Reportaje
La amarga recogida de la fruta de Lleida
Los temporeros son el último eslabón de un negocio que factura casi 850 millones de euros anuales en exportaciones. Este año la covid, el racismo y el incumplimiento de las leyes laborales marcan la campaña
Mar Calpena 21/07/2020
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La voz de mi interlocutor suena cansada. “Sentimos impotencia y frustración. No les podemos dar más que algo ridículo: media barra de pan del día anterior y una lata de sardinas”. El sacerdote Roger Torres, de la Fundació Arrels-Sant Ignasi, parece enfadado y descorazonado. “Estoy muy harto de cómo nos pasamos la pelota y nos señalamos mutuamente. Cada año es lo mismo, las administraciones se dedican a señalarse unas a otras, solo que ahora es peor”. Tiene una cola de noventa personas delante de la Fundació, además de las personas que atienden en otras entidades sociales. En años “normales” –las comillas hacen falta, porque la situación actual nada tiene de normal– suelen acudir unas veinte al día.
Los problemas de la campaña de la fruta de Lleida son uno de esos cometas estivales que cada año surcan el cielo de los medios catalanes y que desaparecen al finalizar el verano. Hasta que vuelva el calor y haya que recoger otra vez. “La recogida de la fruta no es otro hecho más en la sociedad leridana”, comenta Ventura Campo, representante sindical de CC.OO.-Lleida. “Es un modo de vida. Lo es todo”.
El papel de las empresas de trabajo temporal ha sido fundamental en los brotes de covid, y en todas las injusticias que se viven en el sistema de recogida de fruta en el Segrià
Hasta un 40% del PIB comarcal, que ascendió a 5.813,8 millones de euros en 2017, proviene de las actividades agropecuarias, y un 15,40% del empleo está en el sector, según un informe de este mismo sindicato. Sin embargo, poca de la fruta que se produce en la comarca bañada por el río Segre (el Segrià) llega a los supermercados españoles; los grandes grupos de distribución –agrupados en la patronal Afrucat– la llevan a las mesas de toda Europa, aunque uno de los principales compradores es Israel, además de Brasil y Arabia Saudita.
El 65% de las manzanas y el 57% de los melocotones que se producen en España salen de empresas asociadas a Afrucat, que también aglutina a algunas hortofrutículas de Aragón y Girona. Sus asociados dan empleo –según sus cifras– a unos 10.000 trabajadores fijos, a los que suman los que se movilizan en cada campaña. En total, unos 35.000. En 2018 se exportaron 53.634 toneladas de fruta procedente de Cataluña al extranjero, y en 2019 este concepto supuso unos ingresos por valor de 933 millones para esta comunidad. En Lleida los temporeros son el último eslabón de un negocio que factura casi 850 millones de euros anuales en exportaciones.
Pero el negocio solo es próspero para algunos. El precio de la fruta de hueso que perciben los payeses en origen ha caído un 65% en los últimos diez años. Estas pérdidas se ven compensadas en parte por ayudas europeas de la PAC, en especial en las grandes explotaciones. Algunas de estas empresas operan como cooperativas de segundo grado, y combinan las actividades agrícolas con otras líneas de negocio, como estaciones de servicio, seguros o centrales de compra. Es el caso de Fruits de Ponent, que en 2017 facturaba 50 millones de euros anuales y produce 60 millones de kilos de fruta al año, o de Actel, que agrupa a 111 cooperativas de toda España y que facturó 191 millones de euros en 2018.
Pero también hay empresas familiares, como el Grupo Català, en La Portella, que produce 155.000 toneladas de albaricoque, melocotón, nectarina, paraguayo, platerina, cereza, ciruela, pera, manzana y caqui y exporta a todo el mundo. Sobre esta empresa hay informes sindicales que señalan que ha presionado a los trabajadores para que acudieran al trabajo enfermos.
