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Análisis

Los riesgos en América Latina (I)

Bolivia y Guatemala, que no llegan a una cama hospitalaria por cada mil habitantes; o Costa Rica y Perú, con pocos ventiladores, se enfrentan a la pandemia con sistemas de salud precarios

José Luis Martí 13/04/2020

<p>Mujer a la puerta de un hospital en Ecuador</p>

Mujer a la puerta de un hospital en Ecuador

Televisión pública argentina

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Sabemos por la Biblia que las plagas nunca vienen solas (algo no va bien si comienzo un artículo mencionando la Biblia). Las plagas, como las desgracias, actúan en manada, se suman unas a otras, se multiplican y te golpean de forma combinada hasta aniquilarte. No hace falta llegar al apocalipsis para comprobarlo. Podemos verlo cada día en nuestro maltrecho planeta, especialmente en los rincones más humildes y desfavorecidos del mismo. Esto ya era así antes de la Covid-19, y lo será aún más en los próximos meses. Nos encontramos solo al inicio de una gravísima crisis sanitaria mundial, la más grave de los últimos 100 años, y a las puertas de una profundísima crisis económica, social, y muy probablemente política. Una crisis que será peor, qué duda cabe, en América Latina, como ya nos advertía el excelente reportaje de Beatriz Hernández Pino en estas mismas páginas hace pocos días. Como siempre, las crisis afectan especialmente a los más vulnerables. Ocurre así dentro de cada familia, al interior de cada ciudad y país, y también a nivel global en todo el planeta. Dicen que la muerte nos iguala a todos, pero lo que está claro es que a algunos los iguala antes que a otros. La crisis se ensaña con los más frágiles, los más golpeados por otras crisis, los mayores, los enfermos, los pobres, los malnutridos, los apartados, los indígenas, los inmigrantes que a nadie importan, los que no tienen techo, los refugiados, son ellos los más amenazados por la Covid-19. Crisis sobre crisis, los más vulnerables acaban en el hoyo. 

De los países en los que el virus ha golpeado primero hemos aprendido que las cifras de mortalidad son especialmente acusadas en el caso de los mayores de 70 años, sobre todo de 80, y de personas con patologías previas. Según cifras oficiales proporcionadas por el Ministerio de Sanidad, a día 6 de abril, el 87% de los fallecidos en España tenían más de 70 años. Del otro 13%, muchos tenían patologías previas como enfermedades respiratorias, coronarias o diabetes. Y se estima que más de la mitad de los fallecidos vivían en residencias de tercera edad. Si pudiéramos regresar en el tiempo tan solo seis semanas, podríamos haber diseñado una política preventiva centrada en dichas residencias y en las personas mayores que viven solas en sus domicilios, y habríamos salvado miles de vidas. También sabemos que la tasa de infección es mayor en los barrios más pobres de nuestras ciudades, o entre las comunidades más marginalizadas socialmente. Se sabe que en Estados Unidos el virus infecta más rápidamente y es más letal, por ejemplo, entre los afroamericanos y entre los Navajos (a pesar de las drásticas medidas de aislamiento comunitario que se habían tomado en esta Nación Originaria), así como en otras comunidades que también sufren discriminación y la enorme desigualdad socioeconómica de ese país.

Imaginemos lo que eso implica para América Latina. La prioridad de los gobiernos de la región debería estar centrada en proteger a estos colectivos más vulnerables: no solo a los propios sanitarios, a los ancianos y a las personas con condiciones médicas preexistentes, sino también a los habitantes de favelas o villas miseria, a los sintecho y, por supuesto, a las comunidades indígenas. ¡Entendamos que es muy importante concentrar esfuerzos ahí! Sólo así podremos realmente reducir el número total de fallecidos. Pero sobre la gestión de la crisis que deberían hacer los gobiernos de América Latina volveré en mi próximo artículo, o mejor dicho, en la segunda parte de este mismo artículo. Allí trataré de explicar qué enseñanzas podremos extraer de la gestión de la epidemia que se ha hecho en Europa y Estados Unidos, sobre todo de los muchos errores cometidos, que puedan beneficiar no sólo a la región de América Latina, sino también a África, la India, y el resto de áreas geográficas del planeta en las que la epidemia no ha hecho más que aterrizar, pero donde su progresión puede llegar a ser mucho más preocupante y hasta devastadora. Pero antes de explorar las posibles soluciones, me gustaría que tratáramos de comprender bien el problema, y también de que hiciéramos un repaso a cómo está la situación a día de hoy en América Latina. Y a eso dedicaré esta primera parte. 

