La lectora común (VII)
Por qué leo a mujeres
En este momento preciso de mi vida, justo en este momento de soledad absoluta, de noches insomnes y precariedad, necesito las vidas de ellas, sus cuerpos, sus historias, sus maneras de mirar
Carmen G. de la Cueva 21/03/2020
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Uno de los últimos libros que he leído con verdadera admiración y curiosidad es Proscritas. Cinco escritoras que cambiaron el mundo (Alba, 2020) de Lyndall Gordon, en traducción de José C. Vales. En el capítulo dedicado a Virginia Woolf, Gordon cuenta que la autora «siempre anduvo tras la pista de los vacíos y las zonas oscuras de las gentes del pasado» y, quizá por eso, su primera tentativa de escritura profesional fue un texto sobre su peregrinaje a la casa de la familia Brontë, en Haworth, que escribió en la casa de su tía Caroline Stephen. Woolf se preguntaba si su «amiga Charlotte» seguiría siendo la misma. Incluso, animada por la esperanza de encontrar en aquella casa las huellas de alguna de las hermanas, miró en el hueco de la escalera donde Emily ataba a su perro Keeper cuando se atrevía a dormir en su cama. En el artículo, publicado en diciembre de 1904 en el suplemento femenino de un periódico parroquial llamado The Guardian, Woolf confesaba su emoción al encontrar un pequeño taburete de roble «que Emily se llevaba cuando iba a dar sus solitarios paseos por los páramos y en el que se sentaba, si no para escribir, como dicen, al menos para pensar». He leído con pasión y esmero a Virginia Woolf, pero desconocía completamente este artículo que demuestra, una vez más, su interés por seguir las migas de pan como muchas hacemos hoy con ella: peregrinamos a Monk´s House y contemplamos extasiadas aquel ajado escritorio con vistas al jardín donde todavía reposa su pluma.
Es en los libros escritos por mujeres donde encuentro el impulso de vida que es lo que me lleva a leer. En cierta manera, cuando las leo, siento que me hablan a mí, algo que no me suele ocurrir cuando leo a un autor hombre
Desde que comencé a publicar artículos –y a comentar públicamente mis gustos literarios–, no han sido pocas las personas que se han acercado a mí con la eterna y clásica pregunta de “por qué solo leo a mujeres”. En su mayoría, han sido hombres los que me han hecho notar esta cuestión que, aparentemente, les parece muy preocupante. Con más o menos pericia me han animado a leer a hombres y a no dejarme seducir por lo que muchos consideran “una moda” o “una marea” feminista. Imagino que si lo definen así deben de pensar que es algo que, como el agua del océano, fluctúa, sube y baja, avanza y retrocede. Unas veces, con el ánimo encendido, procedo a argumentar las razones que me llevan a leer a mujeres. Otras, me limito a callarme para no acabar a guantazos. Soy, demasiadas veces, una pesada contrincante.
Pero siempre acabo dándole vueltas cuando voy de camino a casa si la charla ha tenido lugar en un bar o librería o cuando cierro el portátil en el caso de que las dudas acerca de mi criterio como lectora las haya sembrado un periodista en una entrevista. Y me pregunto: si todos las obras que leo hubieran sido escritas por autores varones, ¿me lo habrían hecho notar? Siempre he leído a más autoras que autores, desde que tengo memoria; empecé con Louisa May Alcott y Jane Austen, seguí con Sylvia Plath, Alejandra Pizarnik o Carmen Laforet y hasta ahora, a mis treinta y cuatro años, confieso que es en los libros escritos por mujeres donde encuentro el impulso de vida que es lo que me lleva a leer. En cierta manera, cuando las leo, siento que me hablan a mí, algo que no me suele ocurrir cuando leo a un autor hombre. Y en este momento preciso de mi vida, justo en este momento de soledad absoluta, de noches insomnes y precariedad, necesito las vidas de ellas, sus cuerpos, sus historias, sus maneras de mirar. Llamémoslo instinto, llamémoslo sentir una mano en el hombro. O llamémoslo buena literatura. ¿Acaso Valeria Luiselli o Vivian Gornick o Margaret Atwood o Edna O´Brien o Elena Ferrante o Siri Husdvedt no están escribiendo en estos momentos libros cruciales para entender nuestra época? La reparación histórica, en el caso de estar dándose, les corresponde a las editoriales, a los programas académicos. No niego que hay cierta vocación por la búsqueda y el rescate, por completar los huecos de una historia literaria que ha dejado las obras de las mujeres en las profundidades de la tierra. Sin embargo, los lectores, las lectoras comunes como yo, lo que estamos haciendo es disfrutar con tanta variedad de historias y vidas, con tantos relatos de todas esas vidas pequeñas, muchas veces consideradas insignificantes y secundarias, que se han quedado en los márgenes de la literatura.
Si he dejado de leer a Michel Houellebecq, por ejemplo, o a Mario Vargas Llosa o a Javier Marías, no será por desdén o castigo, sino por aburrimiento
En Expuesta. Un ensayo sobre la epidemia de la ansiedad (Alpha Decay, 2019), Olivia Sudjic afirma que limitar la diversidad de voces está profundamente arraigado en las narrativas patriarcales. Y eso es lo que yo sigo pensando cuando, por ejemplo, abro un suplemento literario: la ausencia de diversidad de voces y el género masculino de la mayoría de estas. Si he dejado de leer a Michel Houellebecq, por ejemplo, o a Mario Vargas Llosa o a Javier Marías, no será por desdén o castigo, sino por aburrimiento. Poco hay en sus últimos libros que me pueda atraer ni temática ni literariamente. Sin embargo, en una jovencísima Sudjic (1988) encuentro una reflexión que conecta conmigo, con cuestiones que como escritora y lectora llevo planteándome los últimos años: «En ocasiones, leo para sentirme viva desde una distancia de seguridad. A través de Ferrante, Cusk, Offill, Lispector, Nelson y Kraus, puedo experimentar el temor de la exposición de manera indirecta, verme a través del prisma de otra o ver mis propios pensamientos enajenados. Viéndolo así, desde fuera, siento que se ha conquistado algo. Es una sensación convincente que puede hacer que desee buscar a la autora del libro para decirle: “A mí también”». Cuanto más leo a mujeres, más quiero leerlas.
