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El sindicato de músicos de la orquesta sinfónica de Baltimore, a finales de junio pasado, se negó a firmar un contrato que recortaba el sueldo de sus músicos sindicados en aproximadamente un 20 %. Los músicos, a su vez, se quedaron sin trabajo por el cierre patronal que decretó la dirección, que les supuso enfrentarse a meses sin sueldo ni atención médica. En un artículo publicado en el Baltimore Sun, algunos miembros de la orquesta contaron que sus miedos eran quedarse sin casa y no poder cuidar de sus seres queridos enfermos. Quizá la entrevista más impresionante del reportaje era la de una violinista de 27 años que había hecho todo bien: tenía talento y trabajaba sin descanso; después de la universidad había ascendido de violín segundo a violín primero y, al final, había logrado obtener su trabajo soñado en una sinfónica sindicada. Pero antes de eso, había asistido a las escuelas adecuadas: el Conservatorio de Oberlin y la Manhattan School of Music, que le habían generado una deuda de más de 100.000 dólares en préstamos estudiantiles. Esta era una deuda que se había propuesto pagar antes de cumplir los 40, si continuaba viviendo con su estilo frugal y compartiendo piso con un compañero cerca de la sala de conciertos. Solo que ahora se encontraba armando piquetes con sus coaccionados colegas, que también habían hecho todo bien.
El mundo de la música clásica ni es noble ni es justo, aunque su reputación afirme todo lo contrario. Esto sucede en parte porque adquirir una formación clásica significa formar parte del grupo de músicos más valorado por su elevada destreza. Los que llegan tan alto son capaces de tocar la música más compleja y difícil, desde un punto de vista técnico, con instrumentos igualmente complejos, que se tardan décadas en dominar. Como es lógico, el prestigio que acompaña a esta pericia depende en gran medida de las clasificaciones (clasificaciones de orquestas, disposición de los asientos y un fetichismo general sobre la habilidad y la dedicación). La música clásica en sí está considerada como el escalafón más alto de la música culta institucional, cuya práctica se extiende a lo largo de los siglos y cuya historia es un entramado de pintorescas personalidades y convulsiones políticas. Al igual que las bellas artes y la literatura clásica, la música clásica está considerada como un significante cultural de máximo valor, un pasatiempo que disfrutan en su mayoría personas adineradas, viejas y esnobs. Pero la música clásica también puede ser otras cosas: trascendental, exuberante y emocionalmente desgarradora. No hay nada que capture una angustia más pura e intensa que el tercer movimiento del concierto para violín de Shostakovich; ni el profundo malestar que produce el amor no correspondido que puede apreciarse en los febriles movimientos y los desgarradores lamentos del cuarteto de cuerdas nº 2 de Janàcek; y una todavía sale del concierto para piano nº 23 de Mozart o de una sinfonía de Mahler en un trance eufórico y mareado.
Estas son experiencias musicales que pueden cambiar la vida de una persona joven. Pueden darle una razón para creer en el poder del arte por encima de todo, y pueden animarla a desear participar en ese arte cueste lo que cueste. Yo fui una de esas jóvenes. Después de ver a Vanessa-Mae en el canal Disney cuando tenía 3 años, rogué a mis padres que me dejaran tocar el violín. Esperaron a que cumpliera 4 años y tuviera las habilidades motrices para poder al menos utilizar un par de tijeras y, por fin, me concedieron mi deseo. Alquilaron mi primer violín, que era minúsculo y sonaba fatal, en la tienda de instrumentos Johnson String Instruments. Mientras crecía en Carolina del Norte, recibí clases de violín de una mujer que vivía en un tráiler, con una voz fuerte y con botas embarradas. Luego cambié a las clases privadas que impartía uno de los profesores de la escuela local antes de pasar a ir y venir, en mi último año de instituto, de la ciudad más próxima para recibir las valiosísimas pocas clases de uno de los músicos de la sinfónica local. No recuerdo un momento de mi vida en el que no estuviera tocando el violín. Fue el pilar central de mi educación, de mi adolescencia y de mi adultez temprana. Todas las experiencias formativas, los desengaños, los deseos, los triunfos y las alegrías giraban en torno a tocar ese maldito violín.
