Feminismo excluyente
El orgasmo de las monas superiores
Quizás el feminismo no era para las personas no binarias ni para los piratas. Nunca se me había ocurrido pensar que para ser feminista había primero que ser mujer
Ana Useros 29/07/2020
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Me fallará la memoria, seguro, hace ya mucho tiempo de esto, calculo que sería en torno al año 1990. Y, hasta ahora, nunca fue una historia que me pareciera especialmente significativa, como mucho un chascarrillo al que pocas veces se le daba pie. Si acaso servía para explicar mi sensación constante de llegar tarde a las cosas, de mi sempiterno complejo provinciano cuando me topaba con la vanguardia de la revolución. Prestaba una justificación burlona a mi torpeza de activista, en comparación con las admiradas compañeras que, desde los dieciséis años, militaban en enrevesados colectivos de nombres intercambiables, en una trayectoria impecable, desde la clase obrera de origen hasta el radicalismo político, en siete cómodas estaciones de metro.
Como iba diciendo, yo acababa de llegar de provincias y, entre otras muchas cosas, quería ser feminista. Ahora sé que podría haber buscado en otros lugares pero entonces, en mi desconocimiento, busqué en la universidad y me metí en un seminario que llevaba en su título la palabra feminismo. Aquí es donde me gustaría ser capaz de recordar con precisión. No recuerdo quién era la ponente ni el nombre de las asistentes. Según he podido averiguar, el único seminario que se impartía entonces en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid era “Feminismo e Ilustración”, fundado por Celia Amorós, y donde (según la Wikipedia) participaron muchas de las actuales luminarias del feminismo académico (Rosa Cobo, Ana de Miguel, María Luisa Femenías, Ángeles Jiménez Perona, Teresa López Pardina, Raquel Osborne, Luisa Posada Kubissa, Alicia H. Puleo…). Quizá fuera allí, quizá fuera una charla aislada. No sabría decirlo.
Tampoco sabía qué esperaba escuchar, aunque llevaba suficientes meses en la facultad como para saber que nunca se recibía lo esperado. Y lo que recibí en esta ocasión fue una ponencia acerca del orgasmo de las monas superiores. Parece ser que se había demostrado científicamente que las monas superiores experimentaban orgasmos en sus actos sexuales. Les habían colocado unos sensores o artilugios similares en los lugares adecuados y estos habían recogido una vibración inequívoca, lo que, unido a otras señales corporales, permitía, sin lugar a dudas, afirmar que esas hembras sentían algo que podía traducirse como placer sexual. Eso era, decían, una buenísima noticia para todas las mujeres, que ahora podían reclamar desde la evidencia que su placer, tantas veces negado por la ciencia masculina, tenía una base biológica y no cultural y era, por lo tanto, tan incontestable como el visible y dominante orgasmo masculino. Aún sintiendo mis reparos por la privacidad y el bienestar de las pobres monas electrificadas, me uní, ¿por qué no?, al regocijo general.
En la charla más distendida que siguió a la ponencia, una de las mujeres me miraba con insistencia extraña, más extraña aún si cabe porque sus miradas se centraban obsesivamente en mi oreja derecha. Finalmente, en una pausa, me dijo: “¡Solo tienes uno!”. Tuvo que repetirlo hasta que me di cuenta de que se refería a los agujeros de los pendientes y confirmé que, efectivamente, solo tenía uno. “¿Y eso?” Venciendo la timidez les conté la leyenda familiar: que mi abuelo materno se había presentado en el hospital donde nací y se había opuesto tajantemente a que le perforaran las orejas a su primera nieta, como si fuera (disculpen ustedes la incorrección) “una caníbal”. “Pero ahora tienes uno”, insistía otra. Y, venciendo el pudor, les conté otro fragmento de mi vida, más cercano, más íntimo: que al cumplir los 18 mi amiga Sara me había regalado un perforador de la farmacia para poner un pendiente en mi oreja izquierda y celebrar juntas, en la privacidad del baño de su casa, que yo por fin doblaba el cabo, cambiaba de rumbo; que, libre de la estrechez de la provincia, iba yo a hacer con mi vida lo que yo quisiera.
