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Cretto di Burri, visita guiada

Alain-Paul Mallard 13/12/2019

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Entre las 13:28 del 14 de enero de 1968 y las 03:01 del día 15, el longevo conflicto de intereses entre las placas africana y eurasiática se saldó con sismos devastadores en el valle del río Belice, Sicilia occidental. Las pequeñas comunidades agrícolas de Gibellina, Poggioreale, Salaparuta, modestas ciudades centenarias de arquitectura tradicional —de dintel, en piedra y argamasa—, fueron borradas del mapa: las hermanaba, secretamente, una terrible línea de fractura en las profundidades de la tierra.

A cincuenta años del triste suceso, me dirijo a un punto remoto de la provincia de Trapani para visitar una controvertida obra de land art que tengo desde hace tiempo  en mira: el Cretto —del inmenso pintor Alberto Burri (1915-1995)—, edificado sobre las ruinas de lo que fuera la città vecchia de Gibellina.

No llega uno a Cretto di Burri sin extraviarse un poco.

Hay que volar a Palermo, tomar la Autostrada E90 rumbo a Mazara del Vallo, bifurcar a izquierda a la altura de Gibellina Nuova y coger monte adentro la Strada Statale 188 hacia Santa Ninfa. Luego, seguir la SS 119 por la cresta de montaña. Hasta ahí todo es sencillo. Entonces toca empecinarse, solicitar orientación a algún adolescente en motorino, resistir la corazonada de dar marcha atrás, errar la salida a la Strada Provinciale 5Gibellina–Salaparuta, volver, gozando del paisaje, sobre los propios pasos.

El Cretto de súbito aparece, indubitablemente ahí: un gigantesco e inhumano colado de concreto fracturado.

Imponente, el paralelogramo esposa el relieve de la montaña. La ladera es de acusada pendiente. El Cretto está arbitrariamente atravesado por arterias que lo rompen en islas o bloques de planta irregular. Dos tercios del vastísimo conjunto son de color gris; el restante, en forma de cuña, es perfectamente blanco —signo delator de un atribulado proceso constructivo.

Acaso por su remota ubicación rural, acaso porque mueve al respeto al ser a un tiempo obra de arte y cenotafio, el Cretto, sueño de todo grafitero, está exento de pintas. También está agradablemente libre de basura. Sus márgenes superiores comienzan a ser reclamadas por la vegetación.

En las inmediaciones del Cretto resisten aún hoy, envueltas de zarzas e imposibles de explorar, ruinas del terremoto. La que más se hace notar, el vasto techo de dos aguas de un almacén agrícola —una parvada de palomas torcaces anida entre sus trabes estalladas. El entorno es de laderas pedregosas, solitarias carreteras provinciales,  sembradíos. Desde el sureste, un viento constante pone a girar, brazada a brazada, las aspas eólicas en el filo de la colina.

Elijo a capricho una de las mil arterias que fracturan al Cretto. Penetro por ella y me encamino, rodeado de concreto, ladera arriba. Las arterias tienen entre dos y tres metros de anchura. La altura uniforme de las islas, de un metro sesenta, ahorra al visitante cualquier efecto claustrofóbico: basta con alzar la mirada para escapar del azaroso dédalo de concreto y divagarse en las colinas, los valles, el horizonte. Los muros de los bloques descienden casi imperceptiblemente en talud y sus paramentos presentan un ligero relieve que asemeja, en apariencia y textura, la croûte fleurie de un queso Camembert. Me detengo. Nada se mueve. Nada. Pero al ponerme en marcha la huida de una lagartija listada, de cuerpo estrecho y cola larga y fina, perturba la quietud mineral del Cretto: la asustó mi sombra.

Gibellina fue reconstruida como Gibellina Nuova a unos 20 kilómetros de sus propias ruinas, ya fuera del valle, en tierras llanas compradas a otra comuna. El artífice de su pretendido renacimiento como «utopía a través del arte» fue el parlamentario independiente Ludovico Corrao, hombre de izquierda, apasionada y apasionante figura de la política local.

El arte, imaginó Corrao, podría rescatar a la ciudad herida, reimplantarla en el mapa —apuesta difícil en un rústico país de contadini—, y bajo ese supuesto desarrolló su proyecto urbanístico: una ciudad-museo salpicada de arte público. Los principales artistas de su tiempo, Consagra, Pomodoro, Guttuso, Mendini, Melotti, Paladino, Quaroni y un largo etcétera, respondieron al poder de convocatoria del persuasivo alcalde y se involucraron bien cediendo obra, bien creándola in situ, maneras ambas de participar solidariamente en la reconstrucción de Gibellina.