En el camino, perdí el interés por dedicarme a otras carreras profesionales, como botánica, arquitecta o escritora creativa, pero nunca perdí el interés por hacer carrera en la música clásica. Al crecer en una pequeña ciudad sureña yo era como una perla en un barrizal: mejor que mis compañeros porque contaba con una ventaja inicial. Todo el mundo pensaba que tenía talento, incluida yo, a medida que conseguía un puesto de primer violín tras otro. Con cada victoria, la creencia en que el mundo era justo y equitativo, y en que las personas con talento y trabajadoras serían sus herederos, se cimentaba cada vez más en mi alma infantil. Cuando estaba en el instituto, decidí que quería ser compositora más que violinista. En mi segundo año, escribí mis primeras obras, que no eran más que cancioncillas para violín. El software pirateado de anotación musical me sirvió para expandir las composiciones a orquestas de cuerdas e incluso de cámara. Rogué a mis padres que me dejaran acudir a un curso preuniversitario de verano para compositores, que se impartía en el Instituto de Música de Cleveland.
Hay pocas cosas que te cambien tanto la vida como darte cuenta de que la vida que deseas es indefectiblemente imposible
Debería haber reflexionado mejor sobre la impulsiva decisión profesional que tomé a los 17 años cuando mis padres me explicaron que solo podían permitirse enviarme a una universidad interestatal en lugar de a un conservatorio de alto nivel fuera de nuestro condado. Prevaleció mi inquebrantable visión del mundo y me convencí de que si trabajaba duro tendría éxito sin importar la universidad a la que fuera. Así fue como me apunté a la universidad de North Carolina en Greensboro en el otoño de 2012. Francamente, me alegro de haber ido allí y de haberme graduado sin deudas, en lugar de haber ido a un conservatorio muy costoso, en el que mis sueños rotos hubieran salido muchísimo más caros.
Epifanías optativas
En la escuela de música tienes tiempo para hacer dos cosas: componer música y beber. Yo me dediqué en cuerpo y alma a las dos. Me gasté los 5.000 dólares de la herencia que me dejó mi abuelo, la misma herencia que mi hermana utilizó para pagar la entrada de una casa, en asistir a caros festivales de verano en los que puedes pasar una hora a la semana con un compositor cuyo nombre queda muy bien en tu currículum. Allí empecé a ver las primeras señales, cuando conocí a otros músicos que habían nacido en familias artísticas de grandes ciudades, con una arraigada cultura musical familiar desde una edad muy temprana; que se habían matriculado en caras y prestigiosas escuelas de música; o que acudían al tercer festival del verano. Mientras, yo tenía un empleo casi todas las noches en un estudio de grabación, en el que cobraba el salario mínimo, para poder llegar a fin de mes; y tuve que rechazar unas prácticas no remuneradas que me hubieran cambiado la vida en una de las nuevas instituciones musicales más importantes de Brooklyn, la meca de los compositores, porque ni yo ni mis padres podíamos permitirnos que yo viviera en Nueva York durante un verano.
Un día, más o menos hacia el principio de mi tercer año de universidad, me di cuenta de que no iba a lograrlo. Había desarrollado el síndrome del túnel carpiano y tendinitis como consecuencia de la inadecuada técnica que me habían enseñado mis profesores de música rurales. Carecía de dinero para acudir a los festivales y no tenía forma de establecer contactos duraderos e importantes en un mundo en el que importa más a quién conoces que cualquier otra cosa. No tenía ninguna perspectiva seria de trabajo, ni esperanzas de conseguir trabajo. Una noche que me encontraba en el trabajo, la falsedad de la ética “trabaja duro y lo conseguirás” se apoderó de mí: la verdad era que el mundo de la música estaba dividido en dos categorías y yo pertenecía a la segunda. Con resaca y en la comodidad que me otorgaba una oscura cabina de grabación, me puse a llorar. Hay pocas cosas que te cambien tanto la vida como darte cuenta de que la vida que deseas es indefectiblemente imposible.
Necesitaba salir de eso y me dediqué por completo a mi trabajo en el estudio de grabación, gracias a la generosa ayuda de mi jefe y mentor, que con frecuencia me permitía que faltara a la clase en su oficina para poder hacerlo. Memoricé cadenas de señales, realicé un estudio independiente sobre técnicas de micrófono para piano, estudié los esquemas de circuitos y construí sintetizadores en placas de pruebas. Conseguí unas prácticas remuneradas en una empresa de altavoces, envié una solicitud para entrar en el programa de posgrado en ciencias acústicas del Peabody Institute, entré con una beca y aun así acumulé una deuda de 44.000 dólares del crédito de estudiante, que hizo que me graduara resentida. En una de esas extrañas vueltas que da la vida, mi blog se hizo viral y me convertí en escritora a tiempo completo. Fin. Así termina la historia de cómo dediqué mi vida a una única causa durante 20 años y luego dejé de hacerlo. Hace unos meses cogí el violín de nuevo, después de dos años de rehabilitación del túnel carpiano, y fui incapaz de tocar piezas musicales que dominaba con 12 años.
