LA LECTORA COMÚN (VI)
La escritora pequeña
Sin darme cuenta lleno páginas con nombres de mujeres que, a pesar de su talentosa pluma, se han visto arrastradas al silencio y al olvido
Carmen G. de la Cueva 21/02/2020
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Hay un texto de Natalia Ginzburg que me resulta hermoso y terriblemente triste, Mi oficio. En él, la autora confiesa que, cuando escribe, suele pensar que es alguien muy importante, una gran escritora. Pero que en un rinconcito de su alma guarda la certeza de lo que de verdad cree ser: “Una escritora pequeña, muy pequeña”, una escritora tan pequeña como “una pulga o un mosquito”. Desde que leí Las pequeñas virtudes hace años, volumen donde se incluye este texto, la idea de la escritora pequeña no se me ha ido de la cabeza. Sin darme cuenta lleno páginas de nombres con posibles candidatas a “escritora pequeña”, muy pequeña, mujeres que, a pesar de su talentosa pluma, se han visto arrastradas al silencio y al olvido. Autoras que han tenido que luchar durante toda su vida contra el síndrome de la impostora, contra una voz temblorosa.
Una de ellas podría ser, por ejemplo, Mada Carreño. Hace escasas semanas se publicaron por primera vez en España sus memorias del exilio Los diablos sueltos (Renacimiento, 2020), con la colaboración de la investigadora Josebe Martínez. Mada Carreño es una firme candidata a escritora pequeña. Ni siquiera sabía de su existencia hasta hace apenas un mes. Cuando Josebe Martínez estaba haciendo su tesis doctoral, se plantó en el Ateneo español de la Ciudad de México con la voluntad de rescatar a algunas escritoras pequeñas. Una de ellas fue Mada Carreño que le entregó en las manos un ejemplar de la primera y única edición de sus memorias, un libro publicado en México en 1975 y que ganó el Premio literario Magda Donato –otra escritora pequeña quizá–, y el diario que escribió durante su exilio, germen de Los diablos sueltos.
Hace unos días, en la librería sevillana La Fuga, nos reunimos unas cuantas mujeres, investigadoras, detectives en busca de la obra oculta de muchas escritoras pequeñas, para hablar de Mada Carreño y de autoras españolas que tuvieron que exiliarse. Yo conocía la obra de algunas de esas mujeres –Luisa Carnés, Elena Fortún, María Zambrano, Rosa Chacel, María de la O Lejárraga, Victoria Kent, entre otras muchas–, pero desconocía la de dos que se nombraron: María José de Chopitea y Silvia Mistral. Para mí no existían, eran como personajes de una novela.
Josebe Martínez nos contó que estas tres mujeres –Mada Carreño, Silvia Mistral y María José de Chopitea– tenían varias cosas en común: comenzaron a escribir en periódicos y revistas en plena guerra civil, publicaron su primera obra (las tres, una primera obra autobiográfica) ya en el exilio y terminaron dedicándose a la literatura infantil. Para mí son como piezas perdidas de un puzle, el puzle de la diáspora. Si la obra memorialística de Chacel y Lejárraga, por ejemplo, está descatalogada, si hace apenas tres años que comenzamos a leer a Carnés, si para encontrar los libros de Zambrano o Kent hay que hacer un periplo por las bibliotecas, ¿cómo vamos a poder leer la obra de tres autoras que publicaron al otro lado del océano hace más de medio siglo?
Mada Carreño, Silvia Mistral y María José de Chopitea tenían varias cosas en común: comenzaron a escribir en prensa en plena guerra civil, publicaron su primera obra en el exilio y terminaron dedicándose a la literatura infantil
Es poco lo que he podido encontrar de sus vidas. Mada Carreño nació en Madrid en 1914 y, al estallar la guerra, según le contó a Martínez, escapó de su casa para ir al frente como periodista de las Juventudes Socialistas Unificadas. Allí conoció al también escritor Eduardo de Ontañón y estuvieron casados desde 1938 hasta 1948. Juntos se exiliaron a México y fundaron la editorial Xóchitl, dedicada a publicar la obra de los refugiados españoles. Cuando llegó a Ciudad de México, no tenía más que la ropa que llevaba puesta y su diario con todas las notas que había tomado durante la guerra y los primeros años de exilio. Después de divorciarse de Ontañón, se casó con Antonio Sesín Huri y tuvo dos hijas, Maura y Saide. Mada fue albacea de la obra de Magda Donato y murió en México en el 2000.