La visión de Corrao era de miras aún más vastas. Proponía relanzar a Sicilia como isla-oasis, punto nodal en el diálogo intercultural entre los pueblos del Mediterráneo. El alcalde podía tener, sí, todos las firmas del momento, pero al faltar la de Alberto Burri, el mayor artista de todos, el máximo y más polémico renovador de lo pictórico, el único con una verdadera proyección internacional, era como si no tuviera nada...

Tras una empecinada docena de cartas y telefonemas del sindaco, el huraño Burri aceptó una invitación a Sicilia y viajó a Gibellina Nuova para verificar en qué consistía la pretendida «utopía». Lo que vio no le convenció mucho. O, por plantearlo de otra manera, la compañía no le atrajo demasiado... (Burri era capaz de rehusarse a vender un lienzo si la colección del cliente albergaba obra de artistas merecedores de su desprecio.) Se negó a participar.

Antes de marcharse, Burri pide que lo lleven a ver las ruinas de la ciudad, ya añejas de tres lustros. Sacudido por la desolación —que acaso le trajo dolorosamente a la memoria la de la Italia derruida y derrotada de la inmediata posguerra—, Burri padece  una súbita iluminación: hará una obra de arte con el material físico de esa devastación. No en Gibellina Nuova, no, allá jamás; ahí mismo, en la ladera de la ciudad aniquilada. Una obra que encapsule, en un recuerdo perenne, la tragedia...

Al escuchar la noticia, el entusiasta Corrao no cabe en sí de júbilo.

Si el aporte pionero de Burri había sido incorporar al lienzo materia extra-pictórica, ahora integraría los escombros a la obra, la obra a los escombros. No injuriemos a Burri con insinuaciones de compasión insincera, pero atrevámonos a aventurar que también saltó sobre la ocasión de realizar un cuadro megalómano del tamaño de una colina.

Tras una caminata exigente, sudorosa, zigzagueante, alcanzo el borde superior del Cretto. Trepo a una de sus islas. Admiro y pondero el panorama. En tanto intervención humana en el paisaje, el Cretto y su pseudo-caos mineral apenas si compite con el orden, también land art a su manera, que el grácil acciurado de los viñedos impone a la colina de enfrente. Allá, Form follows function. Acá, Form follows form.

En la década del 70, Burri se acerca intuitivamente al Minimalismo. Cretti, su célebre serie de craquelados monocromos —en desarrollo durante aquellos años— está hecha de obras dictadas y regidas por la física de la materia: armado de la espátula, el artista esparce por el soporte una espesa pasta compuesta de pigmento blanco (óxido de zinc), agua, y polímero (acetato de polivinilo). La mezcla, al secar, genera una impredecible red de cuarteaduras cuyo espesor y textura Burri logra burdamente controlar variando las proporciones de aglomerante y pigmento. Ocurre también que, temprano en el proceso de secado, un decidido gesto de corte con la espátula dote al resultado, en gran medida autogenerado y altamente azaroso, con principios de orden, de composición, de voluntad. Cuando el artista se decide a detener el proceso lo cubre todo con pintura acrílica, blanca para los Bianco Cretto, o bien negra para los Nero Cretto.

Cretto es vocablo italiano que significa grieta, hendidura. Entre 1963 y 1991 Burri pasó el invierno en Los Ángeles. Se ha sugerido que los suelos siempre sedientos del Death Valley, donde el pintor gustaba pasear con su mujer, le inspiraron sus osados, áridos, terribles Cretti. Bien podrían, por ende, leerse como paisajes cenitales de sequía. Puede que sea así. Aunque al conferir el título a la serie, Burri la enmarca en un linaje pictórico: cretti es también la finísima telaraña de cuarteaduras que el tiempo hace brotar en las pinturas de los Antiguos Maestros.

Ya en 1977, para el Franklin D. Murphy Sculpture Garden de la Universidad de Los Ángeles, Burri se había planteado ampliar, como con un pantógrafo, uno de sus célebres craquelados pictóricos. La solución fue transponerlo, pieza por pieza, en módulos de cerámica negra fabricados artesanalmente en Italia. Luego se reconstituyó, como un rompecabezas, un imponente friso en relieve de 15 por 5 metros. (En el Museo de Capodimonte, al lado de los Caravaggios, existe una pieza gemela).

En el caso de Gibellina, el salto sería de otras magnitudes.