El mito de la meritocracia se había tragado mis primeros años de vida. También había devorado la corta vida de la joven violinista que sufría el cierre patronal de la sinfónica de Baltimore. Y también había devorado las cortas vidas de las docenas de personas con las que hablé para escribir este artículo, todas las cuales me pidieron conservar su anonimato por miedo a las represalias que imperan en este pequeño y vengativo mundo.
La música clásica es cruel no porque existan ganadores y perdedores, violines primeros y violines segundos, sino porque miente sobre el hecho de que esos ganadores y perdedores están decididos mucho antes de ese primer instante en el que un joven coge un instrumento. No importa si estudias composición, dedicas años a un instrumento o sencillamente tu deseo es enseñar, ya sea en la universidad o en el sistema público de enseñanza. Si provienes de una familia que no sea rica, o de un lugar que no sea una de las ciudades más ricas, las probabilidades juegan en tu contra independientemente de lo mucho que te sacrifiques, de lo mucho que te esfuerces o del talento que tengas.
Vetado y endeudado
A pesar de la reputación que tiene como pasatiempo de la élite adinerada y cultivada, la destreza musical puede comprenderse mejor como un trabajo, una mierda de trabajo, y los que lo realizan son empleados tan explotados como cualquier camionero. La música clásica tiene una elevada tasa de accidentes laborales, sobre todo en lo que se refiere a dolores crónicos y pérdidas auditivas. Muchos músicos no son propietarios de sus instrumentos, que pueden llegar a ser tan caros como un coche nuevo. El profesor de la orquesta de mi instituto, que tocaba en una sinfónica regional, todavía estaba pagando una viola que le había costado 20.000 dólares. Ni siquiera los músicos de la élite son propietarios de sus instrumentos por completo, muchos de estos instrumentos, entre ellos los violines Amati y Stradivarius, se los prestan los filántropos como regalo. Yo estuve alquilando violines a la misma empresa durante 16 años antes de poder acumular el suficiente crédito como para comprar uno en su totalidad, por un precio de 7.000 dólares, justo antes de graduarme en la universidad. Uno de los percusionistas que entrevisté, que trabaja como profesor de una banda de música en una escuela de secundaria, me dijo: “Cuando eres percusionista, hay otro elemento de privilegio que acompaña al equipo. Ser dueño de todo lo que podríamos necesitar a nivel profesional es muy costoso, sobre todo una marimba, un vibráfono o un juego completo de timbales. Y eso es un gran indicador de privilegio cuando, por ejemplo, a uno de mis alumnos de la escuela, sus padres le compraron una marimba a principios de año. Que es genial para él, pero aquí estoy yo, con mi título de máster y todavía no puedo permitirme comprar uno, ni tampoco podré hacerlo en un futuro próximo”.
estuve alquilando violines a la misma empresa durante 16 años antes de poder comprar uno por 7.000 dólares
También está el problema del empleo. No ha sido precisamente una gran década para las orquestas sinfónicas y sus plantillas sindicadas, que constituyen quizá los últimos trabajos estables del sector. Si logras obtener un trabajo en una orquesta sindicada, más o menos puedes decir que lo has logrado, en el sentido de que existe la posibilidad de que puedas sobrevivir o, al menos, así solía ser. Como publiqué en Jacobin, las disputas laborales que han tenido lugar durante los últimos diez años se han vuelto cada vez más desagradables, como por ejemplo el cierre laboral de 16 meses que se produjo en la orquesta de Minnesota y que terminó en 2014, o la huelga fallida en la orquesta sinfónica de Atlanta, en la que los miembros de la orquesta tuvieron que intercambiar un pequeño aumento de sueldo por un seguro sanitario peor y unas plazas vacantes en la orquesta más largas. Quizá la derrota más humillante se la llevó la orquesta sinfónica de Detroit, que estuvo en huelga durante 6 meses en 2011 y lo único que consiguió es que solo les rebajaran el sueldo en un 25 %.
