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La nueva creatividad

A puerta cerrada

Repaso de conductas y perspectivas de futuro para una cultura confinada

Carlos García de la Vega 23/05/2020

<p><em>Aislamiento 14 </em>(1968).</p>

Aislamiento 14 (1968).

Anzo

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Christo & Jeanne Claude son los artistas plásticos cuyas obras más reconocibles consisten en envolver monumentos, edificios, accidentes geográficos con cantidades enormes de tela que plisan en torno a las formas originales del objeto, creando una nueva realidad volumétrica que medio revela, medio oculta el original. La mayor parte de los intelectuales mediáticos han respondido a las cuestiones que ha puesto encima de la mesa la crisis sanitaria con ideas y ocurrencias estilo sábana bajera. Prácticamente todos han cogido su marco teórico y convicciones previas y las han sujetado a la realidad gracias a unos elásticos de fuerza admirable, pero en realidad no han hecho otra cosa que envolver una situación inédita con ideas viejas y con cierta pereza intelectual no ya para el plisado, sino para la simple plancha.

El denominador común de casi todas las sábanas bajeras ha sido la superioridad moral y estética, manifestada hacia las múltiples manifestaciones que han ido surgiendo por iniciativa de artistas y sociedad civil. El estado de alarma nos pilló a todos con el paso cambiado y ante una situación, el confinamiento, que no sabíamos cómo íbamos a poder gestionar, surgió el horror vacui. Mucha gente se ofreció a compartir bien su talento o bien recomendaciones culturales para hacer de la privación de movimientos algo más llevadero para todos. Entiendo que, aunque pudiese haber algo de ego taponado por parte de algún artista, en la mayor parte de los casos se trataba de una especie de necesidad de cooperación ante una situación que causaba colectivamente estupor. Del mismo modo, los intelectuales han mirado con total displicencia el fenómeno de las fiestas de balcón que se organizan cada tarde después del aplauso sanitario, apelando a la mansedumbre de la sociedad española. Aunque yo no he participado ni disfrutado de ellas, las he vivido como una pequeña ceremonia diaria de comunidad, de pertenencia, de válvula de escape emocional para gente que está viviendo algo para lo que no estaban preparados. Respecto a la mansedumbre, no puedo estar sino aliviado de que en general la gente en España haya respetado el confinamiento. Prefiero este tipo de sociedad y que el fantasma del colapso sanitario se haya desvanecido. Para mí, han valido la pena todos y cada uno de los “Resistiré” que he escuchado involuntariamente. La tercera manifestación de superioridad, y esta me entristeció mucho, fue la de quienes no entendieron, muy al contrario, criticaron severamente el apagón cultural de los días 10 y 11 de abril. Los intelectuales se rasgaron las vestiduras preguntándose cómo osaban los artistas ponerse de huelga con la situación extenuante que estaban viviendo los sanitarios. Como es obvio, ese apagón técnicamente no era ninguna huelga, porque quien ha perdido fulminantemente el trabajo y no sabe cuándo lo va a poder recuperar no puede hacer huelga. Era simplemente un gesto simbólico para afear la indolencia de un ministro que Cultura que ha tardado hasta cinco semanas en implementar medidas específicas y aún así insuficientes para un sector cuyas particularidades laborales y empresariales hacían que no encajase en las medidas generalistas aprobadas. Si les pareció insolidaria la supuesta huelga de dos días, deberían haber entendido que durante todas las semanas previas todos los agentes culturales habían estado haciendo otro tipo de huelga, a la japonesa, inundando la red de contenidos, que compensaba cualquier gesto simbólico de protesta.

Con el virus, todos somos potenciales armas y potencias víctimas de la misma amenaza en nuestros intercambios culturales

Pero en medio de tanta displicencia y de tanta sábana bajera mal ajustada creo que se ha perdido el centro de gravedad del verdadero problema que para las artes y las industrias culturales ha supuesto esta situación. Leía este fin de semana cómo a los médicos les ha costado hacerse con el control de las patologías ocasionadas por el virus por su naturaleza poliédrica y explosiva. Del mismo modo que su capacidad de contagio es exponencialmente disruptiva, sus manifestaciones en los organismos no atienden solo a los parámetros de una afección respiratoria habitual, y de una manera impredecible puede afectar, además, al endotelio de cualquier órgano, a la saturación de oxígeno en sangre sin situaciones aparentes de asfixia mecánica y al sistema inmunitario, que actúa de forma kamikaze contra el propio organismo al que protege. En la obra de teatro A puerta cerrada de Jean Paul Sartre, estrenada en 1944, los personajes están confinados en una desnuda habitación a perpetuidad. Se trata del simbólico infierno conformado solo por otras dos personas que alternan hacer la vida fácil e imposible al condenado. Otra parte del castigo consiste en tener la capacidad de escuchar desde el mundo de los vivos las conversaciones que sobre uno se tienen, hasta que llegue el olvido. La metáfora existencialista nos puede servir a los que de una manera u otra estamos relacionados con las industrias culturales. Durante este confinamiento estamos escuchando, cada vez más débiles, conexiones con la normalidad, la vieja, en contraposición a lo que el equipo de comunicación de presidencia del Gobierno se ha empeñado en prepararnos para aceptar y asimilar como la nueva normalidad. La antigua, la que conocíamos y en la que operábamos sin cuestionarla, se nos está deshilachando. Las manifestaciones culturales tal y como las entendíamos daban por supuesto, tanto para su realización como para su recepción, concentraciones de personas, contacto estrecho sin distancia social. Todo se basaba en una premisa que el virus ha hecho saltar por los aires. El pacto social-cultural básico pasaba por encontrarnos en el ágora para recibir, compartir, comentar, celebrar la cultura. Incluso los ejercicios culturales más íntimos, como la lectura, llevaban aparejados socialmente encuentros masivos en ferias, firmas y presentaciones. Una vez conocida la exagerada contagiosidad del virus, la frase de uno de los personajes al final de la obra, “el infierno son los demás”, se convierte en extrañamente certera. Con el virus, todos somos potenciales armas y potencias víctimas de la misma amenaza en nuestros intercambios culturales.