En La Portella se produjo uno de los primeros brotes de afectados por covid. Otra compañía familiar, que también ha sido denunciada por los sindicatos, es Hermanos Espax, de Seròs. Esta empresa, que según su página produce 60.000 toneladas de fruta al año, ha sido acusada de incumplir diversas regulaciones en materia laboral, como pagar por debajo del salario mínimo –mediante subcontratas efectuadas a través de la ETT Aldia–, y en materia de prevención de riesgos laborales –ausencia de agua y gel hidroalcohólico, falta de ventilación en los alojamientos y superar los aforos permitidos. Finalmente, se llegó a un acuerdo para que corrigiera la situación.
Frente a los grandes grupos, las pequeñas explotaciones familiares languidecen en un territorio envejecido. Eso hizo temer por la recogida de este año. Gemma Casal, de la Plataforma per la fruita amb justícia social, explica que “la patronal Afrucat hizo una serie de llamamientos al principio de la pandemia: se necesitarían 40.000 temporeros. Llegó a proponer que se contratara a gente procedente de los ERTEs. La Subdelegación del Gobierno se opuso, se hicieron contrataciones en origen pese a estar las fronteras cerradas, con la excusa de que en realidad se repatriaba a temporeros del Este de Europa que “estaban de vacaciones”. Campo añade que los ha visto “llegar con la maletita por la carretera, a pie. O con falsos certificados expedidos por ETTs, que les habían dicho que les permitirían desplazarse sin restricciones”. Los temporeros llegaron pese al confinamiento, porque, como dice el sindicalista, “la elección era jugarse la vida o comer”. Esta frase, repetida también por el representante sindical de UGT Xavier Perelló y por Gemma Casal explica mejor que nada el dilema detrás del drama del Segrià. La patronal y algunas asociaciones agrarias, como Unió de Pagesos y Asaja, niegan que se estén produciendo irregularidades de modo sistemático. Alegan que si los contagios se comenzaron a detectar en empresas agrícolas es precisamente por el rigor con el que controlan el estado de salud de sus trabajadores, y denuncian que se ha producido una demonización del campo por parte de los medios de comunicación.
En los últimos años, algunos pueblos del Segrià han ido quedando despoblados, mientras otros aumentaban su población de golpe y eran incapaces de absorber el impacto de una globalización salvaje que discurría paralela a la desidia de las administraciones. El escritor Francesc Serés cuenta en su libro La piel de la frontera cómo se expulsaba a los inmigrantes sin papeles desde las antiguas colonias africanas hacia el Bajo Cinca y el Segrià. “(…) hubiéramos podido seguir sus pasos exactos, desde el pueblecito de Mali, Sierra Leona o Guinea Conakry hasta las playas de Senegal, hasta las Canarias y, de allí, a Madrid, a Almería, y otra vez a Madrid y hacia Barcelona. Alcarràs, Torres de Segre, Fraga, Zaidín, últimas estaciones, ahora y aquí, junto al almacén del Ayuntamiento, bajo unos árboles”.
Pero cada vez más los temporeros son trabajadores con papeles, muchos de ellos del espacio Schengen, que, según explica Casal, hacen un circuito informal que sigue el calendario para llenar la España vacía en tiempos de cosecha. “Acaban de la fruta roja en Huelva, luego están aquí desde finales abril para la cereza hasta acabar en agosto con la manzana. Luego van a la vendimia a la Rioja o al Penedés, al cítrico en Levante y por fin al olivo en el sur”, explica Casal.
Las ETTs
El papel de las empresas de trabajo temporal ha sido fundamental en los brotes de covid, y en todas las injusticias que se viven en el sistema de la recogida de la fruta en el Segrià, al que no han sido ajenos los intereses privados de los representantes públicos. “Los alcaldes han actuado a menudo como patronal”, dice Campo, quien cuenta una anécdota reveladora.: “CC.OO. presentó una denuncia a la ETT Aldia, encargada de la contratación para la cooperativa Espax, por graves infracciones laborales y de seguridad. Se pagaba a los temporeros menos de lo que establece el convenio, se pasaban de aforo y no tenían agua ni gel hidroalcohólico. A los que se quejaron, no se los volvió a contratar. Tuvimos una reunión con la ETT. Junto a los representantes vino un señor, al que presentaron como compañero suyo, que no decía nada, hasta que en un momento dado intervino para decir que iba a hablar como payés, como alcalde, y como miembro del consejo comarcal. Me quedé muerto”.
