La lectora común (II)
El tiempo de las mujeres
Si tengo una hora para escribir, escribo. Unas líneas, una cita, un pensamiento fugaz que me atraviesa mientras saco del agua la esponja, la exprimo y enjabono la suave piel de mi bebé
Carmen G. de la Cueva 27/09/2019
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“La diferencia, entre alguien que es escritor y alguien que no lo es, es tomar las notas cuando se tienen las ideas”. Estas palabras de John Dunne las recoge Joan Didion en El año del pensamiento mágico, palabras que llevan atormentándome durante meses. Tengo como diez cuadernos –en una esquina del suelo del dormitorio, al lado del sofá, en el cuarto de baño, en los cajones de la mesita de noche, en cada bolso y mochila que cojo al azar– con frases sueltas, apenas unas líneas en cada uno, citas, títulos de libros, fragmentos de sueños, pensamientos intermitentes apuntados al vuelo con la mano izquierda, a oscuras en mitad de la noche, escritos en hojas mojadas por el agua de la ducha. Cuando consigo sacar algo de tiempo para leerlos, ni siquiera reconozco la letra.
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La protagonista de Los ingrávidos de Valeria Luiselli escribe una novela silenciosa para no despertar a los niños. Tiene una bebé y un niño mediano que no la dejan respirar. Dice: “Todo lo que escribo es –tiene que ser– de corto aliento”.
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¿Cuándo volveré a escribir? Para no caer en la desesperación, intento seguir como puedo la máxima de Dunne y el consejo de mi amiga, la escritora Ariana Harwicz: “Es difícil manejar el caos en ese momento, escribe fragmentos cuando puedas, breves o alguna línea, media página es todo un logro. Y después igual toda esa locura que estés viviendo va a servir para lo que venga. Va a servir para la lectora que sos y la escritora que sos”.
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Las vidas de todas las escritoras que han sido madres están en correspondencias y cuadernos publicados póstumamente, recogidas por alguna biógrafa entusiasta, perdidas quizá en maletas al fondo del armario de algún heredero despistado. Pocos de estos escritos vieron la luz como libros. ¿Cuántos nos quedan todavía por leer? Hay tantos ejemplos que desconocemos que se podría hacer una enorme enciclopedia con los momentos de frustración o desesperación de todas las escritoras madres que intentaron escribir con más o menos éxito mientras mecían a sus bebés o les daban de mamar o recogían fragmentos de zanahorias cocidas de los rincones más remotos de la sala de estar.
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En una entrevista, la escritora Susan Hill decía que, al principio, cuando su hijo nació, pensaba que con escribir un poco ya era suficiente. Cuando sacaba algo de tiempo entre los cuidados del bebé, corría a su cuaderno y se emocionaba. Pero cuando conseguía volver a leer sus textos, pensaba que no eran tan buenos. Hill se quedó embarazada y nunca terminó la novela que estaba escribiendo.
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Jane Lazarre recogió su experiencia en el maravilloso El nudo materno: “Desde que había empezado a escribir, me había buscado tiempo para mí sola. A fin de amansar [el peligroso yo] tuve que escribir regular y sistemáticamente, y para poder escribir tenía que estar sola. Ahora, de pronto, estaba siempre con Benjamin”.
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Natalia Ginzburg describe en Mi oficio sus esfuerzos por entender cómo se podía escribir teniendo hijos: “De vez en cuando sentía una desesperada nostalgia de él, me sentía exiliada, pero me esforzaba por despreciarlo y ridiculizarlo para ocuparme solo de los niños. Creía que era esto lo que debía hacer. Me preocupaba de la papilla de arroz, de la papilla de cebada, de si había o no había sol, de si hacía o no hacía viento para llevar a los niños de paseo. Los niños me parecían demasiado importantes para que una se pudiera perder detrás de estúpidas historias, de estúpidos personajes embalsamados. Pero sentía una feroz nostalgia y algunas veces, de noche, casi lloraba recordando lo bonito que era mi oficio. Pensaba que volvería a él algún día, pero no sabía cuándo”.
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Carmen Martín Gaite escribió en sus cuadernos que “cuando Marta se duerme a las ocho estoy tan agotada que no puedo leer ni escribir”.
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Emilia Pardo Bazán, que tuvo tres hijos, dejó reflejada en algunas cartas esa ambivalencia de la maternidad –el amor por el oficio y por los hijos, la constante frustración–: “En el momento en que escribo esto estoy completamente sola en casa con él [con Jaime, su primer hijo]; no tengo más que una mano libre, de modo que no sé cómo va esto, ni aun acierto a ordenar mis ideas, porque continuamente echa sus manecitas a la pluma y me distrae. Si no me engaño es hermoso. Yo cierro los ojos y le veo de veinte años […] Estoy abatida, sin poder conciliar las aspiraciones con las realidades: muy mala madre soy”.
