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El lenguaje humano cada vez dice menos; el léxico cotidiano se estandariza y en su uso oculta más de lo que descubre; navegamos como polizontes con banderas que nos permiten acodarnos a todo puerto; y elegimos la jerga que mejor disfraza nuestra identidad e intenciones, que no nos atrevemos a confesar. Pero la realidad no es real y de pronto viene un zas y se desmorona, y quedan al descubierto nuestras grandilocuentes e impostadas declaraciones. Es cuando lo siniestro comparece sin envoltura a los ojos de todos. Es el momento en que el lascivo Aquiles, cuando ya se ha consumado la victoria y se ha asesinado a los hombres y esclavizado a las mujeres, pide que ante su tumba se le sacrifique a la bella Polixemes. Es cuando en medio de la pandemia los millonarios de Estados Unidos pretenden sin pudor que les sean ofrendadas las vidas de sus trabajadores en nombre de la nación y la economía. Solo bajo la premisa de una diferencia cualitativa de valor y dignidad entre el dador y el receptor del sacrificio puede entenderse la liturgia demandada: la muerte ritual del primero consagra la supremacía del segundo, cuya existencia tiene una función superior para la comunidad. Sobre esa base es sobre la que las oligarquías de antes y de ahora demandan la inmolación de los otros.
América Latina vive regularmente así. Como deidades del inframundo, las oligarquías se nutren del asolamiento de la mayor parte de la población, condenada a la miseria. La cultura de la dominación moral naturaliza allí la opresión material y el reclamo de superioridad se traduce en diferencia de derechos, en privilegios y discriminaciones.
Pero ocurre que tanto aquí como allá un zas de la realidad real, el horror de los contagios puede desarticular el discurso persuasivo para recalcar sin tapujos, en un lugar u otro, el esquema de las jerarquías.
Guayaquil, la ciudad portuaria, un paradigma de la ciudad oligárquica latinoamericana, exhibe en estos días su naturaleza de la manera más cruda. Sin infraestructuras culturales, sin instituciones educativas y centros de investigación en humanidades, irrelevante desde hace décadas en la vida cultural de Ecuador, carece de instalaciones y redes sanitarias adecuadas para la atención de la ingente cantidad de trabajadores que viven hacinados en sus suburbios. Hace mucho que la oligarquía conservadora de Guayaquil se liberó de los molestos pero preceptivos modales de otros tiempos para convertirse en una masa insolente mayormente desprovista de nociones como ciudadanía y cultura. Desde hace veintiocho años gobierna la ciudad con alardes de machismo, clasismo, racismo e inobservancia de la ley. De ahí que su alcaldesa haya llegado a bloquear de modo caprichoso la pista del aeropuerto de la ciudad para impedir el aterrizaje de vuelos humanitarios procedentes de Madrid y Amsterdam, autorizados por las autoridades de aviación del Estado, con el pretexto de “defender la ciudad” de la tripulación europea, del Covid 19.
La ciudad, con tres millones de habitantes, es con mucha diferencia la más contagiada en Ecuador por el coronavirus. La pobreza en que malvive la mayoría se la población y la falta de servicios básicos, equipamientos e infraestructuras médicas y sanitarias ha quedado a la vista de un modo inclemente. En la última semana el gobierno central ha recogido en domicilios más de trescientos cadáveres de gente que ni siquiera llegó a ser atendida en centros médicos. En los últimos días de marzo empezaron a aparecer cadáveres en las calles, en las aceras, en los barrios o incluso en el centro de la ciudad. Permanecían durante horas o días. La alcaldía anunció la apertura de una fosa común. El 1 de abril comunicó otras medidas: trámite de compra de 6.120 trajes y equipos de protección, 50.000 pruebas rápidas, 40 respiradores portátiles, 20 respiradores para la UCI y tres contenedores para los cadáveres.
Es harto improbable que la macabra presencia de cadáveres en las calles apiade o avergüence a la oligarquía de la ciudad: hace años que se instalaron a unos quince kilómetros, en una antigua ciudad llamada Samborondón que transformaron con urbanismos, tecnología e instalaciones al estilo Miami. El viejo Guayaquil quedó abandonado con su caos, su hacinamiento, su pobreza y ahora con sus muertos en las calles.
El mismo día 24 de marzo en que el gobierno central recogía cadáveres de casas de sus barrios pobres, el director de cultura y promoción cívica del cabildo –y de paso de la biblioteca y del museo del Municipio– se permitió publicar un abominable comunicado oficial –con faltas de ortografía y erratas– en que acusa de la rápida propagación del virus a los centenares de miles y quizá millones de migrantes ecuatorianos pobres y a migrantes internacionales que habitan la ciudad. Dice que a Guayaquil llegó “gente extremadamente ignorante” y “primitiva” del país, “gente de deficiente condición”, “ignorantes”, “indolentes” e “indisciplinados”, y señala a “los miles de venezolanos” que se habrían afincado en Guayaquil “para vivir como parásitos”. Los auténticos guayaquileños, asegura, son “verdaderamente concientes [sic] y disciplinados, que cuidan de sí mismos y de sus familias”.