Lo primero que debemos entender es que, desde un punto de vista estrictamente sanitario, esta emergencia sanitaria nos afecta globalmente a todos. Es lo que yo llamo un problema doble-global. La pobreza en el mundo es un problema global, porque todos los seres humanos nos debemos sentir compelidos por ella y hacer todo lo que esté en nuestra mano por acabar con ella. Que se contamine un río, que se seque el Mar de Aral, que resurja el Ébola en algunos países de África, que explote una central nuclear en Japón, que haya un terremoto en Haití, todos estos son problemas globales, porque afectan el interés público de todo ser humano, nos conciernen a todos. Son como cuando se comete un delito. La mayoría de delitos tienen una víctima directa, pero indirectamente toda la sociedad es víctima del delito, pues lo que se daña es un interés público. Pero algunos problemas globales son diferentes porque nos conciernen a todos tanto indirecta como directamente, son dobles-globales. El cambio climático, la deforestación del Amazonas o la actual emergencia sanitaria de la Covid-19 nos afectan a todos, nadie puede quedar resguardado si los demás no lo están, y por ello nos afectan doblemente. 

Tal y como nos enseña la situación en la que se encuentran actualmente China y Corea del Sur, los únicos países que pueden afirmar tener el virus bajo cierto control, y para los que el resto del planeta se ha convertido ahora en una amenaza, nadie podrá sentirse realmente a salvo hasta que la Covid-19 se haya podido controlar en todos los rincones del mundo. De esta crisis sólo podremos salir todos juntos, sin dejar a ningún país atrás, pues vamos subidos irremediablemente en el mismo barco. Por decirlo en moderno: viajamos todos en un mismo crucero llamado Diamond Princess y no hay tierra a la que arribar. Un crucero que, como dijo Otto Neurath de la filosofía, si se nos estropea no tendremos más remedio que repararlo en altamar, con los materiales de que dispongamos a bordo, sin ayuda externa alguna. El crucero, tampoco nos engañemos, es un barquito bastante maltrecho. Pero ahí vamos, todos juntos, para bien o para mal. ¡Más vale que nos queramos y que colaboremos mucho, que viene el temporal!

Hemos tardado más de tres meses en pasar del primer infectado por el virus en China al primer millón de casos el 3 de abril. El martes 14, seremos ya dos millones de infectados

En segundo lugar, es muy importante no suavizar los términos cuando intentamos radiografiar el problema. La población del planeta es suficientemente madura para comprender la gravedad de la realidad que vivimos, sin paternalismos de ningún tipo. Este ha sido un error bastante común en Europa y Estados Unidos: intentar mantener a la población en calma a fuerza de minimizar el peligro o la amenaza que se cernía sobre sus poblaciones. Veamos cuál es la situación actual en toda su crudeza. En estos momentos hay ya más de 1,8 millones de personas oficialmente confirmadas como infectados de Covid-19 en el mundo, de las que aproximadamente 1,5 millones se concentran en Europa y Norteamérica. Globalmente, hemos tardado más de tres meses en pasar del primer infectado por el virus en China al primer millón de casos el 3 de abril. El martes 14, solo 11 días después, seremos ya dos los millones de infectados. Se sumará un tercer millón probablemente en una semana más. Y así sucesivamente hasta que lleguemos a un millón de nuevos infectados cada día, y hasta que, algún día, ojalá que sea pronto, pasemos el pico global en la curva de crecimiento y el ritmo vuelva a frenarse. Cuando eso suceda, más de la mitad de infectados estarán en el hemisferio sur.

En realidad, no debemos obsesionarnos mucho con este número de infectados. Sabemos que las cifras oficiales son falsas o están infra-dimensionadas en todos los países, en parte por la imposibilidad de realizar tests a toda la población y por el hecho de que muchos infectados son asintomáticos o tienen síntomas muy leves. La cosa será todavía peor conforme la epidemia vaya extendiéndose en aquellos países con capacidades de diagnóstico todavía más limitadas. Solo hay que ver el caso de España, donde se estima que se han realizado 355.000 tests (aunque nadie lo sabe tampoco a ciencia cierta), hay contabilizados oficialmente más de 170.000 infectados, y a pesar de ello algunas proyecciones hablan de que en realidad podría haber unos 7 millones de personas infectadas, la mayoría de las cuáles habríamos pasado ya la enfermedad. Si eso fuera cierto, no sería descabellado suponer que en todo el planeta la cifra real de infectados podría llegar ya a los 60 o 70 millones. 