No me interesa la producción cultural con temática del confinamiento. Me está resultando tremendamente monótona y poco original. A fin de cuentas, todos estamos viviendo exactamente lo mismo, con la misma falta de preparación psicológica para ello, por lo que el punto de vista clarividente todavía no ha acabado de despuntar en una situación tan gregaria. Además, los creadores afirman estar acusando cierto bloqueo creativo que supongo que tiene que ver con la dramática bajada de revoluciones a la que hemos sometido a nuestro cuerpo y mente. Por otro lado, la digitalización de la cultura como alternativa, parche y camino a transitar para conseguir otro tipo de rentabilidad para la industria cultural es algo que antes o después, tanto administraciones como particulares tendrán que contemplar ante la posibilidad de que estas crisis sanitarias se repitan. 

En un ejercicio doloroso de imaginación me imagino una creación más distante, más concreta, más intimista

Pero la cuestión candente en realidad sería imaginar qué tipo de creación cultural se produciría, no solo en cuanto a temáticas, sino en cuanto a técnicas, estéticas, a la necesaria integración en todo el proceso de comunicación artística de los dispositivos digitales, en una sociedad que no estuviese autorizada a acudir al ágora pública a recoger socialmente los frutos de la producción cultural. Estos días se está debatiendo también, bizantinamente, si la cultura es o no un bien de primera necesidad. Desde un punto de vista literal obviamente no lo es. Pero la cultura se maneja en el territorio de lo simbólico, de lo metafórico, de lo narrativo, dramatúrgico, lírico. La cultura destila un tipo de alimento para el ser humano que, si bien no afecta directamente a sus constantes vitales, sí nutre y enriquece su psique y su autoconciencia. ¿Qué tipo de arte sublimaría, idealizaría, trataría de representar artísticamente esta anunciada nueva normalidad? En un ejercicio doloroso de imaginación me imagino una creación más distante, más concreta, más intimista. Una creación en la que el diálogo interior, la interacción únicamente a través de miradas ávidas y palabras confusas, por encima y a través de las mascarillas crearían una comunicación un tanto agónica. Una creación basada en el recelo social y en su transgresión, en esta nueva ceremoniosidad con la que todos coreografiamos ahora nuestras salidas a la calle. ¿Qué géneros aflorarían? ¿Cuáles se tendrían que ver a abocados a la desaparición? ¿Qué tipo de humor, de sátira, de cinismo se generaría? En definitiva, ¿cuáles serían las estéticas de la nueva normalidad?

Con un poco de suerte y gracias a parapetarnos en la ciencia, en menos tiempo del que pensamos habrá una vacuna que sea capaz de devolvernos al mundo que conocíamos. Compañeras que se dedican a temas más importantes que la cultura han publicado en nuestras páginas un sinfín de retos a los que la civilización se enfrentará si es capaz de sacar conclusiones feministas, ecologistas y socialistas de esta crisis sanitaria. Con un poco de suerte, como con la gripe mal llamada española, este virus un buen día desaparezca o mute hacia variantes menos lesivas. Pero creo que nunca deberían olvidar los creadores de todas las disciplinas el panorama desolador que el virus ha puesto delante de nuestros ojos. Una tradición de milenios basada en concentraciones sociales-culturales ha resultado ser tan frágil como una mutación vírica al otro lado del mundo: el efecto mariposa siniestro. Precisamente esta fragilidad convierte a la cultura en una piedra preciosa para la civilización. Sería irresponsable que creadores, gestores, responsables políticos y usuarios –es decir, toda la humanidad– lo ignorasen. Mientras la nueva normalidad dure, mientras sigamos a puerta cerrada, solo disfrutando y aliviándonos del aislamiento con la creación cultural a través de los dispositivos, deberíamos no solo explorar los límites de la imaginación creadora para el momento transitorio, sino pensarla como una posibilidad cierta que todavía no sabemos cuándo nos volverá a acechar. Tenerlo en mente sin duda ensanchará y profundizará la dimensión estética de lo que es vivir.

Christo & Jeanne Claude son los artistas plásticos cuyas obras más reconocibles consisten en envolver monumentos, edificios, accidentes geográficos con cantidades enormes de tela que plisan en torno a las formas originales del objeto, creando una nueva realidad volumétrica que medio revela, medio oculta el...

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Autor >

Carlos García de la Vega

Carlos García de la Vega (Málaga, 1977) es gestor cultural y musicólogo. Desde siempre se ha dedicado a hacer posible que la música suceda y a repensar la forma de contar su historia. En CTXT también le interesan los temas LGTBI+ y de la gestión cultural de lo común.

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