No es raro que los músicos regresen a la universidad para estudiar múltiples másteres o para obtener títulos de doctor en artes musicales (DMA, por sus siglas en inglés), y así eludir la precariedad de los empleos en el mundo de la música. Una carrera profesional en la música clásica tiene tres salidas: enseñar, encontrar un trabajo sindicado o tocar en conciertos. Cuando se llega al tramo final de la educación universitaria, la realidad es desalentadora. “Poseo un máster en dirección coral de la universidad de Alberta y un graduado en piano de jazz de Berklee”, me comentó un músico. “Trabajo como director de orquesta, vocalista de música clásica-jazz-pop, pianista, arreglista y compositor, y el año pasado mis ganancias totales fueron de 8.200 dólares”. Otra música me explicó que, tras intentar llegar a fin de mes con un trabajo de música y profesora adjunta, ahora trabajaba en una empresa tecnológica emergente y por primera vez en su vida ganaba un sueldo digno. “Después de graduarme [en el conservatorio], eché la solicitud para trabajar en un montón de trabajos a tiempo completo, pero terminé haciendo otro tipo de bolos, en el ámbito académico (con puestos de profesora adjunta aquí y allá) y trabajando en una empresa de soporte técnico. Como académica de éxito recién salida de la escuela de música, terminas en una situación económica igualmente inestable: puestos de profesora adjunta que son bastante injustos y con los que muchos de mis amigos siguen sufriendo”.
Timo segundo
Los compositores en particular fueron quienes expresaron un rencor con el que estoy ampliamente familiarizada. Un compositor que actualmente trabaja como profesor adjunto en una pequeña facultad del medio oeste de Estados Unidos, condenó la economía de la reputación que rige en el mundo de la música clásica: “Me parece que estamos asistiendo al desarrollo… de un sistema de doble categoría, en el que hay músicos que fueron a escuelas no famosas y mal equipadas y músicos que asistieron a las escuelas de la Ivy League musical. Estos músicos de la cúspide marcan las tendencias culturales, por decirlo de alguna manera, a pesar de no tener necesariamente nada que contar, ni de escribir buena música”. Y lo que es más grave aún, este desigual sistema de clases y de privilegio en cuanto a la reputación conduce a una explotación cada vez mayor:
Existe un sentimiento muy fuerte de vergüenza de identidad para un montón de músicos que acudieron a escuelas no famosas, que obtuvieron educaciones perfectamente valiosas, pero que no tuvieron la suerte de que un imbécil famoso autenticara su trabajo. Básicamente, eso genera oportunidades para la explotación. Se pide a los estudiantes que acudan a estos lugares famosos para obtener un buen título, ellos terminan viviendo por encima de sus posibilidades… y abren las puertas a sufrir abusos laborales, sexuales, emocionales y físicos, dependiendo del monstruo que se les asigne para trabajar. Quizá consigan salir adelante y obtener el título con un dulce reconocimiento de su nombre. Y luego, si tienen suerte, habrán conseguido establecer contactos y atraer la atención de los medios, etc. Pero claro, si no tienen tanta suerte, abandonarán, les darán de lado, les expulsarán o les acosarán, y tendrán que empezar de nuevo otra vez, o enfrentarse a abandonar lo que adoran.
Otro compositor, en esta ocasión públicamente reconocido, confirmó lo mismo desde el otro lado: “Pues yo creo que la composición es, cómo decirlo, un enorme multiplicador de privilegio”, me comentó. “Como cuando asistí a [el nombre de un conservatorio de los grandes], donde conseguí mejores conciertos y por tanto me convertí en un mejor compositor. Pero tienes que ir a una escuela en la que puedas conseguir mejores conciertos”.
Incluso aquellos que ejercían el otro trabajo más estable en el mundo de la música clásica, es decir, el de enseñar en una escuela pública, debatían cómo la formación en educación musical es abusiva en términos financieros. “No sé si sabes esto” me dijo una de mis compañeras de universidad con las que estudié educación musical, “pero cuando das clases en una escuela existe una regla que dice que no puedes trabajar o tener cualquier otro empleo que entre en conflicto con la escuela. ¿Cómo se supone que tengo que pagar el alquiler del piso? ¿Quieres que viva en una caja de cartón y que no pague la matrícula este semestre?” Me contó que cuando sus profesores se enteraron de que estaba dando conciertos para poder vivir, la amenazaron con denegarle el título.
¿Para qué sirve admitir a una violoncelista negra en un conservatorio o en un prestigioso festival si esa violoncelista no puede permitirse asistir?
