Gramática rojiparda
Pandémica y celeste
Hay unas restricciones pandémicas, para todo el mundo, y unas burbujas celestiales, para los elegidos, donde nadie te dice lo que tienes que hacer porque por fin, ya era hora, se ha demostrado que esto no era más que otra gripe de pobres
Xandru Fernández 21/09/2020
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
El 11 de marzo de 2020, la Organización Mundial de la Salud declaró que la expansión de la covid-19 había alcanzado las dimensiones de una pandemia. Aducía que el virus había sido detectado en 114 países, si bien el 90% de los casos se concentraba en cuatro de ellos. A pesar de que el comunicado de la OMS no calificaba la pandemia de “global”, los medios que difundieron urbi et orbi la noticia sí lo hicieron y en seguida todo el mundo habló de pandemia global como si lo contrario, “pandemia local”, tuviera algún sentido.
Era importante adjetivar la pandemia por dos razones. La primera, que no estaba claro qué implicaba llamarlo así. El propio director general de la OMS, Tedros Adhanom, explicaba en su comunicado que no por considerarlo una pandemia había que restarle importancia, esto es, cabía la posibilidad de entender que, al ser una pandemia, era algo inevitable con lo que habría que convivir sin hacer esfuerzos extra de contención y prevención. Y, en efecto, a primera vista podría parecer que, si algo está ya extendido por todas partes, no tiene ningún sentido tratar de frenar su propagación. Parecía lógico, pues, insistir en que al llamarlo “pandemia” solo nos estábamos refiriendo a la extensión de la enfermedad, no a su irreversibilidad. Pero había una segunda razón, operando tal vez de manera inconsciente: la aparente relación entre la expansión de la covid-19 y el tráfico de mercancías y personas en el capitalismo global.
Más verosímil parecía que la propagación del virus se debiera al flujo constante de directivos y cuadros medios y altos del capital global
La globalización nunca ha tenido buena prensa. Desde que empezamos a hablar de ella, muy poca gente se declaró entusiasta de un proceso que rompía lazos orgánicos, culturales y nacionales, al tiempo que independizaba a las grandes fortunas con respecto a la soberanía de los Estados. Ahora, por si fuera poco, la globalización nos regalaba un virus. El cierre de fronteras fue la reacción inmediata. Alcaldes, presidentes y autoridades de diverso rango insistían a diario en que el pico de casos en una determinada zona se debía a la entrada de algún contagiador foráneo. El modelo del cuerpo infectado por el virus se proyectaba sobre el territorio golpeado por la pandemia. Llama la atención que ni siquiera en los momentos de mayor perplejidad se responsabilizara a los migrantes de la introducción del virus en los países desarrollados, pero es que tampoco había la menor base empírica para que esa hipótesis resultara verosímil.
Más verosímil parecía, en cambio, que la propagación del virus se debiera al flujo constante de directivos y cuadros medios y altos del capital global. Daniel Bernabé analizó en un documentado artículo la relación entre la expansión de la covid-19 y los movimientos de los “hombres de negocios” y los “turistas ebrios” del norte de Europa. Esta hipótesis sí era coherente con muchas de nuestras observaciones empíricas, la primera y fundamental que la covid-19 golpeaba sin discriminar clases sociales. Más que por su alcance geográfico, la pandemia lo era por su carácter interclasista: enfermaba todo el demos, sin distinción de renta.
“Pandemia” no era un término habitual en medicina hasta bien entrado el siglo XX. Más frecuente era su uso en las cosas del querer: Afrodita Pandemos (“vulgar”) era, en la antigua Grecia, la diosa del amor carnal, en contraste con Afrodita Urania (“celeste”), inspiradora, según Platón, del amor puro entre dos almas bellas. Cuando Gil de Biedma tituló “Pandémica y celeste” uno de sus más hermosos poemas, sabía perfectamente en qué rico y espinoso jardín se estaba metiendo.
En tanto que pandémica y celeste a la vez, al ser un mal de todos pero al mismo tiempo vinculado a los hábitos de las clases altas, la covid-19 no consentía que la ignorasen como a una “gripe de pobres” o un ébola de esos que a diario mata a miles de personas sin que en Madrid o en Nueva York se inmute nadie. Su carácter global parecía, pues, la garantía de que los Estados actuarían de manera coordinada para salvar a sus elites, con lo que se evitaría, de rebote, que también las clases populares enfermaran. Se empezó a utilizar un lenguaje de guerra repleto de llamamientos al esfuerzo común de la ciudadanía, al sacrificio colectivo, como si ya no hubiera clases ni géneros ni razas. “Saldremos juntos”, proclamaban las autoridades a coro con las celebridades del mundo del deporte. “Juntos podemos con todo”, declamó el presidente del gobierno.
