El balón y la pluma
Una temporada muy literaria
A finales de los años 40, el fútbol ya superaba en popularidad a los toros. Los escritores Wenceslao Fernández y Josefina Carabias retrataron el ambiente en las gradas de la época
Miguel Ángel Ortiz Olivera 29/02/2020
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A finales de la década de los cuarenta, ya no había dudas: el balón le ganaba a los toros el partido por goleada. El fútbol se había convertido en la nueva fiesta nacional. El opio que más gustaba al pueblo. Los héroes ya no lucían capa y espada, sino botas y guantes. Ya no brillaban en la arena por sus trajes de luces, sino por sus goles. Y los cronistas se acercaban a los estadios para narrar aquel cambio sociológico. La última campaña de esa década tuvo dos espectadores de lujo; dos escritores que, hasta entonces, solo habían tenido ojos –y adjetivos– para los toros: el escritor Wenceslao Fernández Flórez y la periodista Josefina Carabias. Ambos acudieron a Chamartín y el Metropolitano, pero sus visiones sobre el fútbol no tuvieron nada que ver.
Un hombre de toros, al estadio
Wenceslao Fernández Flórez se tomó el fútbol con guasa. Solo había que ver a su quijotesco personaje, Héctor Pelegrín, embutido en un ridículo jersey rojo de chándal y con unos pantalones cortos que dejaban al descubierto sus escuálidas canillas. Ni siquiera el poblado bigote –al estilo de los viejos sportmen– le otorgaba la virilidad suficiente para que lo respetaran sus alumnos de Educación Física.
El sistema Pelegrín, publicado en 1949, combinaba humor y fútbol: como al famoso hidalgo, a Pelegrín se le tuercen todas las aventuras, sobre todo las futbolísticas. A pesar de esforzarse por crear un equipo competitivo con sus alumnos para enfrentarse con otro colegio, el día del crucial partido, una turba enfurecida termina persiguiéndole para afeitarle el bigote porque ha ejercido de árbitro y ha anulado un gol clarísimo al equipo del colegio rival. Entre aventura y desventura, no obstante, Pelegrín reflexiona con acierto sobre el fútbol: “En todo partido hay dos pugnas: la que se ve en el terreno del estadio, con jugadores de carne y hueso [...] y la que no se ve”, piensa. “Esta última es la verdaderamente epopéyica y extraordinaria, risible y penosa a un tiempo: la de las almas”.
La dictadura se apropió del balón y, en los círculos sociales, se miraba con recelo a los escritores que acudían al estadio
Aunque el fútbol había entrado en la órbita de la novela antes de la guerra –el propio Wenceslao Fernández había publicado El ladrón de glándulas en 1929–, los intelectuales le dieron la espalda durante el franquismo. La dictadura se apropió del balón y, en los círculos sociales, se miraba con recelo a los escritores que acudían al estadio. Pero no fue su caso. Wenceslao Fernández decidió ir, durante una temporada, a Chamartín y al Metropolitano para constatar que el fútbol se había convertido en el fenómeno social más importante. Aunque lo suyo eran los toros: “Es peor que el de los toros”, escribió sobre el público la primera vez que pisó un estadio. “Es injusto, apasionado, esclavo de sus devociones, intransigente y propenso al insulto y hasta a la agresión”.
Publicó sus disparatadas impresiones en una serie de artículos reunidos en De portería a portería, donde explicó el fútbol con la lucidez del que lo ve por primera vez a pesar de que –como él decía– comentarlo le sobrecargase el encéfalo. No soportaba que le echasen el humo del puro en la cara. No retenía los nombres de los futbolistas. Tampoco distinguía entre escudos o camisetas. Ni tan siquiera entendía la estúpida regla del fuera de juego. Pero, tras un par de partidos, se dio cuenta de cuál era la verdadera esencia del juego: “El balón representa una riqueza” escribió.
Le enorgullecía haber recibido cartas de futbófilos ingleses que coleccionaban sus textos, pero los halagos del público no influyeron en sus opiniones: “La pasión futbolística es un acento colocado en alguna sílaba de la decadencia de nuestro siglo”, aseguró.