El percusionista que enseña en la banda de música de la escuela de secundaria enumeró otras barreras que existen dentro de la educación musical. “[Una cosa] que me irrita es Drum Corps International [el órgano rector de los concursos de bandas de música]. Muchas escuelas, sobre todo en la zona de Texas, dicen que prefieren que la gente tenga experiencia en DCI. Sé que mucha gente consigue combinarlo (las competiciones y los talleres) con la asistencia a la escuela de música, además del lado financiero, pero yo no pude darme ese lujo”. Luego elaboró una lista de los diversos gastos, desde viajar y comer hasta la imposibilidad de tener un trabajo de verano, como impedimentos para conseguir una carrera. “Tomé una decisión”, me explicó, “y me centré en mis estudios en la escuela y en ocuparme de mí misma en el aspecto financiero, pero ahora a veces siento como si me frenara a la hora de conseguir nuevas oportunidades aun cuando por otra parte soy una profesora altamente cualificada”.
En este contexto, los intentos por diversificar la música clásica, aunque son sin duda importantes en un sector tan conocido por ser un mundo de hombres y blancos, no ayudan mucho a la hora de corregir esta división de clases. ¿Acaso la presencia de la obra de una mujer compositora en el programa de una prestigiosa orquesta es algo realmente progresista si esa compositora proviene de una familia rica y culturalmente bien conectada de Nueva York? ¿Para qué sirve admitir a una violoncelista negra en un conservatorio o en un prestigioso festival si esa violoncelista no puede permitirse asistir? Lo cierto es que existen becas, quizá un puñado de ellas, que permiten que los menos privilegiados puedan competir los unos con los otros por las sobras, antes de que vengan los ricos y entren así sin más.
Un blog publicado recientemente en New Music Box, con el título “Es hora de dejar que muera la música clásica”, y escrito por Nebal Maysaud, un compositor negro no binario, utilizó la analogía de una relación abusiva para describir lo que supone ser una minoría en el mundo de la música clásica: “La música clásica occidental”, escribió Maysaud, “depende de la gente de color para conservar su fachada de institución moderna y progresista y seguir así siendo poderosa. Al controlar las maneras en que los compositores se financian, puede parecer que nuestras únicas oportunidades para tener éxito económico como compositores [proviniera] de hacerles el juego a estas instituciones”. Un ejemplo perfecto: en 2018, el Peabody Institute publicitó la contratación de un claustro más diverso, cuando al mismo tiempo un artículo en el boletín de la universidad Johns Hopkins destapaba una conducta escandalosamente racista del claustro hacia los estudiantes negros del Instituto, y detallaba los esfuerzos que había hecho la dirección por ocultarlo. Según Maysaud, la única solución para acabar con este racismo y explotación sistémicos en la música clásica es marcharse. Estoy de acuerdo.
La última sensiblería
“Tengo malas noticias. Muy pocos de vosotros vais a convertiros en músicos a tiempo completo. Muchos menos aún vais a trabajar en una orquesta sinfónica. Este es el momento de reorientar vuestra carrera hacia otro camino, vuestro camino, si queréis hacer carrera en la música”. Estas fueron las palabras de mi profesor de emprendimiento musical, un saxofonista bienintencionado, en el primer día de clase. Las clases de emprendimiento musical son una asignatura de rigor en las escuelas musicales de hoy en día, como uno de los numerosos derivados de la cultura start-up. En su artículo “El neoliberalismo y el emprendedor musical”, la musicóloga Andrea Moore describe cómo la retórica emprendedora “codifica y normaliza el radical aumento de unas condiciones laborales temporales o inestables en todos los sectores de la economía estadounidense… [y] valora la singular precariedad del empleo musical”. Moore disecciona la retórica de la música clásica y sus instituciones, que han terminado por depender del cansado lenguaje de la disrupción y la innovación como medida de salvaguarda. Nuevas orquestas como por ejemplo la International Contemporary Ensemble, la Alarm Will Sound y la Signal Ensemble, que en su mayoría dirigen de forma colectiva fundaciones sin ánimo de lucro (según la sección 501c3 del Código de Rentas Internas de EE.UU.), han sido consideradas por la esfera de la música clásica como alternativas viables, a pesar de la realidad de que, irónicamente, la mayoría de ellas depende del complejo industrial de subvenciones, donaciones y del trabajo administrativo interno sin ánimo de lucro. Según desglosa Moore “el entusiasmo por el emprendimiento musical” curiosamente compensa “la desalentadora realidad económica de la música concertística con una narrativa alternativa que sobrepasa la simple supervivencia para ofrecer una idea de auténtica renovación”. Mientras tanto, la realidad fiscal y económica es que “el enfoque emprendedor no hace más que desplazar la precariedad financiera existente de la institución al individuo; lo que supone un desplazamiento que está en armonía con los ideales neoliberales”.