Las empresas están obligadas a proporcionar alojamiento a sus contratados si estos están empadronados a más de 75 kilómetros del lugar de trabajo, pero la casuística es variada
Campo no da nombres, pero hay varios políticos municipales con empresas de trabajo temporal. Tiene una, por ejemplo, el alcalde de Seròs Josep Antoni Romia, el Grup Romia Llop, formado por diferentes empresas que abarcan los seguros, la asesoría fiscal y contable y la “gestión de recursos humanos”. Es dueña de una asesoría jurídica la alcaldesa de Aitona, Rosa Pujol (JxCat), vicepresidenta de la diputación de Lleida y antigua mano derecha de Joan Reñé, presidente de la Diputación de Lleida de 2011 a 2018 y que está siendo investigado por presunta corrupción en este organismo a través de la adjudicación a dedo de obras a cambio de comisiones. En la corporación municipal de Lleida se encuentra Carme Valls Llars (PSC), quien trabajó en el departamento de recursos humanos de Afrucat y cuya empresa actual, Gent a punt, se encarga de organizar la contratación de la mano de obra no especializada para Afrucat.
Las denuncias sobre las malas prácticas de las ETTs son constantes. Nóminas incorrectas en las que, un eurito de aquí y otro de allí, se esquilma sistemáticamente a los temporeros. Falta de cumplimiento de la obligación de proporcionar alojamiento. Horas extra que se omiten. Cotizaciones muy inferiores al número de días trabajados. Arbitrariedades en los despidos. Mascarillas que se cambian cada quince días… Campo cuenta otra anécdota desoladora: “Durante el confinamiento duro hubo una denuncia en la empresa donde yo trabajo. Todas las comprobaciones se hicieron por teléfono, sin que por allí pasara un inspector”. CTXT contactó con el Departament de Treball para contrastar este hecho; la única explicación fue que la inspección había trabajado parcialmente en remoto durante el confinamiento.
“No podemos alquilar”
Casal añade que “la campaña tiene picos y valles, y el acceso a los albergues no se les da a los temporeros, sino a las empresas que los contratan, que son quienes piden las plazas. En los momentos en que hay menos contratación, hay gente, la más vulnerable, que se queda en la calle hasta que los vuelven a contratar en el pico”.
Un ejemplo de ello es Ali Joseph, temporero camerunés que vive habitualmente en Valencia, y que ha venido este año por primera vez a la campaña. “Nos hacen contratos por unos pocos días y luego nos dicen que nos vayamos. No podemos alquilar, así que estábamos en la calle hasta que nos llevaron al pabellón”. Joseph llegó a Lleida al principio de la campaña de la fruta y aunque intentó alquilar un piso con varios compañeros, no lo logró, por lo que tuvo que vivir en la calle hasta que fue realojado en el pabellón que habilitó el ayuntamiento a principios de junio, cuando la covid había superado ya su primer pico.
Cuenta que sólo ha podido trabajar de forma intermitente: uno o dos días aquí, y luego “a casa”, hasta que volvían a llamarlo al cabo de una semana. Joseph trabaja a través de una ETT, que le paga 6,80 euros la hora, y le obliga a llevar sus propias mascarillas al trabajo, “aunque nos revisan la temperatura en el campo”. Explica también que aún no ha firmado el contrato de las peonadas que está trabajando ahora, que le han dicho que no se lo darán hasta después de terminar la tarea. A él le han pagado hasta ahora puntualmente, pero comenta que para varios de sus compañeros “ha sido una guerra cobrar. Se fueron a Madrid y les dijeron que si no volvían a Lérida a firmar no les pagaban”.
El problema del alojamiento, sin embargo, no afecta sólo a los temporeros que no trabajan, ni es una novedad. “Este año no es diferente a los demás”, cuenta Casal, “sólo que todo se ha hecho más evidente con la covid. Ahora hay mucha más gente con papeles, aunque con la Ley de Extranjería pendan de un hilo, pero no se construyen albergues”.
