FAKE NEWS
La verdad no os hará libres (si es obligatoria)
Dado que no existe una única verdad, la posibilidad de que quien tiene el poder imponga legalmente la suya implica tanto riesgo, que nos acercaría peligrosamente a la tiranía
Joaquín Urías 13/05/2020
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En los últimos años se oye cada vez más hablar de las fake news. Son las noticias inventadas que, al parecer, se difunden como la pólvora y ponen en riesgo la esencia de la democracia. Ahora, en plena pandemia mundial, el temor a estos bulos creados expresamente vuelve a cobrar fuerza. Para combatirlas muchos políticos, pensadores y juristas proponen medidas legislativas o judiciales que castiguen su difusión. Y sin embargo, lo cierto es que la lucha contra las noticias inventadas puede hacer más daño a la democracia que su propia difusión.
Por más que se trate de un pensamiento loable y necesario, en democracia la verdad no existe. Desde luego, no existe una verdad única que pueda ser impuesta generalmente
El concepto de fake news sólo se entiende bien en relación con la figura del presidente Donald Trump. Las primeras fake news que se reportan capaces de alterar resultados electorales son las que se difundieron desde su campaña presidencial. Noticias inventadas publicadas a menudo en periódicos igualmente ficticios difundían datos del todo irreales destinados a motivar a los votantes del excéntrico millonario. Desde que Hillary Clinton gestionaba una red de explotación sexual de niños desde una pizzería hasta que el papa había pedido que lo votaran. Sin embargo, en cuanto llegó a la presidencia el propio Trump empezó a utilizar el concepto de manera muy diferente: cada vez que una cabecera periodística de prestigio publica una investigación contrastada que demuestra alguna irregularidad cometida por la Administración norteamericana el presidente la despacha –en conferencia de prensa, en tuits o en ambos– como fake news. Ello basta para que a los ojos de gran parte de la población el arduo trabajo de investigación de los reporteros pierda todo su valor y se vea como un invento.
Entendiendo este mecanismo, se advertirá la dificultad de meterle mano legal al problema. Lo que para unos es una noticia perfectamente contrastada, para otros puede ser un invento. El riesgo de que cualquier medida legislativa contra las noticias falsas se use para silenciar los discursos disidentes con el poder es tan grande que realmente no merece la pena ni intentarlo.
Se me dirá que esto no es así. Que no es igual la verdad que la falsedad. Pero mucho me temo que por más que se trate de un pensamiento loable y necesario, en democracia la verdad no existe. Desde luego, no existe una verdad única que pueda ser impuesta generalmente.
La única verdad estatal es la verdad judicial, que se aplica en el mundo del derecho pero no sustituye a la realidad
De hecho, la verdad, como realidad irrefutable, prácticamente no existe en ningún ámbito. Cualquier afirmación, hasta la más obvia puede ser discutida razonablemente por alguien utilizando los métodos de la lógica y la ciencia. Bárcenas es un estafador, pero también es un militante leal. Shakespeare escribió Hamlet, pero no hay pruebas de que existiera. Hoy es martes aquí, pero es ya miércoles en Japón. Quizás –aunque lo dudo– puedan encontrarse un puñado de verdades en el terreno de la ciencia empírica o más fácilmente en el de las convenciones sociales normativas, como las que otorgan un premio o fijan el próximo contrincante de un equipo. Si en el mundo de la ciencia experimental todo está sujeto a revisión ¿cómo atrevernos a decir que es una verdad universal que Alfonso Merlos sea un donjuán, que el coronavirus se propagó a causa de la manifestación del 8 de marzo o que Mariano Rajoy se saltó el confinamiento? Cualquiera de estas afirmaciones tiene que poder ser discutida, por mucho que unos u otros creamos que son radicalmente ciertas.