La formación práctica profesional para los músicos, en otras palabras, ha pasado de hacer hincapié en la estabilidad del viejo modelo a abrazar la flexibilidad del nuevo, de hacer hincapié en la mediación de los sindicatos en la relación trabajador-dirección a situaciones en las que todos son a la vez trabajadores y directores. Este modelo solo sirve para consolidar la dominación de las grandes y caras ciudades en las que las grandes orquestas fueron posibles tiempo atrás. Y lo que antes era un mundo de sindicatos y trabajadores, hoy es el ámbito de freelancers y asociaciones sin ánimo de lucro, y estas últimas no difieren mucho en su dependencia del mecenazgo de los ricos y los poderosos. Innovación, y una mierda.
Así es como funcionan las artes en el sistema capitalista, en una cultura en la que la desaparición del financiamiento gubernamental provoca un vacío que se colma solo con donaciones de ricos y empresas chupasangre, que no es muy distinto de cuando los compositores y los músicos trabajaban como sirvientes para la aristocracia. Esta situación tampoco favorece que las orquestas interpreten música original de nuevos y diversos talentos; más bien es el dinero el que las anima a seguir con Beethoven hasta que sus mecenas fiables y cada vez más viejos las liberen finalmente de la carga con sus muertes. Quizá, para compensar, metan una pieza musical sencilla de un compositor minimalista de 80 años o, con un poco de suerte, hará una aparición meramente simbólica una de las personalidades afroamericanas de la historia de la música clásica.
Como es lógico, estas orquestas no tienen por qué pagarles a sus músicos un sueldo razonable porque funcionan como empresas con ánimo de lucro. Eso es ser rico, por describirlo con una única palabra, porque, como señala Robert Flanagan, la persona que escribió el libro sobre orquestas como empresas: “Ninguna orquesta del mundo gana lo bastante para cubrir sus gastos operativos; ninguna orquesta es autosuficiente”.
El prestigio de la música clásica eclipsa un abanico de realidades indecorosas: los directores artísticos acosan a los sindicatos como cualquier otro jefe; los conservatorios privados cuestan cientos de miles de dólares en parte porque las escuelas se han dado cuenta de que pueden hacerlo y la gente seguirá yendo (ya sea por la desesperación de llegar o porque algunos estudiantes son tan ricos como para pagarlas). Y, al mismo tiempo, se recortan las becas por la austeridad de los decanatos, se eliminan los profesores titulares y los adjuntos reciben salarios de pobreza sin ningún tipo de contraprestaciones, mientras que los directores ganan sueldos cada vez más altos. El resto de nosotros nos sacrificamos para demostrar nuestra dedicación, vamos a la escuela a tiempo completo, trabajamos en negro y enseñamos gratis para poder conseguir un título. Y si renuncias a participar en esta palestra de gladiadores, donde solo los ricos y los que tienen buenos contactos llevan armas, como hice yo y han hecho muchos de mis amigos, se te considera un fracaso que no se esforzó lo suficiente. Mientras tanto, la banda de música sigue tocando y orquestando la vida de los ricachones y los pudientes.
Es cierto, puede que yo haya sido un fracaso en el mundo de la música clásica, pero mientras mis colegas y camaradas siguen cargando con los instrumentos de orquesta en orquesta para tocar como sustitutos en conciertos, sin poder conseguir un trabajo a tiempo completo, siguen enseñando estudiantes, siguen pagando sus deudas con sueldos de pobreza que ganan tocando o dando clases como adjuntos, y siguen acudiendo a la huelga, lo menos que puedo hacer es escribir sobre ello.
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Kate Wagner es una crítica de arquitectura y cultura que vive en Washington D.C. Es la creadora del blog McMansion Hell, que examina a fondo el fenómeno que constituye la McMansion, y lo utiliza como instrumento para educar sobre arquitectura y para realizar comentarios culturales humorísticos. Kate ha escrito sobre arquitectura, diseño y cultura para numerosas publicaciones como por ejemplo The Baffler, The Atlantic, CityLab y The Nation y escribe una columna de opinión para el blog Curbed.
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Este artículo se publicó en inglés en The Baffler. Traducción de Álvaro San José.
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Autora >
Kate Wagner (The Baffler)
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