Los vicegoles de Wenceslao Fernández
Con los partidos, Wenceslao Fernández llegó a la conclusión de que los hinchas no acudían al estadio para ver un espectáculo, sino a por su ración semanal de goles. Y no solo los hinchas los codiciaban; también las grandes naciones del mundo. Eran tan necesarios como el trigo, el caucho, la gasolina o el algodón. Y los futbolistas, como productores de puntapiés, se habían incorporado a una nueva industria que revolucionaría la economía: la del gol.
Pero ¿por qué se pagaba a precio de oro algo “inmaterial o inaprensible, que apenas consiste en la brusca entrada en la red de una pelota que ni siquiera va a permanecer allí”? Una delgada línea separaba el acierto del error. Había jugadas calcadas que deberían acabar en las mallas pero, por una azarosa razón que no lograba desentrañar, no subían al marcador. ¿Qué pasaba con los goles que no entraban? ¿Dónde acababan los que se estrellaban contra el travesaño?
Fernández siempre prefirió los vicegoles a los goles: lo que pudo ser y no fue contenía más poesía que lo que simplemente fue
La emoción no solo residía en el gol, también en la ocasión perdida, en el balón que salía lamiendo el poste cuando el público, con los brazos en alto y el corazón encendido, ya lo celebraba. Entonces surgían los ayes, se multiplicaban los suspiros, venían las lamentaciones por lo que no fue pero estuvo a escasos milímetros de ser. ¿Dónde iban a parar esos no goles? Wenceslao Fernández nunca encontró una respuesta, pero los bautizó como ‘vicegoles’: “Este fenómeno carece de denominación propia en el fútbol”, escribió, “y yo tengo un gran placer en condensarlo en una sola palabra, de la que hago regalo para contribuir al esplendor del deporte”.
Wenceslao Fernández siempre prefirió los vicegoles a los goles: lo que pudo ser y no fue contenía más poesía que lo que simplemente fue. Los vicegoles pertenecían al mundo de la literatura. O quizás fue que se tomó el asunto de los goles con su habitual guasa. Como cuando le preguntaban por la posición que elegiría en un hipotético partido y él contestaba que de guardameta, únicamente por llevar la contraria a los que querían hacer goles.
Una mujer en el estadio
Josefina Carabias se convirtió en periodista para llevar la contraria a todos aquellos hombres –por llamarlos de alguna manera– que consideraban que las mujeres no servían para el oficio de las palabras. Y llegó hasta a tener funciones similares a las de sus compañeros masculinos, en una época en la que las mujeres estaban relegadas a colaboraciones puntuales. Le venía de casta: ya le había plantado cara a su padre antes de abandonar su casa para irse a Madrid a estudiar la carrera de Derecho.
Las mujeres que acudían al campo, por aquel entonces, no tenían voz como sucedía en otros ámbitos de la vida. Hasta que, en 1950, Josefina Carabias publicó La mujer en el fútbol, una recopilación de los artículos que había escrito para el periódico Informaciones. Imitando a Wenceslao Fernández, Carabias también acudió aquella temporada a Chamartín y el Metropolitano para entender qué locura era aquella del fútbol. Y también escribió sobre su experiencia. Aunque a Carabias tampoco le apasionaba demasiado lo que sucedía en el césped: “Si yo dispusiera de un sociólogo de confianza le pediría que me explicase la razón de que el fútbol apasione tanto a las mujeres”, escribió.
Ellas también se desahogaban de los problemas domésticos insultando al árbitro. También tenían derecho a desfogarse gritando a los jugadores
Enseguida se dio cuenta de que ninguna de las virtudes socialmente atribuidas al género femenino se encontraban en las gradas. Ni ternura, ni abnegación, ni sentido práctico o económico. Más bien, todo lo contrario: se oían insultos, todo eran egoísmos y la entrada costaba una fortuna. Tampoco había similitudes con los tendidos, que había frecuentado más a menudo. A los toros, las mujeres acudían con sus mejores galas para lucirse, mientras que al estadio incluso Carabias iba de “trapillo”. Para qué arreglarse: los campos de fútbol, al fin y al cabo, no eran lugar para el amor. Los hinchas habían entregado su fidelidad a unos colores, y esos votos eran más sagrados que los del matrimonio.