La cifra oficial de fallecidos debidos a la Covid-19 en el mundo es de más de 120.000, gran parte de los cuales, de nuevo, en Europa y Estados Unidos. A este ritmo en menos de dos semanas serán más de 200.000. Pero también sabemos que la cifra real de muertos es superior, pues muchos países solo contabilizan como fallecidos de esta enfermedad a aquellas personas que estaban previamente diagnosticadas como positivos. Eso por no hablar de los países, como Ecuador, que están reportando cifras de fallecidos muy por debajo de las que las propias imágenes captadas en televisión nos muestran. En todo caso, y aunque Italia y España comienzan a arrojar cifras esperanzadoras que parecen indicar que han entrado en una fase de “plateau” o “llano”, el virus solo está contenido realmente, como ya he dicho, en China y Corea del Sur. El resto de Europa y, sobre todo, los Estados Unidos, todavía tienen que pasar por lo peor. A nadie debería extrañarle, pues, la cifra de 200.000 fallecidos en EEUU que Trump y su epidemiólogo jefe Dr. Fauci consideraron como un escenario optimista a medio plazo. Será un milagro si en Europa no mueren otros tantos. El sufrimiento, en efecto, se concentra ahora en los llamados países ricos. Y nuestros sistemas sanitarios, los mejores del mundo, ya están totalmente colapsados, sin los recursos materiales necesarios para luchar en condiciones y de forma segura, con sus plantillas diezmadas por haber sido infectados por sus pacientes, y el resto exhaustos tras semanas de interminables dobles turnos. Europa y Estados Unidos ofrecen ahora una imagen de lo que se viene encima al resto de regiones del mundo.

Es inevitable que la pandemia se extienda con fuerza por el hemisferio sur, como ya ha comenzado a ocurrir. Es muy difícil hacer predicciones, porque todavía no sabemos lo suficiente sobre el índice de contagio y el índice de letalidad de la Covid-19, pero algunos expertos dicen que tarde o temprano entre un 20% y un 50% de la población del planeta terminará contagiada, y que el virus podría terminar matando este año a 100 millones de personas en todo el planeta (la gripe española mató entre 50 y 100 millones en 1918, claro que en el mundo se estima que vivían entonces 1.800 millones de personas, no casi 8.000 millones como hoy). Se da por hecho que estamos ante la emergencia sanitaria global más importante del último siglo. Y lo peor del asunto es que se trataba de una pandemia predecible y de hecho predicha y esperada por los epidemiólogos, y hasta por personalidades del mundo de la salud global como Bill Gates (no se pierdan su TED Talk de 2015 sobre el tema).

La mitad de la población del planeta infectada, 100 millones de muertos… ¿son cifras exageradas o realistas? No podemos saberlo porque dependen de demasiadas variables que a día de hoy no somos capaces de predecir. Los epidemiólogos saben todavía poco de la Covid-19. No sabemos, por ejemplo, si tendrá un comportamiento estacional o no, o si las mutaciones que ya se han producido seguirán un patrón de mutación similar al de la gripe común. Se sabe que es un virus con una tasa de contagio muy alta, de entorno a 2.4, y una tasa de letalidad también considerablemente alta –entre el 1 y el 8%, dependiendo del país, lo cual lo convierte en un virus globalmente muy peligroso. Se están intentando algunos tratamientos farmacológicos que podrían tener éxito por lo menos en reducir la infecciosidad y la letalidad del virus, y también el desarrollo de una vacuna efectiva. Pero no pongamos demasiadas esperanzas todavía, ni en una cosa ni en la otra. Tardamos décadas en descubrir fármacos efectivos, no para curar, pero sí al menos para atenuar los efectos del VIH, y todavía no hemos sido capaces de encontrar una vacuna que nos inmunice contra esa enfermedad, a pesar de la cantidad de dinero invertido. Además, como es bien sabido, en el mejor de los casos deberíamos esperar entre 12 y 18 meses a que una vacuna identificada hoy estuviera accesible en el mercado, y aún en ese caso, podría tener una duración y efectividad igual o incluso menor a la vacuna contra la gripe estacional. De nuevo, hay demasiada incertidumbre respecto a esa solución. Así que no podemos quedarnos de brazos cruzados esperando que eso ocurra.

Pero pongamos el foco en América Latina. ¿Cuál es la situación en estos momentos en la región con respecto a la Covid-19? No voy a dar demasiados datos, ya que las cifras quedan desactualizadas diariamente. A aquellos que les interese hacer un seguimiento global de la epidemia les recomiendo las tres fuentes que utilizo yo diariamente: Worldometers, que es siempre la más actualizada en tiempo real, el Johns Hopkins University Dashboard, más fiable pero que va siempre por detrás, y las cifras oficiales globales que uno encuentra en los informes diarios de la OMS, que además contienen información complementaria interesante y son muy completos, pero que acumulan al menos 24 horas de retraso. 