Me resulta inevitable volver a Virginia Woolf porque muchas de estas cuestiones ya las expuso ella lúcidamente en Un cuarto propio (1929). ¿Cómo no voy a estar leyendo ahora mismo a más mujeres, a autoras que nos brindan sus historias como parte de una cadena de vida que va mucho más atrás? El día que Woolf decidió ver qué habían escrito las mujeres en los tiempos isabelinos, no encontró nada. Ella sabía bien que son las condiciones materiales las que han determinado históricamente por qué las mujeres no han escrito o no han escrito tanto, por qué hay vacíos oscuros y profundos en la historia literaria que todavía estamos intentando llenar. «La novela», escribió, «el trabajo imaginativo, no se desprende como un guijarro, como puede suceder con la ciencia; la novela es como una telaraña ligada muy sutilmente, pero al fin ligada a la vida por los cuatro costados. A veces apenas se percibe la ligadura; las obras de Shakespeare, por ejemplo, parecen suspendidas por sí solas, completas y autónomas. Pero basta tirar de la telaraña en los bordes o desgarrar el centro para recordar que esas telas no han sido tejidas en el aire por seres incorpóreos, sino que son el trabajo de criaturas dolientes, y que están ligadas a cosas burdamente materiales, como la salud y el dinero y las casas en que vivimos».
Woolf inventa a Judith, la hermana de Shakespeare, una joven que, empujada por su vocación, dejó la casa familiar, se lanzó a probar suerte en Londres y acabó suicidándose una noche de invierno. Judith podría yacer enterrada bajo alguna de las anónimas aceras de Elephant and Castle. Dijo Woolf que cada historia que leemos sobre una bruja tirada al agua o una mujer poseída por los demonios o una curandera que vendió hierbas a la madre de un hombre célebre puede ser la historia de una novelista o una poeta, una «Jane Austen muda y sin gloria, una Emily Brontë rompiéndose los sesos en el páramo o recorriendo con desolación los caminos, trastornada por la tortura de su genio». La literatura que permanece oculta, la que se escribió y nunca leímos y también la que nunca se escribió forma, una vez más, una telaraña ligada a la vida de todas las escritoras mudas.
Mi vocación de lectora común me lleva a leerlas a ellas, a citarlas, a nombrarlas y a recomendarlas. Lo que más me interesa en los últimos años, lo que busco incesantemente en los libros que leo y releo es explorar los abismos a los que se enfrentan las mujeres que escriben. El “a mí también” de Sudjic me interpela porque mi educación literaria y mi educación sentimental han recorrido caminos paralelos que han tardado años en encontrarse: mientras leía a los “grandes autores” en la escuela y en la universidad, las mujeres de mi entorno me ofrecían enseñanzas que los libros nunca han considerado legítimas. Si por una vez en la historia de la literatura las obras que escriben las mujeres están en primer plano abordando cuestiones que no han tenido demasiada cabida hasta ahora –la maternidad, los cuidados, los afectos, la violencia sexual– la necesidad de leerlas me arrastra irremediablemente. Porque desde que leí hace años La loca del desván de Sandra Gilbert y Susan Gubar tengo muy presente aquello de que «las mujeres padecerán en silencio hasta que se creen historias que les otorguen el poder de nombrarse a sí mismas».
No leo para buscar confort o satisfacción personal, no leo apoltronada en el sillón de la complacencia, sino que leo de pie, caminando por la calle, con el ensordecedor traqueteo del autobús. Leo para incomodarme. Hay desdichas que tienen arreglo, como la de leer a autoras que han sido borradas, silenciadas o fragmentadas. No me parece que su ausencia en la historia literaria pueda considerarse un hueco más –verlo así me resulta casi una frivolidad, apreciación digna de un lector privilegiado– sino un enorme sesgo que ha empobrecido llamativamente el abanico de lecturas y experiencias posibles. Hay toda una estructura ideológica que ha reconocido y valorado la creación de los hombres en detrimento de las obras escritas por mujeres. No es un hueco, no es una profundidad desatendida, es una injusticia histórica que ni siquiera ahora comienza a repararse.
En definitiva, la pregunta que cabe hacerse ahora es cómo no voy a leer a mujeres si están escribiendo la mejor literatura. Supongo que la historiadora británica Mary Beard tiene razón cuando dice que todavía sucede muchas veces que cuando los oyentes escuchan una voz femenina, no la oyen como una voz de autoridad porque no han aprendido a oír la autoridad en ella. O como escribió la poeta Emily Dickinson: «Disimular –es un trabajo corrosivo– / para ocultar lo que somos».
Uno de los últimos libros que he leído con verdadera admiración y curiosidad es Proscritas. Cinco escritoras que cambiaron el mundo (Alba, 2020) de Lyndall Gordon, en traducción de José C. Vales. En el capítulo dedicado a Virginia Woolf, Gordon cuenta que la autora «siempre anduvo tras la pista de los...
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Carmen G. de la Cueva
Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.
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