En el ámbito de la discusión pública y el intercambio de información, la verdad sólo existe en las religiones y en las dictaduras. La religión, cualquier religión, se sustenta en una verdad impuesta. El practicante asume unos dogmas y se compromete a no discutirlos. Da igual que sea que “Dios es uno y trino” o que a quien come cerdo se le cierran las puertas del paraíso. La fe es la decisión de excluir el pensamiento crítico respecto a determinadas afirmaciones que se convierten en verdad. La religión no se mueve en los terrenos de la razón: en el evangelio de Juan, cuando Jesús se presenta como el testimonio de la verdad, Pilatos, razonablemente escéptico, le pregunta retóricamente Quid est veritas? (¿Y qué es la verdad?) y se va. En el ámbito de la ciencia política, una capacidad similar de imponer verdades sólo la tienen las dictaduras. El dictador es entregado y eficaz por definición; su régimen persigue indudablemente el bienestar de la sociedad y poner todo eso públicamente en duda puede hacer que el disidente acabe dando con sus huesos en la cárcel.
Que no exista la verdad tampoco significa que podamos vivir en la incertidumbre constante sobre cada detalle que nos rodea. En nuestra vida cotidiana sustituimos la verdad indiscutible por certezas, que nos permiten sobrevivir. Seguramente el color blanco no exista de manera absoluta en la realidad, pero cotidianamente llamamos blanco a toda una gama que incluye grises, cremas, tonos azulados y cálidos. El que encarga en su tienda online unas cortinas blancas tiene que darse por satisfecho si se las traen ligeramente cremosas o cercanas al gris claro, porque todos entendemos que la noción de color blanco no es unívoca. Aún así nos sirve para un determinado grado de certeza: si las cortinas que nos traen son verdes o rojas nadie nos puede convencer de que sean blancas.
En caso de duda, a efectos exclusivamente jurídicos, el Estado tiene un método de establecer la verdad: los jueces. La única verdad estatal es la verdad judicial, que se aplica en el mundo del derecho pero no sustituye a la realidad. Si un juez determina que nuestro nombre es José, habrá que ponerlo así en todos los papeles, pero no podrán evitar que nuestros amigos y familiares nos llamen Pepe. La verdad judicial evita conflictos, pero no puede imponerse como la única verdad en el diálogo social. No existe democracia si nadie puede llevarle en público la contraria a lo que determinen los jueces que, al fin y al cabo, no son sino una proyección del poder.
La contrarréplica a Pilatos podrían dársela los protagonistas de Expediente X con su mítico “la verdad está ahí afuera”. Afuera porque no existe, pero hay que salir a buscarla. Efectivamente la verdad se define por la contradicción de que nadie puede imponerla pero todos necesitamos intentar alcanzarla.
La doctrina filosófica de Platón se articula toda en torno al concepto de verdad. La vida misma es la búsqueda de la verdad. Sin embargo, el ateniense de la espalda ancha hacía trampas; para él la verdad es la idea universal de bien que cada uno aprehende por sí mismo. O sea, que la verdad es un proceso personal de búsqueda, antes que una realidad que el Estado pueda imponer. La belleza, el sentido mismo de la vida, radica en tratar de alcanzar certezas universales aun sabiendo que es imposible.
La verdad se define por la contradicción de que nadie puede imponerla pero todos necesitamos intentar alcanzarla
La búsqueda de la verdad, como auténtico objetivo vital, viene determinada por la honestidad íntima de cada uno. La posibilidad de buscar la verdad demuestra que sí existe la mentira. La diferencia entre el error y la mentira está en la intención. Quien buscando la verdad llega a una conclusión honesta no miente jamás, como mucho, se equivoca. La mentira implica una renuncia deliberada a buscar la verdad.