El domingo 12 de abril, había más de 60.000 positivos confirmados en la región latinoamericana, un tercio de los cuales en Brasil, y más de 1.700 fallecidos oficialmente por esta enfermedad, de los que también Brasil se lleva una tercera parte. Las estimaciones nos dicen que en realidad podría haber casi medio millón de infectados y la cifra real de muertes tal vez se acerque a los 10.000. Si nos guiamos por las cifras oficiales, a pesar de lo poco confiables que resultan, lo que podemos observar es que en la mayoría de países de la región la cifra de infectados está creciendo de media entre un 10 y un 20% diarios. Esto significa que se duplica la cifra total cada 4-8 días. En valores absolutos, los cuatro países con más infectados declarados son, en este orden, Brasil, Ecuador, Chile y Perú. Le siguen, a una cierta distancia, un grupo de cinco: México, Panamá, República Dominicana, Colombia y Argentina. De todos ellos, el que mejor está controlando el número de infectados, a juzgar por las cifras oficiales, es claramente Argentina, con un porcentaje de crecimiento muy bajo. Y todavía a mayor distancia vienen Cuba, Costa Rica, Uruguay, Honduras, Bolivia, Venezuela, Guatemala y Paraguay, todos ellos con más de 100 casos oficialmente registrados.

Sin embargo, no nos quedemos en las cifras absolutas. Más peligroso que el número de casos es la tasa de casos por millón de habitantes, especialmente si se pone en relación al ritmo de crecimiento diario de contagiados, así como el grado de concentración de dichos casos en una misma localidad. La razón es que el principal problema con esta crisis sanitaria es el colapso que provoca sobre los servicios sanitarios y en especial los hospitalarios, que a su vez impide que todo enfermo reciba la atención que necesita y que algunos mueran por ello, y se presupone que la capacidad del sistema sanitario es proporcional al número de habitantes. En un mundo ideal de recursos ilimitados, donde cada paciente que necesitara oxígeno, o cuidados intensivos, o ventilación mecánica, y a un equipo médico bien entrenado, descansado y protegido, tuviera acceso a dichos recursos, la tasa de mortalidad sería muchísimo más baja. Por ello, nuestra prioridad, más que intentar evitar los contagios, debe ser la de “aplanar la curva”, esto es, ralentizar la velocidad a la que crece el número de infectados. 

En términos relativos, y a día 11 de abril, Panamá es el país más preocupante de la región, con una tasa actual de 750 contagiados por millón, seguido por Ecuador (411), Chile (362), la República Dominicana (254) y Perú (208). Y en Ecuador se suman los problemas, pues se da, además, una elevada concentración de casos en la provincia de Guayas y en la ciudad de Guayaquil, como atestiguan las terroríficas imágenes que hemos podido ver estos últimos días en las redes sociales, tal vez como anticipo de la manera en que la epidemia podría irrumpir en muchas otras ciudades latinoamericanas. En este sentido, es cierto que Brasil tiene un número elevadísimo de casos confirmados, ya más de 20.000, y que casi la mitad se concentran en el estado de Sao Paolo, pero su tasa de casos confirmados por millón es todavía relativamente baja (99), y tal vez su sistema sanitario es todavía capaz de absorber la demanda de cuidado. El principal problema del país, además de que tiene como presidente a un loco, que ha seguido hasta ahora una estrategia completamente irresponsable, es que el ritmo de crecimiento de casos demuestra que la epidemia está desbocada. 

Argentina cuenta con 2,3 camas hospitalarias por cada 1.000 habitantes y la Rep. Dominicana con 2,4, mientras Bolivia tiene únicamente 0,9 y Guatemala 0,6

