LA LECTORA COMÚN (IV)
Los trescientos cuarenta primeros días
No puede aplazarse la escritura para cuando hayamos vivido bastante, para cuando no haya platos que fregar o pequeños animales de juguete que recoger de debajo del sofá
Carmen G. de la Cueva 15/12/2019
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La escritura, dice Elena Ferrante, se impone, aunque no haya papel ni lápiz ni horas porque nuestra cabeza está en perpetua adoración de la palabra y, a su antojo y sin medida, dicta frases incluso cuando nos faltan las manos y el tiempo para fijarlas. Justo cuando está a punto de cumplirse el primer año de vida de mi hijo, miro hacia atrás y veo cómo se acumulan los momentos de felicidad, uno detrás de otro, pero también los momentos en que deseé escribir y lo aplacé. “Cuando la escritura es nuestro modo de estar en el mundo no puede sino afirmar su supremacía sobre otras mil cosas de la vida: el amor, el estudio, un trabajo”, me susurra Ferrante al oído, “aleja con un gesto irreflexivo a las personas que amamos, incluso a nuestros hijos”.
Ferrante me da aliento y fuerza cuando son las doce de la noche y ya en la cama, con mi bebé de casi un año pegado a mí, tecleo en el móvil con un dedo y me lamento por haber pasado otro día más sin escribir. Observo cómo se escapan los días uno tras otro. Intento seguir su consejo y escuchar mi deseo: la que siente la necesidad de escribir debe hacerlo sin falta. Pero ¿y la culpa? ¿y el tiempo? ¿y esas otras mil cosas de la vida: la ropa sucia que se acumula, el guiso a fuego lento con las medidas justas de cada ingrediente, el llanto y la risa y las carnes prietas de mi bebé? ¿y la responsabilidad de los afectos? Lo escribió Tillie Olsen: el mismo hecho de que estas necesidades sean reales –sostener, alimentar, calmar–, de que una las sienta como propias, de que no hay nadie más que pueda responsabilizarse de ellas, les da prioridad.
En estos once meses de precario equilibrio, he puesto siempre por delante las necesidades de mi bebé o las necesidades de mi casa, las necesidades de mi familia mucho antes que las mías. Ferrante dice que si en el plano humano somos mejores que la media de los artistas en su egocentrismo es señal de que la vocación es frágil y la escritura no tiene fuerza suficiente para sostenerse. ¿Qué les queda entonces a todas esas palabras dictadas con la cabeza si nunca las llegamos a escribir? Quizá mi deseo sea tan quebradizo como el cabello que le queda a una madre después de parir: se rompe fácilmente y cae el suelo sin pudor hasta que te topas con los manojos por las esquinas de la casa. El pelo sé que volverá a crecer, ¿lo hará el deseo o quedará reprimido indefinidamente en los confines de mi pecho?
¿Ha sido frágil la vocación de todas esas autoras madres que han dictado palabras en su cabeza y nunca las han puesto por escrito o, al menos, no tantas como hubieran deseado?
Las preguntas se suceden en bucle, repetitivas y desesperadas, mientras paseo mis ojos por las fotografías de la escritora Lucia Berlin con sus hijos en su brevísimo libro de memorias Bienvenida a casa. Como parió y cuidó a cuatro hijos y puso por delante sus necesidades, ¿significa también que su vocación era frágil? ¿Ha sido frágil la vocación de todas esas autoras madres que han dictado palabras en su cabeza y nunca las han puesto por escrito o, al menos, no tantas como hubieran deseado?
Por mucho que me empeñe en desear –por mucho que me esfuerce en cuidar y amar–, nada asegura que vaya a tener éxito. Al final del día, de estos más de trescientos días de madre que llevo conmigo, la felicidad que pueda experimentar tiene un pequeño poso oscuro, el poso del deseo aplazado. Aun así, nada se parece al placer que siento cuando mi hijo cae rendido en mis brazos. Él, con toda la inocencia del mundo contenida en su pequeña vida, me entrega su cuerpo, confía en que lo sostenga, lo acurruque y lo alimente ajeno al deseo de su madre.
Sobre la maternidad, confiesa Ferrante, se ciernen sombras amenazantes, poco tienen que ver estas con el cuidado del frágil cuerpo de un hijo. Las sombras vienen de afuera, de todo ese mundo concebido para producir y reproducir. No puede aplazarse la escritura para cuando hayamos vivido bastante, para cuando no haya platos que fregar o pequeños animales de juguete que recoger de debajo del sofá o para cuando los hijos crezcan. El escribir, dice Ferrante, está siempre ahí, es urgente. Pienso estos días en unos versos de Julieta Valero que dicen: “Ahora esta es mi comprensión del diluvio. En el paritorio una / mujer se extingue, da paso. / Pero no”. No quiero extinguirme.
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Carmen G. de la Cueva
Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.
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