Así, la misma ley que no puede imponer una verdad, sí puede perseguir la mentira que daña a los demás. Nuestra Constitución recoge el derecho del acusado a mentir en su defensa; más allá, la mentira ni es un derecho –como dicen algunos– ni está prohibida –como defienden otros–. La mentira se castiga en cuanto daña los derechos o intereses ajenos o comunitarios. No se puede castigar a nadie meramente por defender que existen los marcianos o que un programa de televisión captó a una muchacha satisfaciéndose sexualmente con su perro Ricky. Son invenciones que no merecen reproche jurídico a no ser que con ellas se dañe a alguien. Si se dicen para causar pánico en las calles o para desprestigiar a un cantante, entonces sí que podrán merecer una sanción judicial. Así, las leyes castigan por estafador a quien inventa falsedades para, mediante el engaño, obtener un beneficio. También se castiga como calumnia o injuria el mentir para desprestigiar a otra persona. En estos casos, como en el de la mentira que pretende alterar los precios de las cosas, por ejemplo, no es la mentira en sí lo que se persigue, sino el uso que se le da.
La distinción entre la mentira y lo erróneo es la clave de bóveda de la protección constitucional de la información. No puede perseguirse al periodista o al ciudadano que, tras contrastar adecuadamente una noticia, se equivoca en lo que cuenta. El Tribunal Constitucional amparó a un periodista que había llamado violador al profesor de unas niñas a pesar de que después un tribunal declaró que no había pruebas de que hubiera violado a nadie. El periodista contrastó la afirmación hablando con la policía, con el aludido y con víctimas, llegando a usar pruebas que no eran admisibles en juicio pero aparentemente convincentes. Sí es posible sancionar –si causa un daño– a quien cuenta algo sabiendo que no es verdad. También a quien difunde un rumor o una insidia sin tomarse la molestia de investigar su veracidad.
Volviendo a la cuestión de las fake news, es cierto que la difusión de hechos falsos puede tener un efecto democrático perverso: los votantes pueden llegar a tomar decisiones sustentadas en el convencimiento de que han sucedido cosas que en verdad nunca pasaron. Ciudadanos que creen castigar a un mal político pueden estar en realidad favoreciendo con su voto a un mentiroso que los ha engañado.
Sin embargo, más peligroso aún es tratar de combatir esta amenaza otorgando al poder público la potestad de decidir cuál es la única verdad que puede presentarse a la ciudadanía. Dado que no existe una única verdad, la posibilidad de que quien tiene el poder imponga legalmente la suya implica tanto riesgo, que nos acercaría peligrosamente a la tiranía.
La distinción entre la mentira y lo erróneo es la clave de bóveda de la protección constitucional de la información
¿Debemos pues permanecer indefensos frente a esas noticias inventadas? No necesariamente. El arma principal frente a la desinformación es la cultura política. Una sociedad en la que ningún actor político trate a su ciudadanía como menores de edad ni intente manipularla está mucho más preparada para identificar las informaciones deliberadamente falseadas.
Nuestro sistema político está actualmente demasiado sometido a la inmediatez y el rédito fácil como para que nadie con poder se plantee seriamente las ventajas de soluciones a largo plazo basadas en desarrollar la capacidad crítica de la sociedad. En vez de eso, parece más rentable anunciar normas penales que castigarán del modo más grave a quien se invente noticias.
Esa opción será un error. Ni los políticos ni los propios jueces son capaces de abstraerse de sus propias convicciones e identificar por igual las noticias falsas que ponen en duda sus convicciones personales y las que las ratifican. Cualquier norma sancionadora que quiera castigar las fake news se convertirá en un arma para perseguir al disidente e imponer la propia verdad.
Porque poca gente tiene suficiente altura de miras como para entender que la verdad es como el viaje de Kavafis: un camino necesario a un destino imposible.
En los últimos años se oye cada vez más hablar de las fake news. Son las noticias inventadas que, al parecer, se difunden como la pólvora y ponen en riesgo la esencia de la democracia. Ahora, en plena pandemia mundial, el temor a estos bulos creados expresamente vuelve a cobrar fuerza. Para combatirlas...
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Joaquín Urías
Es profesor de Derecho Constitucional. Exletrado del Tribunal Constitucional.
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