María José de Chopitea nació en Barcelona en 1915. Durante la Guerra Civil trabajó como telefonista en el Hotel Majestic y fue voluntaria en el Hospital General. En enero de 1939, cruzó la frontera y tras pasar por París y Ginebra, embarcó en Burdeos hacia México. En los primeros años de su exilio, colaboró como periodista en distintas publicaciones y trabajó como traductora y correctora. Publicó en 1954 en México su primera novela Sola, un relato autobiográfico sobre los refugiados españoles en Europa. Posteriormente, publicó Guieshuba. Jazmín del Istmo, ensayo antropológico que tuvo mucha difusión en México. No he conseguido encontrar la fecha de su muerte. Pero sé que nunca regresó a España.
Hortensia Blanch Pita, conocida con el seudónimo de Silvia Mistral, nació en La Habana en 1914. Durante la guerra colaboró como periodista en La Vanguardia. En 1939, se refugió en Gard, un pueblo francés, donde comenzó a escribir su libro Éxodo. Diario de una refugiada española, que se publicó en la prensa por entregas y acabó editado completo en México en 1940 con un prólogo de León Felipe. Los pocos datos biográficos que he encontrado sobre Mistral dicen que “el bálsamo le llegó con sus hijos y después con sus nietos”. Tampoco volvió nunca a España y murió en México en 2004. Su diario se editó en España en 2009 en la editorial Icaria y, aunque hoy está descatalogado, di con un ejemplar en una biblioteca y contiene entradas como esta del 22 de febrero de 1939 que quitan el aliento: “Llueve continuamente, sin descanso, día tras día. Las mujeres, con un afán, loco, buscamos por los campos de concentración a los familiares perdidos […] Uno mira el paisaje y solamente ve olivos y perros tuertos”.
En el prólogo de Los diablos sueltos, se incluyen fragmentos de una entrevista que le hizo Josebe Martínez donde Carreño confiesa que “nosotras, las mujeres, en general, empezamos a escribir vergonzosamente, en secreto, sin confiar en lo que hacíamos, y en el exilio no hicimos grandes esfuerzos por ser reconocidas. Escribir debe ser una profesión y nosotras nunca la aceptamos como tal… Además, pasé mi vida perdiendo el tiempo (es un decir) dedicada a otros”. Decía Ginzburg que lo importante no es sentirse una gran escritora o una escritora pequeña, sino tener la convicción de que la escritura es, justamente, un oficio, una profesión que se hará toda la vida. Me entristece la idea de que Carreño, Chopitea y Mistral nunca pudieran ver su escritura como un oficio, como una profesión a la que entregarse.
Ginzburg reconoce que muchas veces escribía deprisa, tan deprisa como si tuviera miedo de que se le escaparan las palabras. La explicación que encontró a esa urgencia fue que, al tener hermanos mucho mayores que ella, cuando era pequeña y hablaba en la mesa, mientras todos comían, siempre la mandaban a callar. “Así”, escribe, “me acostumbré a decir siempre las cosas deprisa, precipitadamente y con el menor número posible de palabras, siempre con miedo de que los demás continuaran hablando entre ellos y dejaran de prestarme atención”. Imagino a Mada, María José y Silvia nostálgicas y aisladas, no solo del tiempo y de la geografía, sino lejos de aquella tierra a la que una vez llamaron casa, rendidas ante el deber de cuidar a los otros. Quizá, de pequeñas, las mandaban a callar con frecuencia y en cuando comenzaban a paladear la libertad de la República, la guerra comenzó a llevarse sus vidas por delante. Quizá nadie creyó nunca en ellas lo suficiente como para darles la oportunidad de creer en ellas mismas.
En Desde el amanecer. Autobiografía de mis primeros diez años, Rosa Chacel reflexiona acerca de lo poco práctica que puede llegar a ser la carrera artística de una mujer porque, “si no se es un genio, ya se sabe, el final es la bohemia. Y una mujer, ¿cómo abrirse paso una mujer? Nadie toma en serio a una mujer artísticamente… El tema brotaba en cualquier momento; en la mesa, en las conversaciones mezcladas a los quehaceres domésticos, mientras se cosía o se planchaba; mientras se pelaban las judías verdes o se escogían las lentejas”.
Todas estas autoras se empeñaron en reconstruir obsesivamente su pasado, nuestro pasado, igual que muchas veces yo, obsesivamente, me empeño en seguir las migas, buscar en los papeles, hacer memoria para enmendar la vida de una y otra y otra pequeña –gran– escritora.
Hay un texto de Natalia Ginzburg que me resulta hermoso y terriblemente triste, Mi oficio. En él, la autora confiesa que, cuando escribe, suele pensar que es alguien muy importante, una gran...
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Carmen G. de la Cueva
Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.
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