ARTE
Una mujer en la ventana
Siempre ha estado ahí, pero es la primera vez que el mundo entero está en ella. Igual, si le preguntamos, nos ayude a entender algo más del lugar donde nos encontramos ahora
Esther Marín 19/04/2020
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La imagen que ha seducido a más artistas de todo el mundo desde hace siglos es precisamente esta que hoy nos representa a todos. Pintores como Salvador Dalí o Edward Hooper, cineastas como Sofía Coppola, escritoras como Joyce Carol Oates o Carmen Marín Gaite han sido hechizados por la mujer de la ventana ¿Por qué esa fascinación?, ¿cuál es su misterio?
Desde un interior austero, una mujer mira a través de la ventana. Sigo las pistas en su cuerpo, sus ropas, en su extraña pose, en lo que la rodea. Todo es la misma cosa. Los mismos azules y el mismo soplo de aire mueven las olas serenas del Cadaqués de Dalí, del visillo, del pelo y de la ropa de su hermana. Pero no. La respuesta no está allí.
Permanece alejada de la ventana aletargada en un sillón o en la cama mirando al vacío, o su entusiasmo aparece cortado por una línea vertical que la separa del exterior, como la mujer retratada tantas veces por Edward Hooper. Y sabemos que ella siempre esperará cinco minutos más en una habitación que odia y que el sol de la mañana no traerá nada bueno porque, además, Joyce Carol Oates nos contó esa historia en un largo poema con nombre de tiempo.
Una muralla de edificios se reflejan en la ventana o le tapan el horizonte como en las fotografías de Hasisi Park o Shaun Downey. El interior está vacío y la mujer de Tina Hillier, casi imperceptible tras la cortina, se pega al cristal como si quisiera traspasarlo. Pero la luz solo llega del exterior, a donde miran las mujeres de la fotógrafa Anna Aden o la del pintor alemán Caspar David Friedrich.
Charlotte se encoge abrazando sus piernas, empequeñecida delante del enorme ventanal con vistas a Tokio en la película de Sofía Coppola, y se agolpan entumecidas en la ventana las cuatro hermanas de sus vírgenes suicidas.
Desde su ventana, Carmen Marín Gaite cose palabras, novelas, ensayos y hasta un cuento ventanero, conversa con su madre, como otrora Rosalía con la sombra de la suya. La ventana era el ancla, decía la salmantina, el centro de la casa desde donde se tejían los viajes, las historias; el punto de fuga del pensamiento.
La mujer sufre y casi odia al sol que hace brillar las mimosas amarillas en la Cautiva primavera de Arthur Hacker; ha abandonado el paño que cose (¡cuántas tejedoras miran por la ventana!) y sueña, como la mujer pintada por Elizabeth Okie Paxton, por Gustave Leonard de Jonghe o Salvador Dalí.
Pero el verdadero protagonista de la escena no está allí. Allí solo hay una pregunta. Y esa mujer que se asoma a la ventana, admirada por algunos y convertida en obra de arte, tiene la propiedad de llevarnos a otro lado. Ella es la portadora de la expectativa, de la sugerencia, de la promesa o el misterio. Por ella es que existen las historias, el pensamiento y la imaginación. Provoca en quien la observa una incógnita, ¿qué piensa? ¿qué va a pasar?, ¿dónde está en realidad esa mujer?
Vivimos días que son esa mujer mirando a través de la ventana, la potencia insólita de la incertidumbre y la extrañeza tangibles como nunca antes en la narración de nuestra existencia.
Todos somos ella, esa mujer históricamente reincidente y solo visible por la complicidad del artista, tan apartado del ruido como ella: la mujer que habita en un espacio diferente al que mira. Desde allí, espera, anhela o teme lo que no está en su mano, y crece, se mueve (sí se mueve) en la introspección. Encerrada o protegida, cobarde o escondida, invisible u omnisciente, resignada o cómoda, intrigante u observadora, contenida o prudente, neurótica o soñadora, paciente o desesperada. Todos somos ella ahora y en algún momento de toda esta letanía tenemos que darnos cuenta de ello.
Esa mujer que se ha forjado un puesto en el imaginario colectivo ha permanecido siempre de alguna manera dentro de todos nosotros. Era ella la que aparecía siempre que no podíamos controlar el rumbo de nuestras vidas, cuando delegábamos en otro, cuando no podíamos hacer más que esperar, más que pensar, más que temer o desear, cuando ‘no podíamos’ pero, sobre todo, cuando éramos conscientes de ello. Y de pronto ha erupcionado y está aquí, espléndida, ufana, en medio de todos nosotros. Y es que ¡llevamos tanto tiempo ensayándola! Siglos corriendo, buscando (y, en realidad, huyendo de) lo que ella ya había encontrado.
Hoy, esa mujer de la ventana, la señora de los interiores, por primera vez es lo social, el foco de atención, lo heroico y el aplauso.
Hoy todos somos ella observando la vida a través de la ventana del ordenador, del libro, del móvil, de esa ventana ambivalente que es a la vez posibilidad y límite, separados de la vida por ella, protegidos de la vida por ella; desde allí quizá tiremos la piedra en algún momento y volvamos a replegarnos.
Quizá hoy somos esa mujer mirando por la ventana dejando que sus pensamientos se deshagan en la humedad del aire como quien extiende una enorme sábana blanca. Descubriendo tal vez algo allí de encomiable valor, algo perdido u olvidado. Solo por eso vale la pena ser ahora la mujer de la ventana.
Pero quizá seamos esa mujer y simplemente sigamos como siempre: esperando que alguien querido nos llame, esperando que nos llame alguien querido (que no es lo mismo), esperando que algo o alguien te divierta, te estimule, te informe, te ayude. Esperando que algo venga por fin a cambiarnos la vida, que algo realmente insólito ocurra y ya nuestra vida nunca vuelva ser la misma. Que ocurra por fin y no seamos responsables de ello.
La imagen que ha seducido a más artistas de todo el mundo desde hace siglos es precisamente esta que hoy nos representa a todos. Pintores como Salvador Dalí o Edward Hooper, cineastas como Sofía Coppola, escritoras como Joyce Carol Oates o Carmen Marín Gaite han sido hechizados por la mujer de la...
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