Aun así, muchas mujeres no resistían el impulso de endomingarse con sus mejores galas. “Los estadios son los lugares donde se ve un porcentaje mayor de mujeres guapas y distinguidas”, anotó Carabias. Sin embargo, se dio cuenta de que debajo de aquellas suntuosas pieles y sombreros, se escondían mujeres que acudían al estadio a ver lo que sucedía en el césped, no a que las contemplasen.
Solo había que esperar a que el árbitro pitase para comprobarlo. Aquellas mujeres entraban al estadio como si fueran a una conferencia de Ortega y Gasset pero, una vez el balón comenzaba a rodar, se transformaban en seres irracionales: “Las mujeres en el fútbol”, concluyó Carabias, “perdemos los estribos como en ningún otro sitio”.
Más que una nueva terapia conyugal
Durante aquella temporada, Josefina Carabias compartió localidad con todo tipo de mujeres. Todas diferentes, pero que se comportaban bajo un mismo patrón: “como legionarios dispuestos a asaltar la trinchera enemiga”. Las aficionadas eran más radicales y peligrosas que sus congéneres; y tan apasionadas que solían desmayarse en los momentos de tensión.
Los hombres, en las gradas, se jactaban de que las mujeres habían comenzado a ir al fútbol para controlar a sus maridos. Sin embargo, la realidad era que, después de vivir un partido en el estadio, habían terminado enganchadas a su opio. Ellas también se desahogaban de los problemas domésticos insultando al árbitro. También tenían derecho a desfogarse gritando a los jugadores.
A dejar sus problemas en la localidad. A olvidarse de la rutina. Bien mirado, reflexionó Carabias, “el fútbol ayuda mucho a soportar la vida conyugal”. La casa podía convertirse en un infierno para sus amas. Era verdad que, tras un domingo en el estadio, regresaban al hogar con ánimos renovados para enfrentar una nueva semana. Pero Carabias advertía –con su habitual ironía–, a las aficionadas que tantos domingos debían conformarse con un insulso empate: “Las amas de casa no debemos añadir a nuestros habituales disgustos domésticos uno más”.
Además, con los partidos, se dio cuenta de que las gradas no eran un sitio seguro. Carabias recibió rodillazos, pisotones, empujones, le clavaron miradas de odio y más de un codazo a traición. Ni los merengues en Chamartín ni los colchoneros en el Metropolitano se fiaban de ella. Unos, porque habían reconocido su foto en la columna de Informaciones y no querían infiltradas. Otros, porque no se creían que su equipo fuese el Arenas de San Pedro F.C., como ella perjuraba. Aun así, Carabias acudió a ambos estadios durante toda la temporada. Y pudo contarlo. “Eso es precisamente lo simpático del fútbol”, escribió, “que nunca llega la sangre al río”. O casi nunca.
Carabias aprendió que no era necesario entender el fútbol para disfrutarlo, como tampoco se precisaba saber mucho de fútbol para describirlo bien. Poseía un privilegiado oído con el que captó los sonidos de la grada. Su esencia. Su gente. Al principio de aquella temporada, más de un domingo había abandonado el estadio sin enterarse de nada; sin embargo, con cada nuevo partido aprendió una nueva lección. “Crea usted que yo sé mucho de fútbol y todo lo he aprendido, no mirando a los jugadores, sino oyendo a mis vecinos de localidad, que son los que juegan como es debido”, confesó.
A los artículos de Josefina Carabias, no obstante, les faltó la garra que siempre demostró a lo largo de su vida en un mundo de hombres. La mujer en el fútbol dio voz a las mujeres que poblaban las gradas, pero las caricaturizó en exceso. “En el fútbol me siento un poco Quijote”, escribió Carabias. Y esa actitud, en el partido entre sexos, podría haberla convertido en la capitana de un equipo necesitado de goles para remontar un resultado que, a principios de los cincuenta, ya era muy adverso. El fútbol, ya en aquel entonces, era más que una nueva terapia conyugal.
A finales de la década de los cuarenta, ya no había dudas: el balón le ganaba a los toros el partido por goleada. El fútbol se había convertido en la nueva fiesta nacional. El opio que más gustaba al pueblo. Los héroes ya no lucían capa y espada, sino botas y guantes. Ya no brillaban en la arena por sus trajes de...
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Miguel Ángel Ortiz Olivera
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