El cierre de fronteras y la percepción de las primeras diferencias geográficas y de edad no eran coherentes, sin embargo, con la aplicación generalizada y masiva de las medidas preventivas. Se declaró el estado de alarma y se confinó a la población independientemente de su ubicación geográfica, dando por sentado que las mismas probabilidades de enfermar tenía un usuario del metro de Madrid que un pastor de los Pirineos. El hecho de que la enfermedad golpeara con más saña (o con saña a secas) a los mayores de setenta años no se consideraba razón suficiente para modular las medidas preventivas ajustándolas a esa realidad, sino que se convertía en un eslogan destinado a reforzar la universalidad de las restricciones: “Lo hacemos por nuestros mayores”. Aunque eso significara, en la práctica, encerrar a muchos de esos mayores en microviviendas o en habitaciones de residencias carentes de supervisión y, en más de un caso, de escrúpulos. Era por ellos. Morían por su propia salud.
Curioso que, al final, la covid haya resultado ser cosa de las clases populares, como si la palabra hubiera decidido por su cuenta regresar a su raíz etimológica
Curioso que el término demos, que empezó designando a las clases populares, a la gente que en las ciudades griegas vivía por sus manos, acabara refiriéndose al conjunto de la ciudadanía, como si en esta no hubiera diferencias de clase. Curioso, también, que, después de haber empezado proclamando la globalidad de la covid-19, la pandemia haya resultado ser cosa de las clases populares, como si la palabra hubiera decidido por su cuenta regresar a su raíz etimológica. Pues después de seis meses ya hemos visto que la covid-19 sí entiende de clases y que el mayor número de víctimas son los pobres y los trabajadores, ya no los ejecutivos de las multinacionales ni los “turistas ebrios” de Bernabé. A todos nos engañó en marzo la aureola de lujo multinacional que traía consigo la pandemia, con su exotismo de pangolín y sus geolocalizadores coreanos, pero ya es imposible desechar la desigualdad económica como un indicador relevante para entender la transmisión del virus.
Mientras las oficinas se vaciaban de directivos y profesionales de lo líquido, se incentivaba el consumo online con el consiguiente incremento del número de riders en las calles en pleno pico de contagios. Se contrataban peones de usar y tirar para recoger fresas en Huelva o peras en Lleida. En Madrid se ha llegado al confinamiento selectivo de barrios de renta baja, y tal vez por eso tanta apelación a la responsabilidad individual: porque, frente a la constatación de diferencias de clase, de edad y de situación geográfica, la mejor manera de desentenderse de esas diferencias es la tradicional apelación al esfuerzo del individuo y a su responsabilidad intransferible. Estamos entrenados para ello, después de décadas de elogios del emprendedor y de la iniciativa individual. ¿Has sido hábil para posicionarte socialmente de forma más exitosa que esos pobres que se ven obligados a apiñarse en el metro? Bienvenido al teletrabajo y al retiro en el campo. ¿No has obtenido plaza en el colegio más exclusivo y tienes que llevar a tus hijos a la escuela pública? Mala suerte: mientras los hijos de los emprendedores podrán rozarse y jugar con toda tranquilidad en sus espacios libres de gérmenes, exentos de todo contacto con el mundo del trabajo manual, los tuyos tendrán que seguir abstrusas directrices higiénicas dictadas por el miedo y la cicatería de los poderes públicos. Pues hay unas restricciones pandémicas, para todo el mundo, y unas burbujas celestiales, para los elegidos, donde nadie te dice lo que tienes que hacer porque por fin, ya era hora, se ha demostrado que esto no era más que otra gripe de pobres.
El 11 de marzo de 2020, la Organización Mundial de la Salud declaró que la expansión de la covid-19 había alcanzado las dimensiones de una pandemia. Aducía que el virus había sido detectado en 114 países, si bien el 90% de los casos se concentraba en cuatro de ellos. A pesar de que el
Autor >
Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí