ALBERTO FERNÁNDEZ / Diseñador y editor gráfico de CTXT
“Una imagen puede acabar diciendo lo que el medio quiere que diga”
Celia Márquez Coello 15/06/2020
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En plena crisis del coronavirus, mientras las tristes cifras de contagios continuaban su aumento en España, una sola muerte acaparó la atención y la indignación del público durante varios días. De su imagen, que abría la edición en papel del diario El Mundo el pasado 15 de abril, era difícil apartar la vista. Y de su historia, de sus complicadas circunstancias, surgía una eterna pregunta, tan antigua como la humana costumbre de reportar tragedias. Qué mostrar, qué no mostrar.
Con la mayor parte de la población confinada en sus hogares, la fotografía informativa se ha revelado más importante que nunca a la hora de mostrar los estragos de la crisis sanitaria. Pero, como señalaba Susan Sontag, una imagen rara vez habla por sí sola: la palabra, necesaria, aporta un marco de verdad sin el cual es imposible comprenderla. También manipula, retuerce su significado para modificar el relato de lo acontecido.
Sobre estas cuestiones reflexiona Alberto Fernández, diseñador y editor gráfico de CTXT. Se define como periférico “un poco para todo”, un espectador que mira las cosas por un agujero. Bajo el pseudónimo La boca del logo, ve la actualidad en amarillo y negro a través de sus ilustraciones, que tiñe con una mirada mordaz entre amarga y divertida. Se puede pasar horas trabajando mientras escucha en bucle Last recording de Billie Holliday y, entre disco y tecla, combina sus labores gráficas a distancia con sus clases en la Escuela Superior de Arte de Asturias. Alberto vive desde hace tiempo en Oviedo, su ciudad natal, donde ve los grandes focos desde lejos. Pero, a veces, “como un globo que aterriza donde nadie lo espera”, aparecen temas sobre los que no está de más decir algo, antes de que pasen de largo.
Durante la crisis del coronavirus, ¿se están teniendo más reparos éticos o morales con las fotografías publicadas en prensa?
Bueno, no es algo nuevo. En los 90, la fotografía de Kevin Carter de la niña y el buitre puso en el foco el hambre en África y fue tratada duramente a pesar de estar ligada a un contexto y ser publicada bajo un riguroso canon periodístico. También los atentados del 11-S y el 11-M, por poner dos casos relacionados pero con distinto tratamiento mediático, provocaron debates controvertidos. Otros más recientes de gran repercusión fueron la foto de Aylan Kurdi, el niño sirio ahogado, y el caso del pequeño Julen que se cayó al pozo, cuya espeluznante simetría con la película El gran carnaval de Billy Wilder reprodujo en vivo la voracidad y las entrañas de los medios de comunicación. Es un tema que se repite en cada tragedia y siempre termina hecho unos zorros. Creo que, más allá de las opiniones morales de cada cual, el debate está en otra parte. No creo que tenga que ver tanto con la reacción particular del público como con el descrédito que vive la prensa, por dentro y por fuera. Si el periodismo deja de ser un servicio público para convertirse en una fábrica de intereses o en un circo macabro, no debe extrañar que se perciba como una especie de matadero.
No creo que la crisis del coronavirus haya cambiado las cosas. Al contrario. La pandemia está pasando por encima como una apisonadora mientras muchos medios abren fuego con artillería sensacionalista. Aquí hay diferencias de actuación, desde luego. El New York Times, por ejemplo, debería ser referente en cómo manejar la información sin recurrir al espectáculo. Cuando publica imágenes duras de la pandemia no las mezcla con consignas políticas, a pesar de tener a Trump como presidente. De hecho, ha demostrado que no se necesitan siquiera imágenes para mostrar la tragedia de forma impactante y sin rastro de intencionalidad, como vimos en su portada del domingo 24 de mayo. En España las cosas son de otra manera. Aunque no todos pierden los papeles ni olvidan que están frente a una audiencia muy tocada, la mayoría ha dejado muy poco espacio sin bombardear. Desplazar los dilemas morales al público y utilizar la libertad de expresión como comodín es la práctica habitual de muchas redacciones y sus consejos editoriales. Así es muy fácil colar mensajes. Pero la cuestión no son los miramientos, no es que el público decida libremente si una imagen publicada está bien o mal. La cuestión es que los grandes medios, los que concentran mayor poder, utilicen la información como sistema de control de la opinión pública. Para mí, ese es el meollo ético.
Ver el drama a través de lo macabro podrá interesar a cierta prensa en sintonía con una minoría gritona que busca tensar todo lo posible la situación
Entre quienes critican que la sociedad está tomando muy a la ligera esta enfermedad, hay quien critica que no se haya permitido a los periodistas fotografiar su lado más crudo, algo que en su opinión hubiera servido para concienciar. Otros, en cambio, lo ven como algo innecesario, morboso. En su opinión, ¿cree que es necesario mostrar y publicar este tipo de instantáneas más explícitas o duras?
No creo que la mayoría de la gente se lo esté tomando a la ligera, ni que sea necesario impactarnos con imágenes de muertos amontonados. Ver el drama a través de lo macabro podrá interesar a cierta prensa en sintonía con una minoría gritona que busca tensar todo lo posible la situación y convertir la crisis sanitaria en una crisis política. Quien, al margen de esto, tenga otras razones, pues vale. Pero, en mi caso, no encuentro ninguna convincente que defienda el derecho a la información, o a una opinión crítica, publicando fotos de cadáveres en proceso de descomposición, puestos a exigir. Otra cosa es pretender edulcorar la manera de mostrar la muerte.
Creo que la fotografía periodística es necesaria, pero depende de factores que muchas veces se pasan de largo. No siempre llega a decirlo todo. Su sentido puede cambiar con un titular o no abarcar lo suficiente por sí misma. En la fotografía siempre existe un escenario incompleto. Depende de un encuadre, de una intención, de un contexto que puede ser fácilmente alterado. Creo que es algo más complejo de lo que parece. Se tiende a asociar la crudeza de una foto con la realidad, y esa supuesta certeza aumenta según el grado de impacto. Yo no lo veo así. El impacto de una imagen no tiene por qué medirse por su violencia explícita, ni la objetividad por su crudeza. La imagen tiene sentido cuando todos sus elementos no se pueden separar. Para mí, está más presente la idea de la muerte y la locura de la guerra en la foto del soldado de Don McCullin que en cualquier otra llena de cadáveres desmembrados. La foto de McCullin, con su recia composición vertical dirigida hacia los ojos del soldado, es la imagen de la guerra, del miedo, de la muerte. Penetra en la mente como un latigazo sin necesidad de apelar a la sangre. Es una imagen que mantiene todos sus elementos compositivos unidos. Manos, fusil, cabeza y mugre se unen a un cuerpo destemplado como una sola pieza, una pieza a punto de desmoronarse bajo la mirada alienada del soldado. Un todo vivo que en cualquier momento caerá muerto. No vemos en ella un simple registro de guerra, un hecho concreto violento, sino la imagen universal de la guerra. Estos elementos no se pueden separar, no se pueden manipular. Desde que la vi, hace ya mucho tiempo, se me ha quedado grabada con más fijación que muchas salpicadas de despojos humanos.
Tengo una impresión parecida con las imágenes que he visto de los muertos durante la pandemia. Me quedo con una fotografía que sólo pude apreciar durante unos segundos hace unas semanas. Mostraba los pies del cadáver de una anciana. No hacía falta ver más. Ya proporcionaba toda la información y el contexto. La mampara que ocultaba aquel cuerpo sin vida no era autocensura del fotógrafo. Era un recurso compositivo que potenciaba el drama al evocar el abandono que sufrían miles de ancianos. En esa imagen, el desamparo y la dignidad no se pueden separar. Una foto que siento no haber podido localizar para citar a su autor.
¿Cree que se están utilizando las fotografías de la pandemia y el impacto que causan con fines partidistas o políticos?
No me parece que mostrar la crudeza en imágenes sea el centro del problema, sino su utilización. La fotografía de la muerte no se debe ocultar, es memoria. Pero también hay que ver las intenciones. Una foto impactante, un titular estratégicamente colocado y la imagen acaba diciendo lo que los periódicos quieran que diga.
Me quedo con una fotografía que vi hace unas semanas. Mostraba los pies del cadáver de una anciana. No hacía falta ver más
Yo creo que moverse por la prensa es como adentrarse por un campo de minas, y me da bastante pereza tener que hacerlo entre tanta explosión y tanto ruido. Es muy complicado informarse y sacar algo. La confrontación en España es una obsesión. El remedio que usan los medios españoles para combatir su propio descrédito consiste en atizárselo entre ellos, como el duelo a garrotazos de Goya.
La pandemia no cambió nada. Pudo haber un momento inicial de tregua involuntaria, pero en cuanto se escoró todo hacia lo político empezaron los palos. Las primeras imágenes que vimos mostraban a los sanitarios luchando y triplicando turnos en hospitales desbordados, aunque pronto se volvieron peligrosas. Aquellas fotografías emocionaban, pero también ponían de manifiesto los graves problemas que arrastraba una Sanidad Pública castigada por los recortes y la privatización. Había que hacer algo para romper esa visión única. Se buscó la manera de desviar el foco hacia la gestión política y conectarla con la crisis sanitaria. Se montó un relato pirómano y vacío, se disparó el tono y enseguida aparecieron portadas cada vez más incendiarias. Un circo. No sólo había fotografías acompañadas de titulares apocalípticos, también montajes fotográficos totalmente ridículos. Más que portadas parecían memes. Mientras tanto, el virus seguía haciendo estragos, sobre todo en las residencias de mayores. El tema sanitario se fue llevando a un terreno de enfrentamiento rodeado de muros. Con los muertos empezó a valer todo, efectismo de alto voltaje envuelto en banderas. Delirium tremens. Desde entonces, vemos cómo ese mejunje tóxico cocinado desde las redacciones sigue aumentando y dejando el periodismo por los suelos. Es difícil no percibir la prensa española como una gigantesca caricatura.
En este sentido, ¿cómo se ven, desde un medio como CTXT, polémicas como la que causó la portada de El Mundo del 15 de abril?
En los cinco años de CTXT no he visto que nadie se liara con cosas de ese tipo, al menos a nivel interno. Como mucho, aparece algún comentario espontáneo en el grupo de redacción o poco más. Pero temas así no prenden y desaparecen bajo un silencio general. Puede preocupar el caldo venenoso que está inundando la prensa, pero no el sensacionalismo particular. También influye el hecho de ser un medio pequeño desligado de los poderes, lo que da aire a la revista para hacer periodismo sin presiones.
En cuanto a la portada de El Mundo, quisiera analizarla desde una visión personal. El caso puede servir como expositor de todo lo que estamos hablando. Me gustaría salirme del formato entrevista y narrarlo a mi manera, como una rara historia contada a las cuatro de la mañana. Al otro lado, una portada dividida en cinco estantes. Todo es de papel, plano y sin fondo. Amarillo y negro.
El contexto.
La portada se da ante un país confinado y golpeado por un extraño bicho que está matando a miles de personas y que lo ha paralizado todo. El despliegue mediático lleva un mes asaltando los hogares, dando cifras de muertos y mostrando un mundo sanitario desbordado que lucha por salvar vidas. El público está tan asustado que lo que digan los periódicos va a misa, y una portada es como el altar. Se puede predicar lo que sea, hacer espectáculos de luces y mover chatarra en la oscuridad.
Una situación extrema y un público vulnerable es un combinado estupendo para vender mucho y aumentar la parroquia
El mercado.
Una situación extrema y un público vulnerable es un combinado estupendo para vender mucho y aumentar la parroquia. Un material impactante colocado en primera plana puede atraer más fieles y, de paso, servir de palanca ideológica. La ideología va en la marca, se lanza en bruto o se introduce de manera subliminal para mantener las apariencias. Aquí hay grados de intensidad, aunque, a la larga, se forma una extraña amalgama donde la posición crítica se mezcla con la intencionalidad política, zona resbaladiza en la que cualquier medio puede perder la perspectiva. Es un tema borroso que anda entre la verdad y el espejismo, y que ciega cuando se arrima a los extremos.
El recipiente de esta sopa es el mercado, capaz de reducirlo todo a simple consumo. Paquetes informativos cada vez más comprimidos e impactantes condicionan la manera de informarse y también la supervivencia de medios pequeños que huyen del espectáculo. Añádase a la mezcla la situación de grandes cabeceras asfixiadas por las deudas. Un tomate monumental. Pero, al margen de que los periódicos sean empresas dirigidas por un mercado que necesitan para sobrevivir, manejan información. Tienen un compromiso público, es lo que les da sentido.
Aún falta echar al caldo el gran poder de influencia que ejercen, lo que hace del potingue un material tan sensible como un bidón de nitroglicerina. No sorprenda que la sopa salte por los aires cuando se apuesta todo a una portada.
La imagen.
Media plana de la portada está ocupada por la foto impactante de un hombre muerto. En ella se ve el interior de una habitación con un cadáver en primer plano que yace sobre un colchón. Rigidez, piel y cabeza describen la muerte con toda crudeza siguiendo una línea horizontal. Por detrás, dos sanitarias equipadas representan la lucha por salvar una vida. La enfermera está agachada, como desactivando el aparato que mide las constantes vitales, y la médica permanece de pie con los brazos medio en alto sujetando un papel con una mano. La figura de la doctora marca una vertical que choca con la horizontal del cadáver, recurso que aporta tensión compositiva y sirve de paso para diferenciar el rango de las sanitarias. Sin entrar en los componentes dramáticos que se dan en la escena, como el efecto entre espontáneo y litúrgico que transmite la posición de los brazos, lo que sujeta la doctora es un certificado de defunción. Dato importante porque actúa como un ancla. La composición hace que cada figura esté perfectamente definida según su colocación en el plano general. Todas las piezas están presentes y en su sitio. La forma triangular que describen las tres figuras, con el certificado desplegado y situado casi en el vértice, actúa como elemento unificador de la escena. El instante ha quedado registrado bajo la mirada de un fotoperiodista que está haciendo un reportaje. Pero, por delante de lo profesional, el dato más vulnerable que desmorona la imagen es que el fallecido era un paquistaní sin familia que vivía en un piso con otros compañeros inmigrantes. No sabemos si su familia habría autorizado esa fotografía, si conseguirían hacer lo mismo en cualquier otro hogar donde estén presentes hermanos, padres o hijos, ni si las circunstancias jugaron a favor de este asunto para hacer la foto, convirtiendo a aquella persona en doble víctima. No es un muerto de guerra, hay muchos factores interviniendo en los hechos. Sin embargo, la fotografía terminó en una portada y todos los dilemas fueron desplazados al criterio del público utilizando la libertad de expresión como comodín. La imagen plantea demasiadas preguntas que se han dejado pasar de largo. O no. Hay decisiones editoriales que miden la altura de un periódico. O el fondo.
La sopa.
“Si no puedes convencerlos, confúndelos”, Harry Truman. Cuatro días antes de lanzar la portada, El Mundo llevaba esta frase del día en su cabecera. La frase es la antítesis de lo que se entiende por periodismo, lo que anticipaba una maniobra que iba a cortar por lo sano la famosa cuerda que une periodismo y objetividad. Se estaba cocinando la sopa. Mientras se calentaba el mejunje, había que maquinar la manera de aprovechar la fotografía del reportaje para enviar un mensaje contundente y potenciar el clima de radicalización que ya se había iniciado desde varios frentes políticos y mediáticos. Lo de la propaganda es como un tira y afloja entre gobierno, oposición y prensa. La sal de la sopa. Pero un condimento muy difícil de graduar en medio de una pandemia que contagia sólo con respirar y arrasa miles de vidas. Que el contexto fuera demasiado extremo para intensificar el ataque alentaba en vez de contener. La ocasión ponía a tiro una oportunidad de oro para abrir los ojos a un público dormido, posicionarlo y vender en masa. “El fin justifica los medios de comunicación”, debería haber aparecido en su frase del día 15 de abril.
Una vez planificado el menú, el primer paso sería presentar al muerto como representación de todos los muertos de la pandemia. La muerte misma, la memoria del drama por fin registrada en una foto. La realidad y la verdad. Que se vea bien grande, el tamaño importa. Nadie había hecho una gesta tan valiente para concienciar a un público anulado por la autocensura mediática y la ceguera. Segundo paso, preparar un resorte que hiciera saltar la fotografía y aterrizara en el conformismo general, introduciendo un mensaje político de forma subliminal. El relato tendría que actuar como un doble pivote. Concienciar del efecto destructor de la pandemia y, al mismo tiempo, presentar un culpable que no sea el virus. Técnicamente, en este momento, el marco periodístico queda excluido al entrar en un marco político. Como aglutinante bomba, se preparó un pegote en forma de editorial. El enfoque iría por lo económico, basándose en informes de previsión del FMI, cosa que contentaría a muchos despachos. Sólo quedaba montar la portada.
Las entrañas.
Desde un punto de vista compositivo, la visualización rápida agrupa elementos por tamaño y colocación y no permite ver a simple vista cómo están realmente relacionados entre sí. Estos factores juegan en la portada. El titular principal está colocado y alineado encima de la fotografía. Ambos elementos se unen visualmente formando un bloque, mientras que la referencia al reportaje, al que pertenece la foto, está por debajo en un plano de menor relevancia. Tras unos instantes de impacto, los ojos se van de la foto al titular y no a otra parte. Es un momento cortocircuito. La imagen impresiona y el titular tira fuerte actuando como palanca. Es un recurso publicitario basado en el consumo rápido de contenido y la mirada visceral. Comprobamos que el titular principal no se refiere explícitamente al reportaje y que la foto se queda colgando. Tampoco el subtítulo aclara las cosas. En el conjunto no encontramos ningún valor informativo, así que nos vamos abajo. Leemos una reflexión de la doctora protagonista. “He entendido que no siempre voy a vencer a la muerte”. La frase es buena para abrir un reportaje de esas características, recoge el esfuerzo médico por salvar vidas. Pero la foto sigue ahí, forzada por el apocalíptico titular de arriba. “La crisis se cebará con España por su gestión del coronavirus”. Adivinamos, tras el instante de colisión, que es el título de un editorial que va dentro. El contenido debe de ser muy importante. Lo buscamos y todo se viene abajo. Insoportable. Ilegible. Vacío. Deshumanizado. La revelación, el vínculo prometido, no existe. Todo se disuelve en frías conjeturas económicas del FMI que no aportan nada. Cifras y tablas. Es el editorial más triste de la historia. El titular, el eje maestro, no era más que humo. Una maniobra de lenguaje que introducía “su gestión” como un sintagma forzado en la frase para identificar a un culpable que no era el virus. Y en eso se quedó la sopa, en humo. Contenido y forma unidos por una consigna vacía. No había caldo informativo, sólo gasolina para mantener vivo el incendio. Humo. Nada más. El reportaje de la foto quedaba fuera, flotando quién sabe dónde, pero listo para utilizarse como arma de defensa.
Poco después, llegó la fiesta con su desfile. Barbilla en alto, pecho fuera y culo dentro. De pie y con la dignidad del New York Times. Y salió Kevin Carter, salió Aylan, salió el comodín de la libertad de expresión y salió todo. El bucle. Alguien dijo que un cadáver no tiene derecho a la intimidad, que jurídicamente no hay problema. Más lío. Pólvora. Gritos. Ruido. Espejismos. Pero el cuerpo del inmigrante seguía allí, rígido, desubicado, despersonalizado, ocupando media plana. Un muerto anónimo arrojado al altar. A la chatarra. La imagen de marca.
Poco antes de ser lanzada la portada, uno del clan ya anticipaba que habría mucha gente repartiendo carnés de periodista. Muy agudo el señor, pero no dijo que ese honor le correspondía a Billy Wilder.
En plena crisis del coronavirus, mientras las tristes cifras de contagios continuaban su aumento en España, una sola muerte acaparó la atención y la indignación del público durante varios días. De su imagen, que abría la edición en papel del diario El Mundo el pasado 15 de abril, era difícil apartar la...
Autora >
Celia Márquez Coello
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