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En mi cabeza resuena una vez tras otra la pregunta que se hizo Julia Kristeva: “¿Qué sabemos nosotros del discurso que (se) hace una madre?”. Escribo este artículo a ratos, un artículo de corto aliento, fragmentario, a cachitos –unas veces, mi madre se lleva a mi hijo al parque, otras, se lo lleva mi novio, una hora, dos como mucho–, y no puedo evitar sentirme culpable, como Nuria Labari en La mejor madre del mundo, yo también creo que “una madre que escribe es una madre culpable”. A veces, como Ginzburg, desprecio este oficio porque ¿hay algo más importante que la felicidad de mi hijo?, ¿algo más importante que cocer patatas, zanahorias, encontrar en el mercado las peritas más tiernas, los plátanos maduros, el pan de firme corteza sin sal para seguir estrictamente las reglas del Baby Led Weaning? ¿Hay algo más importante que su felicidad, que su bienestar? Algunas noches, yo misma respondo a esta pregunta con otra: ¿y acaso no es importante la felicidad de una madre?
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En La mejor madre del mundo, Nuria Labari siente que escribe a espaldas de sus hijas, como si ellas no fueran suficiente. “Escribo cuando debería estar jugando con ellas o contándoles un cuento o preparando un bizcocho”. Labari escribe y duda de si lo que hace merece la pena, si tiene algún sentido: “Si persisto en la idea, acabaré paseándome por las editoriales con un manuscrito bajo el brazo que será antes o después catalogado como ‘el diario íntimo de una mujer’, una categoría invisible que denota en el mundillo una preocupante falta de ambición literaria”.
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Una crítica literaria de Fin de Knausgård, eso es lo que yo quería hacer en este artículo, pero la vida se cuela, una vez más. ¿Acaso si escribo sobre mi maternidad es señal de falta de ambición literaria? ¿Debería escribir sobre la guerra aunque nunca haya pisado una trinchera? ¿No es la crianza el campo de batalla más duro que existe?
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Mientras leo el último volumen de Mi lucha de Karl Ove Knausgård, me indigno y entusiasmo al mismo tiempo. La ambivalencia me posee como madre y también como lectora. ¿Por qué será que es en las páginas de un escritor noruego donde más he leído en los últimos años de esa lucha que para mí no es otra que la de lidiar con el deseo de autorrealización y la responsabilidad de los cuidados? Knausgård ha sabido recoger algo tan cotidiano y, aparentemente, banal como una escena de desayuno. En las mil páginas de Fin, no son pocas las mañanas de platos hondos con copos de maíz colocados delante de sus tres hijos mientras sale a la terraza a tomarse un café y fumarse un cigarrillo. La terraza es un espacio seguro para él, pues, ante lo peligroso de las alturas, los niños tienen prohibida la salida. Ese es su último rato de paz antes de la vorágine del desayuno, la salida con los niños y alguna que otra tarea del hogar. Una de esas mañanas, Heidi, su hija mediana, empuja la puerta para advertirle de que todo se ha puesto perdido –la leche derramada, chorreante, los copos flácidos sobre la mesa, la ropa mojada, pringosa casi–. Knausgård, alterado ante la ruptura de su momento de tranquilidad, se pregunta: “¿Por qué no había podido esperar cinco minutos para que hubiera tenido ese pequeño momento del primer cigarrillo del día y una taza de café en paz? Cinco minutos sin que nadie me molestara era todo lo que deseaba”. La escritura de Knausgård no es literariamente brillante, carece de lírica, es más una sucesión de escenas y descripciones que se vuelven tediosas muchas veces, pero lo leo mientras amamanto a mi hijo, mientras debo ocuparme de sus cuidados, de hacer el almuerzo, cambiar las sábanas y escribir con la mente –pues las manos siguen secuestradas– algunas líneas. Leer a Knausgård me hace sentir menos sola. Por eso me indigno, porque es precisamente un escritor el que me habla de lo que estoy viviendo justo ahora. ¿En qué momento nos dijeron que escribir literariamente sobre la crianza no era importante salvo si lo hacía un hombre?
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En el ensayo No son competencia, incluido en La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres, Siri Hustvedt se pregunta: “¿Y si fuese una mujer quejándose de la maternidad y sus frustraciones, una mujer llena de resentimiento por tener que preparar la cena y lavar la ropa o una mujer que está deseando estar sola un rato para escribir? ¿No es esto lo que anhela una buena parte del tiempo, una habitación propia y la libertad de escribir?” Las miles de páginas de Mi lucha, escribe Hustvedt, prueban que el hombre encontró tiempo para escribir.