Es típica de la cultura oligárquica de todos los tiempos la apelación a esa diferencia moral de la que hace alarde, que divide las sociedades según una oposición fundamental: por una parte, el inferior, ‘ignorante’, carente de ‘costumbres’ y experiencia cívica, habitante de espacios amorfos y ajeno, en suma, a la racionalidad y disciplina de las comunidades regidas por leyes; por otra parte, el superior, capaz de discriminar entre el bien y el mal y conformar sus actos con la recta razón, las normas y las instituciones.
El director del que hablo lleva veintiocho años en sus cargos, cumple a las maravillas con la tarea encomendada de sofocar la energía cultural de la ciudad, y no pasaría de ser una más de las singularidades de las ciudades neocoloniales que suelen gestionar las élites latinoamericanas si no fuera porque con su gesto exhibe con descaro la fortaleza de la cultura de las oligarquías. Pero no hay que engañarse: los esquemas de dominación moral no son ni originarios ni exclusivos de América Latina, sino que proceden de las sociedades más antiguas, las europeas que, por la proyección de estas, perviven en todo el mundo occidental.
Aunque a veces no son exactamente las oligarquías las protagonistas, lo es siempre el esquema de esa cultura antigua de la superioridad y rango social, diferencia moral, privilegios y preeminencias que hemos heredado en Occidente, capaz de contaminar nuestra mirada y nuestro comportamiento, especialmente en tiempos difíciles como este y a pesar de la innegable solidaridad de muchos. ¿Se corre el peligro de que en la actual crisis cobre nuevo impulso? ¿Este explicaría, quizá, que el planeta entero denigre hoy a los chinos, que en Estados Unidos y Brasil se persiga a chinos y japoneses y que en numerosos países se repudie a españoles e italianos allí donde se encuentren? ¿Se sienten los empresarios de Estados Unidos y Argentina, y quizá también de otros países, “la mejor parte del género humano”, como los patricios romanos, y por eso piden a los gobernantes que aflojen las medidas sanitarias contra el virus, y que los trabajadores arriesguen sus vidas y vuelvan a las fábricas para ‘no parar la economía’? ¿Hay un componente moral negativo en la resistencia de las instituciones económicas europeas a socorrer a España e Italia en el estrangulamiento económico cada vez mayor que sufren a consecuencias de su gran tragedia sanitaria? ¿Alguien puede imaginar que se pensará en soportes –como ha pedido recién el profesor Xavier Sala i Martin– para los países del extrarradio económico, los de África, América latina y Europa del Este, que con seguridad quedarán arrasados por los efectos de la pandemia?
Con ocasión de esta gran crisis, quizá la nunca extinta cultura oligárquica haya empezado a expresarse otra vez en diferentes lugares del planeta con velos de lenguaje apenas perceptibles, o ya sin disfraces. ¿Es exagerado preguntarnos ahora si el futuro no acuñará un relato en que, como en la Edad Media, nuestras sociedades occidentales un día cualquiera de la pandemia empezaron a mirar a los migrantes nacionales o extranjeros, de ayer y de hoy, impuros e inferiores por definición, y a los contagiados, y a todos los ancianos, desempleados, ansiosos, autistas y discapacitados con malos ojos o miradas acusadoras, porque traían el virus o lo provocaban o multiplicaban los contagios o dificultaban su control, y poco faltó para que los mandaran a apedrear, como los burgueses de Corinto mandaron a apedrear a la extranjera Medea, según el historiador Claudio Eliano, y como ahora apedrean a las ambulancias que trasladaban a ancianos contagiados en alguna ciudad española?
Por fortuna hoy por hoy el coronavirus también deja testimonios diarios de la sobrevivencia de la cultura de la cooperación y la solidaridad, y es allí donde reside la esperanza.
El lenguaje humano cada vez dice menos; el léxico cotidiano se estandariza y en su uso oculta más de lo que descubre; navegamos como polizontes con banderas que nos permiten acodarnos a todo puerto; y elegimos la jerga que mejor disfraza nuestra identidad e intenciones, que no nos atrevemos a confesar....
Autor >
Mario Campaña
Nacido en Guayaquil (Ecuador) en 1959. Es poeta y ensayista. Colaborador en revistas y suplementos literarios de Ecuador, Venezuela, México, Argentina, Estados Unidos, Francia y España, dirige la revista de cultura latinoamericana Guaraguao, pero reside en Barcelona desde 1992.
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