La Generalitat cortó el grifo del dinero, y aunque las empresas están obligadas a proporcionar alojamiento a sus contratados si estos están empadronados a más de 75 kilómetros del lugar de trabajo, y en teoría no es posible trabajar sin contrato, la casuística es variada. Desde pequeños agricultores que los alojan directamente en su casa –y que en tiempos de aislamiento no pueden arriesgar la salud de su familia– hasta enormes empresas hortofrutícolas que ponen camastros en un trozo del almacén, o en algún cobertizo.
Casal cuenta también que algunos pueblos han rechazado construir estos albergues. “Cuando comenzó la campaña, en el contexto de la covid, algunos anunciaron que habilitarían pabellones. Nuestra decepción vino al darnos cuenta de que los pabellones seguían vacíos, porque se reservaban para un eventual aislamiento”. Lleida capital, por no tener, no tiene un albergue ni para los sin techo. Y si los temporeros no pueden vivir cerca de donde trabajan, surgen negocietes informales de transporte de los pueblos a los campos, de una central frutícola a otra. No hay distancia social, porque no puede haberla.
Racismo, institucional y del otro
Casal advierte sobre todas estas malas prácticas: “Nadie va a denunciar a su vecino, pero los payeses que lo hacen bien y cumplen con las condiciones correctas deberían darse cuenta que quienes se las saltan les están haciendo competencia desleal. Deberían ser los primeros en querer atajarlo”. Y luego está el racismo, que es otro elemento más de la explotación. SOS Racisme ha denunciado que en una reunión del día 12 de mayo los alcaldes de Alcarràs, Aitona, Torres de Segre, Massalcoreig, la Granja d’Escarp, Soses y Seròs habían pedido al subdelegado del gobierno, José Escarpín, que incrementara la vigilancia a fin de evitar que los jornaleros sin papeles se desplazaran. Según Sos Racisme, a raíz de la reunión, los Mossos incrementaron sus batidas en los lugares en los que se reúnen o refugian estos trabajadores. UGT ha señalado que en Aitona un bando municipal conminaba a todos los trabajadores de la fruta a encerrarse en sus casas terminada la jornada de trabajo. “Hay un racismo sutil”, dice Casal, “de gente que habla de morenitos, que nunca les alquila alojamientos, y otro más claro, que es el del señalamiento por los brotes, cuando ellos son las víctimas. Cuando se inauguró la ampliación provisional para el Hospital Arnau de Vilanova, la Generalitat convocó una rueda de prensa con la intención de que los medios fotografiaran a los temporeros africanos haciéndose la prueba. No fue casi nadie, porque era muy violento para ellos y además tenían miedo a perder el trabajo”.
Coincide con ella el padre Torres, el capellán con el que abríamos estas líneas. “Me avergüenza como ciudadano que sistemáticamente no podemos acoger a los que llegan”, dice con un tono de amargura, y añade: “No basta con que nos duela, tenemos que ser más proactivos. Nos hemos llenado la boca con el ‘queremos acoger’ y luego no lo hemos hecho. Quizás las entidades sociales deberíamos ser más reivindicativas, porque las medidas paliativas no han solucionado nada”.
La voz de mi interlocutor suena cansada. “Sentimos impotencia y frustración. No les podemos dar más que algo ridículo: media barra de pan del día anterior y una lata de sardinas”. El sacerdote Roger Torres, de la Fundació Arrels-Sant Ignasi, parece enfadado y descorazonado. “Estoy muy harto de cómo nos pasamos la...
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Mar Calpena
Mar Calpena (Barcelona, 1973) es periodista, pero ha sido también traductora, escritora fantasma, editora de tebeos, quiromasajista y profesora de coctelería, lo cual se explica por la dispersión de sus intereses y por la precariedad del mercado laboral. CTXT.es y CTXT.cat son su campamento base, aunque es posible encontrarla en radios, teles y prensa hablando de gastronomía y/o política, aunque raramente al mismo tiempo.
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