Se llevó a cabo el levantamiento topográfico del terreno contemplado. Una vez obtenido, se fabricó una burda reproducción del relieve de la ladera. En su atelier de Città di Castello, Burri delimitó sobre la maqueta un rectángulo perfecto. Embadurnó encima su mezcla secreta de pigmento y polivinilo —que obediente, aunque impredecible, se fracturó al secar.

Entregó el resultado al arquitecto Alberto Zanmatti, amigo suyo, encargado de ejecutar la obra.

«Esto es», le dijo.

De aquella forma salió, en germen, el plano arquitectónico de un Cretto a escala del paisaje. Como a menudo ocurre en el land art (piénsese en el Lightning Field de Walter De Maria) el Grande Cretto de Gibellina fue, para el artista, una idea, un concepto. Entregado el caprichoso modelo, el gesto artístico estaba, para Burri, cabalmente cerrado. La gigantificación de la propuesta —el salto del plano al territorio— no era ya un problema propiamente suyo.

De vuelta en el terreno, el plano reveló que la maqueta de Burri era, tal cual, irrealizable: proyectada, la obra obstruía una carretera comarcal. Nada pareció más lógico y normal al Maestro que mandar desviar la carretera. Una solución imposible, inaceptable para los poderes públicos.

¿Qué se impuso? Recortar al plano una franja vertical.

Todo en la obra de Burri es cuestión de composición, de armonía de proporciones. Fúrico, Burri opinó que al alterar el ideal (es decir, la proporción) se desvirtuaba irremediablemente la obra. Para mayor agravio, arguyó con mala fe, lo que resultaría sería ya un mero timbre postal... Un timbre postal de 300 x 400 metros, una estampilla de 10 hectáreas. En vez de una de 12. Burri terminó por plegarse, pero la contrariedad le brindó argumentos inconscientes para irse desapegando del proyecto.

Cierto es que vista cenitalmente desde el aire —vista por Dios, por un cuervo, por mediación de un dron— la obra no retoma las proporciones habituales en los lienzos de Burri... ¡Es casi cuadrada! (Y en ese «casi» se agazapa una artera traición de la contingencia a la necesidad artística.)

El sol siciliano cae a plomo. Un cielo escandalosamente despejado; ni el más leve indicio de brisa. Las superficies en bruto del concreto, frescas de mañana, irradian pasado el mediodía un agresivo calor.

Con la tarde, comienza a soplar la brisa, gratamente animada de cencerros y balidos. Un populoso rebaño de ovejas asciende, fluido, la ladera del valle. Sería bonito, me digo, encaminarlas hacia acá, azuzarlas y seguir el improvisado sanfermín ovino en sus corretizas por el Cretto.

El Cretto, me digo tras horas de explorarlo, de tratar de sentirlo, no aspira a representar la tragedia, sino a inmovilizar su recuerdo, a cancelarla. Resulta más que evidente que una red de cuarteaduras remita a la tierra que ha temblado. Pero sólo en el intelecto. No es algo que, perceptualmente, se experimente al recorrer la pieza. La esperada catarsis no ocurre (o al menos no ocurre para mí). La experiencia estética que el Cretto produce es físicamente poderosa, pero pareciera ocurrir en otra línea de registros.

Durante todo el día, sólo dos parejas de visitantes se apersonan.

Una curiosea un rato, luego se me acerca, francamente, y pregunta qué es aquello. Y acepta con mansedumbre mis prolijas explicaciones. Son turistas norteamericanos, fans de El Padrino que, de camino a Corleone, vieron «such a massive, insane thing» y se apearon del Fiat rentado.

Los otros son peregrinos: han venido devotamente a Sicilia para ver la obra de Burri. Del saludo se salta con naturalidad al diálogo. Me instan, con fervor, a que no deje de ir al Palazzo Albizzini en Città di Castello (Umbria), donde se exhiben y custodian las colecciones de la Fundación Burri. Antes de tomar el ferry a Palermo pasaron, me dicen, por Nápoles, a ver el Grande Cretto Nero que alberga el Museo de Capodimonte.

Ostensiblemente enamorada, la pareja de peregrinos deambulará de la mano por el Cretto hasta el ocaso. Acarreará luego tres o cuatro ladrillos para improvisar un precario escalón, trepará a alguna isla y, tendida de cara al cielo, se dejará envolver por el tibio anochecer, por su arrullo de grillos. Sus impresiones y recuerdos del Cretto, me digo, irán mediados por el vehemente regusto del amor.