Si el reto en los países ricos del hemisferio norte ha sido “aplanar la curva” para retrasar y reducir el colapso de los sistemas sanitarios, ese objetivo debería ser aún más prioritario en países como los de América Latina donde los sistemas sanitarios son por lo general más precarios, menos dotados de recursos y más frágiles. Es cierto que hay grandes diferencias entre países, y que por lo tanto algunos podrán aguantar mejor que otros. Pensemos que Argentina, por ejemplo, cuenta con 2,3 camas hospitalarias por cada 1.000 habitantes, y la República Dominicana con 2,4,  mientras Bolivia tiene únicamente 0,9 y Guatemala 0,6. Y que Brasil cuenta con 25 ventiladores mecánicos por cada 100.000 habitantes, y le siguen México con 13,4 y Argentina con 12,9, mientras que Costa Rica tiene solo 5,9, Perú 5,1 y Guatemala 3 (Fuente: Global Health Intelligence). Solamente por comparar: España tiene 3 camas hospitalarias por cada 1.000 habitantes, Italia 3,4, Francia 6, y Alemania 8,3. Y ello por no hablar de la capacidad de compra de nuevos recursos, incluidos ventiladores mecánicos, que tienen estos países. O la capacidad de montar hospitales y UCIs de campaña, que, sin ser tan impresionante como la china, es sin duda mayor que la de los países de la región latinoamericana. Aunque también es cierto que encontrar o poner más camas a disposición de los pacientes no resuelve automáticamente el problema, si esas nuevas camas y UCIs no van acompañadas de nuevos equipos sanitarios especializados, y que eso ningún país puede improvisarlo o crearlo de la nada en unos días.

Por contra, es reconfortante –y debemos recalcarlo– que América Latina se encuentre todavía lejos, tanto en cifras absolutas como relativas, del infierno que estamos viviendo en Europa, EEUU y Canadá. Si confiamos en los datos reportados, la mayoría de países se encuentran en una situación como la que estaban hace un mes España (el 12 de marzo, por ejemplo, no llegaba a los 3.000 infectados), Francia y Alemania, o a la que llegó Estados Unidos menos de una semana más tarde. Este es un dato importante y esperanzador: España no decretó el estado de alarma y el confinamiento parcial hasta el 14 de marzo, habiendo llegado a esa cifra de infectados confirmados. La mayoría de los casos que se detectaron en las dos semanas siguientes habían sido contagiados antes del confinamiento. Mientras que la mayoría de países en América Latina hace ya tiempo que han decretado sus medidas de confinamiento más o menos estricto. Es una pena que Chile, Ecuador o México llegaran tan tarde, pero incluso ellos tomaron estas medidas en un estadio anterior al que lo hizo España. Brasil, por supuesto, es un caso aparte.

Estas medidas tempranas de distanciamiento social y prevención del contagio han hecho que la tasa de crecimiento de contagios en la región en las últimas dos semanas crezca comparativamente menos rápido que en Europa. Claro que, al mismo tiempo, es un motivo de preocupación por los terribles efectos socioeconómicos que seguro está ya generando. Es evidente, no solo que los países de América Latina poseen sistemas sanitarios más débiles y con menos recursos que los sistemas europeos y norteamericanos, sino también tasas de economía informal, vulnerabilidad social, pobreza y, sobre todo, desigualdad, muy superiores también a las del hemisferio norte. Todo ello genera mucha preocupación. Nos hace preguntarnos cuánto tiempo podrán sostenerse las medidas de confinamiento y especialmente qué capacidad de respuesta sanitaria y social van a tener los estados para evitar que la gente muera de hambre o se vean obligados a exponerse al virus para sobrevivir. Y éste es probablemente el principal problema de la región a la hora de enfrentar esta crisis, sobre el que volveré en la segunda parte del artículo.

Sin embargo, y para acabar este primer análisis con una nota positiva, si uno compara los datos demográficos de Europa y EEUU con los de América Latina (y África), hay un dato que presenta una ventaja comparativa objetiva, esta vez a favor del hemisferio sur: las poblaciones del sur, como las de América Latina, son muchísimo más jóvenes que las del norte, es decir, hay un porcentaje mucho menor de personas con más de 70 años, que normalmente representan no más del 5% del total de la población. Por supuesto que la razón de esta ventaja no es muy feliz, pues no deriva únicamente de que en América Latina la natalidad sea más alta que en Europa, que también, sino de que la esperanza de vida es mucho más baja. Pero una ventaja es una ventaja.

En cualquier caso, la epidemia de Covid-19 ya se ha instalado irremediablemente en la región y es inevitable que se propague contagiando a un porcentaje considerable de la población. Así que la pregunta relevante para mí ahora es: ¿cómo deben seguir luchando los gobiernos de América Latina para evitar un desastre, y tendrán alguna ayuda? A esa pregunta responderé, en pocos días, en la segunda parte de este artículo.

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José Luis Martí es profesor de derecho de la Universidad Pompeu Fabra.

Sabemos por la Biblia que las plagas nunca vienen solas (algo no va bien si comienzo un artículo mencionando la Biblia). Las plagas, como las desgracias, actúan en manada, se suman unas a otras, se multiplican y te golpean de forma combinada hasta aniquilarte. No hace falta llegar al apocalipsis para comprobarlo....

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José Luis Martí

Es profesor de Filosofía del derecho de la Universidad Pompeu Fabra.

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