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Después de acabar con Knausgård vuelvo a Elena Ferrante. En el tercer volumen de Dos amigas, Las deudas del cuerpo, encuentro un ejemplo de algo parecido a lo que hace el noruego, eso sí, bajo la etiqueta de ficción. Las palabras de Lenú después de parir a su primera hija me acompañan: “Qué madeja de hilos con puntas ilocalizables descubrí dentro de mí en aquella época. Eran viejos y desteñidos, novísimos, a veces de colores vivaces, a veces sin color, finísimos, casi invisibles. Aquel estado de bienestar terminó de golpe precisamente cuando tenía la impresión de huir de los vaticinios de Lila. La niña cambió a peor, y los hilos más antiguos de aquella trama afloraron a la superficie como por obra de un gesto distraído. Al principio, cuando estábamos aún en la clínica, se me había prendido al pecho fácilmente, pero una vez en casa algo se torció y ya no quiso saber nada. Mamaba por unos segundos y se ponía a chillar como un animalito furioso. Me vi débil, expuesta a viejas supersticiones. ¿Qué le pasaba? ¿Mis pezones eran demasiado pequeños, se le salían de la boca? ¿Mi leche no le gustaba? ¿O tal vez, con un maleficio a distancia le habían inoculado una aversión hacia mí, su madre?”.
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Michiko Kakutani escribe a propósito de lo que consigue plasmar en sus libros Elena Ferrante: “La textura cotidiana de la vida de las mujeres: el esfuerzo que cuesta mantener un sentido esencial de una misma ante las interminables y banales tareas domésticas y las exigencias del tiempo”.
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En Silences, Tillie Olsen dice que los niños te necesitan ahora, que tienen necesidades reales que una madre siente como suyas propias y nadie más puede responsabilizarse de esas necesidades. Una madre que escribe –una escritora que se convierte en madre– interrumpe su trabajo literario, lo aplaza, renuncia a él.
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¿Cómo se puede trabajar el ego una escritora? ¿Y una madre escritora? En Cosas que no quiero saber, Deborah Levy dice que “quizá cuando Orwell describió el puro egoísmo como una cualidad necesaria del escritor, no estaba pensando en el puro egoísmo de una escritora. Incluso la escritora más arrogante tenía que trabajar extra para construirse un ego lo bastante robusto para aguantar todo enero, por no hablar de llegar hasta diciembre”. Knausgård 1 – madres que escriben 0.
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Marguerite Duras en La vida material: “Pero tal vez la mujer mantiene en secreto su propia desesperación a lo largo de sus maternidades, de sus conyugalidades. Tal vez pierde su reino en la desesperación del día a día, y esto en el transcurso de toda una vida. Tal vez sus aspiraciones de juventud, su fuerza y su amor se alejen de ella justamente a causa de las llagas causadas y recibidas en la más pura legalidad. Tal vez es así. Tal vez el martirio es condición de la mujer. Tal vez la mujer completamente floreciente en la demostración de su competencia, su deportividad, su cocina, de su virtud, es para tirarla por la ventana”.
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¿Quién era yo antes de ser madre? ¿Qué deseaba?
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La batalla contra una misma. En Maternidad y creación, Susan Rubin Suleiman tiene claro que “cualquier madre de niños pequeños que quiera hacer un trabajo creativo en serio, con todo lo que esta empresa implica, véase la voluntad de autorrealización, la autoabsorción, el lidiar en solitario, debe estar preparada para la batalla más terrible, que es la batalla contra ella misma”.
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En Tiempo de espera, Carme Riera se hacía las mismas preguntas: “¿Por qué las mujeres no hemos escrito diarios de embarazo? Tal vez porque este hecho extraordinario ha sido considerado como el más ordinario de la vida femenina, ya que nuestra misión no consistía en otra cosa que en la reproducción. Es posible que a partir de ahora, los diarios de espera proliferen porque, ya casi en el siglo XXI, las mujeres hemos conseguido la capacidad de observarnos como objetos en lugar de sujetos. Hemos dejado de ser anónimas, hemos logrado una identidad”.
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“Mi dolor individual, aparentemente íntimo como madre, es el dolor individual y aparentemente íntimo de las madres que me rodean y de las que estuvieron antes que yo”, Adrienne Rich en Nacida de mujer.
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Leo una idea que me parece luminosa y que encaja con este momento de mi vida, al menos, con algunos minutos, a veces, horas, de mi cotidianidad: la potencia. Y me aferro a ella. Nunca me había sentido así y esto se lo debo a la maternidad. La potencia, describía Käte Kollwitz en sus diarios, es ese momento en que las manos trabajan y trabajan y la cabeza imagina que escribe y el tiempo, sin saber muy bien cómo, aunque limitado, se vuelve más productivo. Si tengo una hora para escribir, escribo. Unas líneas, una cita, el título de un libro que debo consultar, un pensamiento fugaz que me atraviesa mientras saco del agua la esponja, la exprimo y enjabono la suave piel de mi bebé.
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Autora >
Carmen G. de la Cueva
Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.
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