Era una historia que me emocionaba mucho recordar y emocionada no me di cuenta de que se recibía con desaprobación, incluso con desagrado. Cuando terminé, me respondieron con un torrente de frases incomprensibles para mí, pisándose unas a otras, hasta que una de ellas lo expresó con mayor claridad: “Lo que no entiendo”, dijo, “es que, habiéndote librado al nacer de recibir el símbolo de sometimiento y opresión que nos marca a las mujeres, hayas después buscado consciente y voluntariamente esa misma mutilación”. ¡Acabáramos! Era todo un inocente malentendido. Con un inmenso alivio me dispuse a deshacerlo y restaurar el buen rollo y la confianza. Señalando el aro plateado que colgaba de mi lóbulo izquierdo y con una enorme sonrisa les dije: “¡Ah, vale! ¡Pero es que yo no quería ser mujer! ¡Yo lo que quería es ser pirata!”
Huelga decir que no se restauró ningún buen rollo. También es cierto que no me volvieron a dirigir la palabra, me declararon un caso perdido. Y yo salí de allí pensando que quizás el feminismo no era para la gente como yo, para las personas que hoy se definirían como no binarias, palabra que aún no conocía. Nunca se me había ocurrido pensar que para ser feminista había primero que ser mujer y no lo que fuera que yo era en aquel momento: una adolescente andrógina con sensibilidad gay que amaba a las mujeres y sentía una enorme curiosidad por su mundo, mientras se buscaba reflejada en el espejo de Oscar Wilde, Pier Paolo Pasolini, Luis Cernuda y Cary Grant.
Desde esa academia en la que mi cuerpo no era bien recibido se señala inquisitorialmente a las personas y colectivos que luchan desde los márgenes por una vida más justa y más bella
Lo curioso fue que, pocos años más tarde, sí quise ser mujer (pirata). Quede claro que nunca he considerado esa decisión como un logro o como una culminación de nada ni, por supuesto, como un punto –final, aparte o seguido– de un proceso interior de conocimiento personal del que se pudiera extraer algún orgullo. No fue la aceptación “madura” de mis circunstancias biológicas, ni la conciencia de que negarme una condición femenina fuera una huida en falso de la opresión de género. Si me nombré mujer en un momento dado fue porque la vida me juntó, afortunadamente, con muchos feminismos combativos y alegres, diversos, abiertos y creativos, donde cabían todas las declinaciones, morfologías y sintaxis. Si siento algún orgullo es el de haber acompañado y haber sido acompañada en este camino de vida por la generosidad y el humor, la lucidez y las dudas, la apertura y la solidaridad, la belleza y la disidencia de muchísimas personas, colectivos, cuerpos y prácticas que hoy se engloban bajo etiquetas como transfeminismo o incluso, por qué no, feminismo queer, pero también anticapitalista, antirracista, decolonial, ecologista, anticapacitista, proderechos…
Hoy esa obsesión absurda por la cuestión genital que pretende invadirnos y callarnos me ha hecho recordar a aquellas monas, torturadas y fiscalizadas por los electrodos en nombre de una supuesta esencia de mujer que supuestamente compartimos. Desde esa misma academia en la que mi cuerpo no era bien recibido se azuzan y explotan de manera irresponsable y frívola los fantasmas y miedos siempre presentes de la violencia sexual, se convierte el pene en la raíz de esa violencia; se naturaliza de nuevo el sexo y se estanca el género, a la vez que se predica su abolición, una abolición que en el fondo es una defensa pacata y sórdida de la uniformidad triste; se señala inquisitorialmente a las personas y colectivos que luchan desde los márgenes por una vida más justa y más bella.
Hace diez años ya que no llevo pendiente en la oreja izquierda. Otra amiga, Caro, me trajo un aro desde la isla de la Tortuga, el lugar más semejante a un origen que una pirata que se precie puede tener en este mundo. El aro me infectó el lóbulo y con el tiempo el agujero se cerró. Igual ha llegado otra vez el momento de abrirlo, de lucir el símbolo de una herencia rebelde y de mi pertenencia a una tripulación que, en la más pura tradición pirata, no pide a nadie papeles, credenciales, pruebas, informes o pasaportes, donde cada persona no es ni más ni menos que lo que desea y afirma ser.
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Ana Useros es traductora y activista.
Me fallará la memoria, seguro, hace ya mucho tiempo de esto, calculo que sería en torno al año 1990. Y, hasta ahora, nunca fue una historia que me pareciera especialmente significativa, como mucho un chascarrillo al que pocas veces se le daba pie. Si acaso servía para explicar mi sensación constante de llegar...
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