Es de ya de noche.

Hay lucecitas desperdigadas por los lejanos campos (menos que estrellas en la negrura de la noche). En la oscuridad, el Cretto es otro. Resplandece tenuemente. Su blancura devuelve luz de luna y se lo puede recorrer sin linterna. Parece más puro que de día: con la maleza sumida en la negrura, queda harto más aislado del entorno. De noche, los aromas del herbario siciliano se tornan más presentes. Más presente es también la trama sonora de estridulaciones diversas. El fresco me invita a marcharme. Habré de volver, ya de mañana, al día siguiente.

La construcción de la obra arrancó en agosto de 1985.

Burri era un artista meticuloso —fastidioso, dirían quienes, como operarios, tuvieron que lidiar con su visión obcecada: juzgaba «bien hecho» sólo lo que salía de sus propias manos. En la construcción, que no podía controlar, se interesó muy poco.

El proceso constructivo en sí no presenta misterios mayores: la dinamita concluye lo que el sismo dejó sin terminar, los bulldozers juntan en grandes montones piedras, tejas, cascotes, vigas vencidas, ladrillos rotos, fierros —añicos revueltos de lo que antaño fueran los restos de la iglesia, casas, escalinatas, bancas de colegio, la plancha en granito de la carnicería, las fuentes y lavaderos. Dichos montículos son vallados, según el trazo en el plano, con armazones de varilla. En la valla se coloca una cimbra y se cuela el paramento de los muros de contención. Un cargador frontal y una retroexcavadora terminan de llenar y apisonar las islas, que luego se cubren de cemento hasta el rebase. Miles de toneladas de cascajo redistribuido, consolidado, y apresado en concreto.

Burri visitaría el sitio una única vez, en 1987, todavía en proceso de construcción. El instigador de la visita fue el fotógrafo Vittorugo Contino. Documentaba la construcción de la obra y le faltaba, para rematar la serie, la imagen definitiva: el creador dentro de su creación. En las fotografías —lo acompaña el sindaco Corrao— se puede suponer a Burri complacido, casi sonriente. Aunque el juego de emociones, según el testimonio de Contino, fue algo más intrincado...

El artista no mostró gran entusiasmo. Acaso, en un primer momento, mal disimulada decepción: no se reconocía. Ya luego aceptación, al penetrar con el sindaco por el empinado laberinto y entender, gradualmente, que la experiencia estética propuesta por la obra era completamente otra, una de traslación en el espacio —algo que nunca había calculado—, y en lo absoluto un avasallador upper-cut pictórico experimentado como instantaneidad. Finalmente vivía como arquitectura lo que concibiera como pintura.

Pasó en el sitio poco más de un perplejo cuarto de hora.

El meollo y clave del malentendido, pienso, es que el Cretto de Gibellina, a diferencia de la serie que lo inspira, no es una obra pictórica; es una obra arquitectónica. Otro Alberto, Alberto Zanmatti, es su verdadero y discreto artífice. El Cretto es arquitectura de pura forma, arquitectura sin función (sin función más allá de la simbólica, claro). Por su monumentalidad, no está hecho para mirarse, sino para recorrerse.

Burri deambuló por el Cretto, un work in progress en obra negra, durante quince o veinte minutos. Lo hizo acompañado, condición que suavizó un poco su experiencia. Pasar dentro un día entero, solo y de sol a sol —la inexplicable manda que parezco haberme impuesto—, se me figura como recorrer las cisuras cerebrales del artista. Un cerebro pétreo e inhóspito emerge, no exento de ascetismo, del sinnúmero de implacables perspectivas y planos contrapuestos. Un ascetismo de estirpe cistercense. El Cretto —consigno tentativamente, ya en el hotel, en mi cuaderno de apuntes— niega lo humano, lo vivo; no le otorga cabida. 

El gesto artístico de Burri no fue ni aceptado ni comprendido por los más directamente implicados, los transterrados de Gibellina a Gibellina Nuova. Entre los terremotati, los más reacios fueron los viejos. Para ellos, las ruinas albergaban astillas de una cotidianidad que aún podía ser evocada. Sufrieron callada y hondamente la violencia simbólica de una lava blanca y fría que llegaba para borrar todo rastro del trazado del pueblo y enterrar, de modo definitivo, la memoria de la gente. El lugar común tan prolijamente repetido del Cretto como «gran sudario blanco» encima del paese era una metáfora inasible: en la Sicilia rural, el color del luto era y es, innegablemente, el negro. Para ellos Gibellina sufría, ante el agravio de vanidosos extranjeros y su pretendido Gran Arte, una segunda muerte.

