artes en el sistema capitalista, en una cultura en la que la desaparición del financiamiento gubernamental provoca un vacío que se colma solo con donaciones de ricos y empresas chupasangre, que no es muy distinto de cuando los compositores y los músicos trabajaban como sirvientes para la aristocracia. Esta situación tampoco favorece que las orquestas interpreten música original de nuevos y diversos talentos; más bien es el dinero el que las anima a seguir con Beethoven hasta que sus mecenas fiables y cada vez más viejos las liberen finalmente de la carga con sus muertes. Quizá, para compensar, metan una pieza musical sencilla de un compositor minimalista de 80 años o, con un poco de suerte, hará una aparición meramente simbólica una de las personalidades afroamericanas de la historia de la música clásica. 

Como es lógico, estas orquestas no tienen por qué pagarles a sus músicos un sueldo razonable porque funcionan como empresas con ánimo de lucro. Eso es ser rico, por describirlo con una única palabra, porque, como señala Robert Flanagan, la persona que escribió el libro sobre orquestas como empresas: “Ninguna orquesta del mundo gana lo bastante para cubrir sus gastos operativos; ninguna orquesta es autosuficiente”.

El prestigio de la música clásica eclipsa un abanico de realidades indecorosas: los directores artísticos acosan a los sindicatos como cualquier otro jefe; los conservatorios privados cuestan cientos de miles de dólares en parte porque las escuelas se han dado cuenta de que pueden hacerlo y la gente seguirá yendo (ya sea por la desesperación de llegar o porque algunos estudiantes son tan ricos como para pagarlas). Y, al mismo tiempo, se recortan las becas por la austeridad de los decanatos, se eliminan los profesores titulares y los adjuntos reciben salarios de pobreza sin ningún tipo de contraprestaciones, mientras que los directores ganan sueldos cada vez más altos. El resto de nosotros nos sacrificamos para demostrar nuestra dedicación, vamos a la escuela a tiempo completo, trabajamos en negro y enseñamos gratis para poder conseguir un título. Y si renuncias a participar en esta palestra de gladiadores, donde solo los ricos y los que tienen buenos contactos llevan armas, como hice yo y han hecho muchos de mis amigos, se te considera un fracaso que no se esforzó lo suficiente. Mientras tanto, la banda de música sigue tocando y orquestando la vida de los ricachones y los pudientes.

Es cierto, puede que yo haya sido un fracaso en el mundo de la música clásica, pero mientras mis colegas y camaradas siguen cargando con los instrumentos de orquesta en orquesta para tocar como sustitutos en conciertos, sin poder conseguir un trabajo a tiempo completo, siguen enseñando estudiantes, siguen pagando sus deudas con sueldos de pobreza que ganan tocando o dando clases como adjuntos, y siguen acudiendo a la huelga, lo menos que puedo hacer es escribir sobre ello. 

-------------------------------------------------------------------------

Kate Wagner es una crítica de arquitectura y cultura que vive en Washington D.C. Es la creadora del blog McMansion Hell, que examina a fondo el fenómeno que constituye la McMansion, y lo utiliza como instrumento para educar sobre arquitectura y para realizar comentarios culturales humorísticos. Kate ha escrito sobre arquitectura, diseño y cultura para numerosas publicaciones como por ejemplo The Baffler, The Atlantic, CityLab y The Nation y escribe una columna de opinión para el blog Curbed.

------------------------------------------------------------------------

Este artículo se publicó en inglés en The Baffler. Traducción de Álvaro San José.

Ya está abierto El Taller de CTXT, el local para nuestra comunidad lectora, en el barrio de Chamberí (C/ Juan de Austria, 30). Pásate y disfruta de debates, presentaciones de libros, talleres, agitación y eventos...

Este artículo es exclusivo para las personas suscritas a CTXT. Puedes suscribirte aquí

Autora >

Kate Wagner (The Baffler)

Suscríbete a CTXT

Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias

Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí

Artículos relacionados >

Deja un comentario


Los comentarios solo están habilitados para las personas suscritas a CTXT. Puedes suscribirte aquí