[Puesto que Sicilia es ya de sí un país de ruinas, de haber pesado en el debate las voces campesinas, se hubiera votado por dejar a Gibellina correr la misma suerte que Poggioreale, fascinante e irreal pueblo fantasma unos kilómetros al este, igualmente arrasado por el terremoto.

En los escombros de Poggioreale, en sus cúpulas rotas, en sus pretiles desconchados y en sus vanos sin puerta o postigo, todo se detuvo tal como lo dejó el sismo. Sus ruinas, valladas para desalentar el acceso, son a cada tanto tratadas con potentes herbicidas para que no las reclame y devore la maleza. Memorial de sí mismo, Poggioreale, siempre en vilo, ve sucederse inviernos y veranos. Un par de días al año sus callejas se animan: ingenieros estructurales de toda Europa se dan cita para realizar prácticas de apuntalamiento. También acuden cuerpos de bomberos a realizar ejercicios y maniobras. El resto del tiempo es un pueblo perfectamente inmóvil, de silencios y soledades metafísicas. Se trata de una zona vedada, sí, pero no cuesta demasiado localizar un pasadizo entre las nopaleras. Cualquier curioso que menosprecie los signos de exclamación en negro sobre amarillo, los avisos de «PERICOLO DI CROLLO», y se muestre dispuesto a separar una braza el alambre de púas puede entrar a dar un insólito paseo. La poesía del lugar no dejará de darle un sutil bofetón —el mío me lo dio el árbol, grávido de lustrosas granadas, que crecía en los altos de una casa sin techo.]

Hacia 1989 —con aproximadamente un 75% del Cretto en pie— el incesante flujo de cemento se interrumpe. La pieza aguardaría inconclusa durante un cuarto de siglo, por falta de fondos. En 2015 las hormigoneras reanudaron sus ires y venires y se edificó la cuña faltante, en ocasión del centenario del natalicio del artista. Fue financiada en parte por la Fondazione Burri.

Entre una fecha y otra, el tiempo había hecho lo suyo tanto en la psicología de los gibellineses de las nuevas generaciones (que no lo habían perdido todo en una trágica tarde de medio siglo atrás y sentían ya más indiferencia que rencor) como en el material del Cretto mismo, abandonado a su suerte en los rigores de la intemperie. La parte nueva es de un blanco cegador, ligeramente rosado a la luz del fin del verano. La original luce hoy, por contraste, un sucio y erosionado gris de cité de banlieue. Las contingencias de lo real atentan una vez más contra el ideal: la extraña y arbitraria bicromía de la obra habría, sin duda, suscitado la cólera homérica del coriáceo, intratable y genial Alberto Burri.

Burri perteneció a aquella estirpe de fascistas italianos que tuvo el valor y el orgullo de jamás desdecirse. Había creído en la Italia de Mussolini —médico militar, fue voluntario en África— y sufrido en carne propia la humillación de la derrota —capturado, purgó condena en un campo de prisioneros de guerra en Hertford, Texas. Fue allá, durante el cautiverio, donde se descubrió pintor —aunque su innovador lenguaje plástico no se desarrollaría sino de vuelta a su patria, humillada y hecha trizas: la Italia de posguerra. Políticamente, Burri optó por el silencio. Volcado en la materia, hizo lo suyo con empecinamiento y vigor: maltratar la Pintura para, así, redefinirla.

Il Cretto, la más descabellada, desmesurada e impersonal de sus creaciones, nunca es —constato al recorrer sus austeros pasadizos, de mañana y en son de despedida— cabalmente el mismo. El sol se entretiene en sus incontables superficies, perfiles y vértices ofreciendo —delectatio morosa— un juego de luz y sombra en gradual y constante evolución. (La mirada, indefectiblemente atrapada en el presente, pena para advertir tan demorado jugueteo.) Imposible no pensar, al deambular por sus insensatos y austeros callejones, en el legendario laberinto de otra isla mediterránea.... Aunque el de Burri, a diferencia de aquél, es un laberinto vano —sus arterias todas son salidas; desembocan al monte y sus matorrales. Es un un dédalo sin centro, sin Minotauro.

Opto, entre mil salidas, por alguna. Donde el cemento acaba, los cardos, siempre a la defensiva, rasguñan el aire de la tarde.

Habrá que volver en un brumoso día de invierno para enmendar o ratificar lo dicho.

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Autor >

Alain-Paul Mallard

Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.

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